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Murdoch

Hebert (Muerto)

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(cortesía de @Beretta)

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• Nombre: Hebert.
• Estatura: Un metro y casi ochenta centímetros.
• Peso: Unos setenta y pocos quilos.
• Edad: Treinta y siete inviernos.
• Raza: Humano del sur.
• Origen: Arrabales de Ventormenta.
• Ocupación: Matarife; adepto del Vacío. 
• Alineamiento: Neutral-Malvado. 

DESCRIPCIÓN FÍSICA

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Gesto lúgubre y mirada sombría. Una melena color azabache desciende casi hasta sus hombros; mientras que la densa barba, tan negra como el carbón, cubre la mitad de su rostro. Más bien alto que bajo; delgaducho, y de facciones duras. Nariz aguileña; cicatrices diseminadas, y tuerto del ojo derecho.  Luce un eterno aspecto decadente y cansado; despeinado, oliendo a sudor y humedad, con unas marcadas ojeras violáceas tatuadas en el rostro, y el único ojo, pardo terroso, a menudo enrrojecido.

Va ataviado siempre con ropajes gastados de sobrios colores. Negros. O grises. Casi fúnebres. Y allá donde va, lleva el aroma del opio pegado a la ropa. De su talabarte penden una espada y un puñal, cerca de una vieja pistola de pedernal.

El contacto con las energías del Vacío ha comenzado a producir sus primeros efectos; hace gala de un aspecto más consumido, huesudo, frágil y decrépito que antaño.

CARÁCTER:

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De él han dicho que no es más que un canalla sin escrúpulos que jamás ha conocido la decencia y el honor. Y puede que sea cierto. Taciturno, sombrío, traicionero; nunca juega limpio. Frío como un témpano. Depravado y sádico. Altivo y pendenciero. Burlón y mordaz. Más culto, astuto, y avispado de lo que cabría esperar. Tiene una manera retorcida y macabra de ver las cosas. Quizá no esté del todo exento de cierta moral, pero el código que ha construido para si pudiera parecer aberrante a ojos de la mayoría.

HISTORIA:

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Estaba oscuro. Y un goteo incesante se colaba por entre las rendijas del techo; aberturas y muescas en los tablones apolillados, que no venían sino a revelar la antigüedad y deterioro de toda la estructura. El hedor de la humedad y de la grasa se entremezclaba con el aire malsano y enrarecido, que flotaba tan denso en el ambiente que casi podría haberse cortado con un cuchillo. Allí el muchacho sintió cómo una mano tosca y enguantada retiraba el embozo del que lo habían provisto, liberando por fin sus ojos, sin que, paradójicamente, atisbara a vislumbrar mucho más.

Un par de candiles alumbraban la estancia, a la que la palabra sótano venía grande. Era un cubil. Un agujero sucio; repleto de trastes, porquería y desechos. La clase de lugar donde uno no desea permanecer amordazado y atado de pies y manos.

Pero ahí estaba él; había cejado ya en sus intentos por quebrar el nudo que ataba sus muñecas tras el respaldo. Y tras comprobar que la silla se hallaba bien sujeta al suelo por gruesos clavos, comprendió que tambalearse o mover los tobillos anudados a las patas no iba a serle de gran ayuda. Solo restaba esperar. Quizá entonar para sus adentros alguna de esas oraciones que a duras penas recordaba. No era un hombre religioso. Y nunca lo había sido. Sin embargo, estar en una situación como esa, en un lugar como aquel, puede darte una nueva perspectiva de las cosas. A estas alturas nadie iba a negar que el lozano William Bricks se había metido en un lío de dos pares de narices.

Buenos días, ricura. O tal vez noches. —la voz aterciopelada del tuerto encontró eco en la angosta bodega—. Aquí abajo siempre me resulta difícil distinguirlos.

Will farfulló algún montón de palabras indescifrables tras la mordaza, mientras sus ojos iban y veían por cada rincón, y una expresión de terror sincero volvía a esculpirse en su rostro lechoso. Todavía no le habían puesto la mano encima, pero eso podía cambiar en cualquier momento.

Tranquilo, rapaz. Solo estamos tú y yo.—musitó el otro—. Así que venga. Mírame a mí. Estoy aquí, ¿ya me ves?

El muchacho detuvo la mirada en su interlocutor. Y lo escudriñó mientras un millar de pensamientos funestos le cruzaban la cabeza. Era un tipejo alto, delgaducho y desgarbado. Con una melena más negra que el azabache, y una densa barba salvaje que ocultaba medio rostro de las miradas. Aún en la penumbra, logró percatarse no solo de que le faltaba un ojo, sino también de algunas cicatrices diseminadas por su cara.

Yo sé quién eres. Te llamas William Bricks. Tú padre, y tu abuelo antes que él, eran curtidores en esta ciudad. Como lo eres tú. Tienes una esposa preciosa; Martha. Y la pequeña Betsy debe ya estar a punto de cumplir su tercera primavera. Casi podrías considerarte un hombre con suerte. —el tuerto se mordió el labio, y detuvo su mirada en la poco honrosa estampa— Aunque no te conformas. También te gustan los escarceos, ¿hm? De vez en cuando te acercas al puerto, y le regalas alguna baratija a una huerfanita de apenas catorce, Eli, para que te desabroche la bragueta. Una o dos veces al mes te escapas a la Almeja Dorada y pasas diez o quince enternecedores minutos con alguna de las chicas, después de los cuales te sientes triste, y sucio, y pobre, y vuelves a casa con el peso de la culpa. —sonrío, mostrando unos dientes grandes, y extrañamente alineados y blanquecinos, con la satisfacción de quien muestra una mano ganadora en cualquier juego de naipes— Yo sé muchas cosas de tí, Will. Pero tú todavía no sabes quién soy. Aunque me parece que eso tiene fácil remedio, ¿sí?

El desgraciado mozo trató en vano de gritar, y de sacudirse. Sin que el hombre del cabello azabache hiciera más que trazar una mueca de displicencia. Como para quien los quehaceres diarios del oficio se antojan ya monótonos y aburridos.

No te esfuerces, chico. Si quisiera escucharte, te la quitaría. —arrugó una pizca la nariz, y se acercó algunos pasitos más hacia él, para inclinar su rostro, y hundir su único ojo en los del hombre—. Verás. Yo soy el hijo de puta que se encarga de apretar las tuercas a cabrones morosos como tú, que se gastan en putas y en vino un dinero que no es suyo. Y se me ocurre que…~ ¿Sabes? ¿quieres que te enseñe algo gracioso?

Sonrió, de manera tétrica y mordaz. Y se retiró un instante entre la penumbra y los trastes, mientras parecía rebuscar algo. Cuando volvió a la vera de Will lo hizo con un saquito de lino mohoso y maloliente en la diestra, y con toda teatralidad, cual arcanista de opereta, sacó de él la testa arrancada a algún pobre infeliz, sosteniéndola por una cabellera parda y pajiza, en la que se echaban en falta varios mechones. La carne, ya putrefacta, hedía de una manera atroz, y la piel, cubierta de marcas y sangre seca, se había tornado de un mortecino tono violáceo, de tal suerte que resultaba difícil aseverar si el desgraciado contaba treinta o cincuenta inviernos al momento de fenecer.

William pegó varias sacudidas violentas, al tiempo que, de nuevo en vano, hacía imperiosos esfuerzos por gritar o recabar auxilio.

Shh, shh. Escucha, rapaz. El problema de la gente como tú es que la vida os resulta tan incomprensible porque pensáis que ahí fuera hay gente buena y mala. Pero os equivocáis, claro. Solamente hay gente mala; en posiciones enfrentadas. Estamos rodeados de despojos que seguirán a cualquier bastardo dispuesto a ofrecerles un puñado de palabras vacías, que adorarán a cualquier dios, que cerrarán los ojos ante cualquier barbaridad. Aceptarán toda maldad cotidiana. No es la maldad creativa, aguda, de los grandes pecadores, sino una especie de oscuridad masiva de almas. —sonrió una vez más, tintineando la cabeza—. Pecado sin originalidad, se podría decir. Sí. Aceptan el mal no porque digan sí, sino porque no dicen que no.

Soltó la mollera, dejándola caer al regazo de su cautivo. En sus rodillas. Y le dedicó una mirada sucia y divertida.

Yo no soy de esa clase. Yo soy un hombre zafio, vil y retorcido. Y no solo no me arrepiento, sino que me enorgullezco de mi naturaleza. Así que tal como lo veo tienes dos opciones, Will. Puedes conseguir el maldito dinero y vivir el tiempo suficiente como para que este día solo te parezca un mal sueño lejano, o puedes ir a la guardia; y contar que un hombre malo te ha amenazado en algún sótano, en alguna parte. Tal vez te crean. O tal vez te tomen por loco. Sea como sea, querido, no sería prudente. Podrías socavar los cimientos de tu vida, obligándonos a revelar la cruda verdad sobre tus poco afortunados tejemanejes, y tarde o temprano, terminarías uniéndote a nuestro amigo entre interminables letanías de dolor. ¿Entiendes? Y quizá me obligarías a hacer daño a tu mujer, y a tu hija, y a toda la puta gente que ames. —lo apuntó con el dedo índice, señalándolo varias veces— ¿Me has oído, Will? ¿Me estás entendiendo? Mueve la puta cabeza para decir que sí. Eso es. Venga.

[…]

Para la mayoría, no era más que una sombra esquiva que pululaba por los peores mentideros del Reino. Algunos conocían su nombre: Hebert. Aunque presumía de no tener a gala ningún apellido con el que acompañarlo. Nadie sabía de dónde venía, ni en qué tierra habría visto por primera vez la luz del sol.

Llevaba ya el tiempo suficiente merodeando por las callejuelas más sórdidas de Ventormenta para considerarse un oriundo de aquellos arrabales. Y allí malvivía como matarife a sueldo en ásperos callejones, haciendo de la muerte, el chantaje y la extorsión su único sustento, bien curtido en las lides del subterfugio y el mercadeo de susurros y rumores.

Esas mismas habladurías decían de él que en otro tiempo había mantenido familia, y engendrado retoños; que se había criado en algún convento, y vuelto la espalda al camino de la Luz apenas siendo un mocoso, pero todo aquello quedaba ya muy lejano, en un tiempo tan remoto como ajeno para nuestro hombre.

La vida se había encargado de quebrarlo y retorcerlo hasta hacer de él una criatura pérfida y ruín, en la que todo atisbo de humanidad, virtud o compasión se encontraba ya demasiado diluido bajo toneladas de odio, rencor y avaricia. Lejos de toda redención; y perennemente cerca de una merecida muerte rápida y temprana.

Pero tozudo insistía en continuar. Nadie llega tan lejos si no es para seguir. Su teatro de sombras; su opereta entre bambalinas. Lo disfrutaba. En la iniquidad del mundo se sentía, y se movía, como pez en el agua.

Quién sabe cómo y dónde lo terminarán llevando tales fechorías.

 


 

Editado por Murdoch
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