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ElCapitan

Veygar Logurmunt (Desaparecido)

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  • Nombre: Veygar Logurmunt

  • Raza: Humano

  • Sexo: Hombre

  • Edad: 52 años

  • Fecha de nacimiento: Abril. Año -23 APO. Lordaeron

  • Ocupación: Consejero

 

 

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Veygar se planta como un hombre delgado y sin mucha fibra. De larga melena blanca a juego con una espesa barba que suele cuidarse a menudo. Su rostro está marcado por la edad. Con el semblante serio la mayoría de las veces. Conserva los ojos grises, comunes en los nacidos en las tierras del norte.

Acostumbra a ir con ropa holgada y cómoda. Pero no reniega del cuero cuando la situación lo requiere.

Nunca se separa de su bastón. Ni de su colgante en forma de runa.

 

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De carácter firme. Respetuoso con quien merece serlo, y quizá algo soberbio con los que considera que no. Es cauteloso con los desconocidos y bastante desconfiado al principio. Por lo que siempre trata de tener alguna argucia oculta por si las cosas se tuercen. Es un hombre de cálculos y explicaciones. Prefiere hacer las cosas bien, tomándose el tiempo que haga falta para ello.

Pese a todo, no desea mal a nadie. Aunque siempre mirará primero por sus propios intereses. Y el de los que le rodean.

 

 

 

 

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“Y sabed, mi señor, que cualquier enemigo del Imperio es vuestro enemigo. No desfallezcáis. Ahora os toca a vos jugar a la guerra”

 
 

- ¿Qué hago, Veygar? - Lorren dejó la pluma en el tintero. Y alzó la mirada al hombre que tenía enfrente. Al otro lado de la mesa. - ¿Qué demonios se supone que tengo que hacer con él? Lo único que conseguirá será traer la ruina a mi casa.

 

- Es vuestro hijo. - Respondió Veygar. - Por sus venas sigue corriendo la sangre de los Bolster. Os guste o no.

 

- ¡Ya lo sé, maldita sea! - El Lord dió un poderoso golpe sobre la mesa. Y apretó la mandíbula. - Pero no voy a conseguir nada con él. Lo tengo asumido. Solo tengo que sellar la carta. Amo a mi hijo. Pero no voy a consentir que ensucie mi apellido de esa manera.

 

- Os ruego que recapacitéis. - Veygar se tomó la libertad de dar un par de pasos hacia la mesa. Al fin y al cabo, llevaban juntos muchos años. - Ponedlo bajo mi tutela. Aún está a tiempo de aprender las artes arcanas.

 

- No - Respondió Lorren. Tajante. - Ahora más que nunca te necesito a mi lado. Edric irá a la abadía. Y no hay más que hablar.

 
 

Veygar no tuvo más remedio que resignarse. Demostrándolo con un suave suspiro.

 

Era cierto, el muchacho no había hecho más que traer quebraderos de cabeza a su padre, pero aún así le tenía cariño. Como a todos sus hermanos. Al fin y al cabo, había sido él el que les había enseñado a leer y a escribir. Incluso fue él el que los trajo al mundo. A Edric lo conocía desde que era un niño, y le conocía lo suficiente como para saber que la abadía no era su sitio. Pero ya daba igual. Hizo todo lo que pudo para disuadir a Lord Lorren. Pero todo fue en vano. En cualquier caso, Lorren no pasaba por su mejor momento. Su hijo mayor, Roland, se había marchado junto a un puñado de hombres a las montañas. A abatir una escaramuza orca. Y su padre estaba más tenso de lo habitual. Tanto, que a Veygar le estaba costando demasiado no cruzar esa estrecha línea de confianza. Le habría gustado. Tal vez así hubiera conseguido retener a Edric en el Risco. Pero no se lo podía permitir. No cuando se trataba de Lord Lorren. Señor del Risco.

 

Veygar llevaba tantos años sirviendo a los Bolster que ya había perdido la cuenta. Su función allí era la de maestre y consejero. Era el encargado de la biblioteca, y el responsable de evitar que los niños Bolster crecieran siendo unos iletrados. Además, también tenía el don de manipular las artes arcanas. Aunque por suerte nunca tuvo la necesidad de llevar todos esos conocimientos a la práctica, salvo en muy contadas ocasiones. La teoría la tenía bien grabada, eso sí.

 

Antes de que los caminos de Lorren y Veygar se cruzasen, era el ayudante del que un día fue su maestro. Fue él el que le rescató de las calles de Lordaeron. Lo encontró medio inconsciente en uno de los callejones, y aunque al principio no era más que un rapaz salvaje, muy pronto se dió cuenta de su rápida capacidad mental. Pese a todo, con el tiempo su maestro supo hacer de él un niño de provecho.

 

Por aquel entonces Veygar no era más que un mozalbete escuálido y barbilampiño. Hacía las veces de escribano, y cuando su mentor se lo permitía, hundía el hocico en los libros de magia. Con él viajó de reino en reino, y de posada en posada. Fue durante todo esos viajes donde se empapó de casi todas las historias. Y donde aprendió prácticamente todo. Nunca fue un estudiante rebelde. Más bien un muchacho obediente y disciplinado. Con la mente muy despierta, eso sí. Como la acostumbran a tener los jóvenes ansiosos de saber.

Ya desde su más tierna infancia se auguraba que su destino no estaba entre los más valientes guerreros. Ni siquiera entre los más patanes. Al menos supo balancear su falta de músculo con una mente brillante y un ingenio todavía más afilado. Evitaba ensuciarse las manos con espadas. En lugar de eso, buscaba el cobijo que los libros podían ofrecerle. Y era muy extraño verle sin un tomo o dos entre los brazos. A menudo se imaginaba a él mismo embutido en una de esas brillantes armaduras que llevan los caballeros. Blandiendo una espada tan reluciente como el oro, y a lomos de un corcel blanco y puro. Abriéndose paso por las filas enemigas como un héroe. Y alzándose como campeón tras la batalla. Sabía que eso nunca ocurriría, pero era joven. Y leía demasiado.

 

Fue cerca de los veinte cuando se topó por primera vez con Lorren. Para entonces Veygar ya había aprendido a volar solo, pues su maestro murió un par de años antes. Lorren le adelantaba en edad, pero eso no fue problema para que con el tiempo forjaran buenos lazos de amistad. Como su difunto maestro, Lorren vió en él un gran potencial, por lo que no dudó en presentarlo en el Risco para que lo instruyeran como consejero. Allí, los hombres más ancianos le enseñaron los deberes y obligaciones que debía tener un maestre. Y la pleitesía que se debía rendir a la Corona. También aprendió a suturar heridas,  a calmar fiebres, y a traer al mundo a recién nacidos.

 

Las estaciones pasaron, y con los años Veygar terminó sucediendo al maestre anterior. Vivió en sus propias carnes las glorias y las penurias de los Bolster. Las sufrió y las celebró con ellos, hasta que un aciago día Lord Lorren, su fiel amigo, se reunió con sus padres. Dejando a un jovencísimo Edric al frente de más problemas que alegrías. Capitaneando una estirpe al borde de la extinción.

 

Pese a todo, Veygar nunca les abandonó. Le ataba algo más que un sueldo. Mientras estuviera en sus manos, no dejaría que los Bolster terminasen de hundirse en el fango. No. Había llegado el momento de alzarse. Había llegado el momento de luchar.

Editado por ElCapitan
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