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Murdoch

Edric Bolster

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BANDA SONORA:

 

Nombre: Edric Bolster.
Estatura: Un metro y ochenta centímetros.
Peso: Unos ochenta quilos.
Edad: Veintiocho inviernos.
Raza: Humano del sur.
Origen: Montañas de Crestagrana.
Ocupación: Noble caido en desgracia. 

DESCRIPCIÓN FÍSICA:

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Pálida tez y respetable altura. No puede presumir de ser el hombretón más forzudo de la comarca, ni de contar con los brazos más fornidos del reino, sin embargo, está lejos de ser un alfeñique enclenque. Delgado, nervudo, y fibroso. Con varias cicatrices salpicadas por aquí y por allá. Cabellera parda en la testa, algo ensortijada y salvaje cuando crece más de la cuenta; en armonía con la densa barba que acostumbra a lucir.

Voz agradable y grave, algo áspera. Mirada profunda y dura, que nace de unos ojos más grandes que menudos; de un verde apagado casi terroso. Podría considerarse afortunado, pues sus facciones son agraciadas, y a sus veintilargos inviernos conserva una buena mata de pelo en la cabeza y todos los dientes en su sitio; pese a que a menudo el gesto cansado, la descuidada barba, y las marcadas ojeras hagan merma en esta belleza, no merece ser tachado de feo o desagradable al mirar.

Acostumbra a portar una coraza bastante sencilla, con remaches metálicos y el pequeño blasón familiar cosido al pecho. Bajo esta, camisola de buen paño, perneras cómodas y un buen par de botas que quizá hayan andado ya más de lo que debieran. Reserva otras galas para ocasiones más solemnes. De su talabarte penden siempre daga y espada.

CARÁCTER:

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Ha demostrado cierta perspicacia natural desde que no era más que un mocoso. Algo o alguien tuvo a bien bendecirlo con ese pellizco de ingenio y astucia que otros tanto echan en falta. Es un joven avispado e instruido, capaz de dar palique a sabios y a idiotas; hábil en el manejo de conceptos teóricos abstractos, y rápido poniendo la mollera a funcionar aún bajo presión. También un truhán artero y carismático, sobrado de labia y verborrea. Estas mañas lo hacen un buen orador, y un mejor embustero. Al menos, mientras tenga que lidiar con labriegos analfabetos e idiotas de cabeza cuadrada. Tales artes sin duda palidecen hasta tornarlo un mero aficionado ante la destreza de otros aristócratas mucho más versados en las retorcidas intrigas palaciegas y los torticeros juegos de poder.

Siempre ha preferido afrontar los problemas con la palabra antes que con la espada, aunque ni la retórica más ingeniosa ni la lengua más afilada logran mantenerte con vida por si solas cuando vives rodeado de ellos. Así pues, tampoco teme desenvainar el acero. Y a pesar de no ser el más curtido hombre de armas, ni el más diestro espadachín, no se amilana fácil ni pone pies en polvorosa a la primera de cambio; ciertamente al contrario, pues a menudo logra sacar de sus entrañas los arrestos necesarios para afrontar, con más o menos fortuna, las situaciones peliagudas.

Su mayor maldición quizá sea el orgullo, pues se lo podría tachar con facilidad de arrogante y soberbio. En ocasiones mira a la chusma por encima del hombro, con cierto desdén, creyéndose él mismo más elevado que el prójimo. Ni sabiéndose errado dará su brazo a torcer sin rechistar; y no es amigo de ofrecer disculpas o explicaciones por sus errores.

No siente gran devoción por la chanza simplona, ni la burla estúpida. Tampoco por quienes las practican a diario. Sin llegar a caer en la perpetua amargura o la falta de humor, suele mostrarse serio y comedido. Recto y templado. Quizá buscando deliberadamente proyectar esa imagen a quienes lo rodean.

HISTORIA:

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Edric pasó su más tierna bisoñez a la sombra de su hermano Roland, quien estaba destinado a convertirse en el patriarca de su Casa. Nació segundo hijo, y como tal se crió. Quizá desprovisto del cariño y la consideración que su padre brindaba al primogénito. Por delante lo aguardaba un destino poco prometedor, y señalado por la férrea mano del patriarca. De lord Lorren podrían decirse muchas cosas; pues su vida no vino a ser sino una sucesión de errores y equivocaciones, sin embargo, en lo que respecta a la educación de sus vástagos, fue capaz de acertar al aventurarse a mirar más allá que sus ancestros, y despegar los ojos de la rígida tradición para adoptar ciertas formas, costumbres y lecciones más propias de la aristocracia de la capital o incluso de la propia Corte Real. Durante demasiadas generaciones, los cachorros Bolster habían sido instruidos para luchar, rezar o parir. Pero eso estaba a punto de cambiar.

Y es que, en fin, Edric nunca fue el luchador más diestro del Risco. Las largas jornadas de entrenamiento en el patio, con lanza, espada y escudo; siempre bajo la atenta custodia del Maestro de Armas, lo acompañaron más de media vida, sin lograr hacer de él más que un espadachín competente.  Al contrario que su hermano mayor, duro, fuerte; hábil en la lucha, Edric no era un guerrero muy curtido, ni un formidable cazador, ni un excelente jinete, sino que tuvo que conformarse con destacar tan solo en la perspicacia natural y el ingenio de los que ya siendo muy rapaz hizo gala.

Muchos le escupieron duras palabras a la cara. Asegurando que hundir los morros en el papiro no lo llevaría a ser otra cosa que un pusilánime; un timorato condenado a leer o escribir sobre la grandeza de otros hombres más audaces y valientes. Y eso, desde luego, no era digno de un Bolster.

Así, las estaciones fueron pasando sobre las tierras yermas de Crestagrana. Una tras otras. Lentas, y salpicadas de pequeñas tragedias. Perdió a un par de parientes en la última epidemia de las fiebres del trigo, a su mejor amigo se lo llevó la viruela de los establos, y su tío Brandon se desnucó como un necio al caer beodo de su caballo mientras salía de cacería. Infortunio arriba, o infortunio abajo, su noble cuna lo libró de las severas hambrunas y penurias que golpearon a los más humildes tras la Segunda.

Aunque no del disgusto de su padre, que no solo lo acusó de débil por preferir la pluma antes que la espada, o la seguridad de los muros al combate contra las huestes de pillastres, orcos y hombres perro que asolaban la tierra, sino también de arrastrar por el fango el buen nombre de la dinastía después de encamarse y dejar preñada a una de sus primas. A sus tiernas catorce primaveras, lord Lorren ya veía en su hijo un estorbo, capaz de atraer sobre su Casa toda una ristra de enredos y problemas. De tal suerte que el patriarca medito muy severamente enviarlo al monasterio más cercano y forzarlo a vestir el hábito, con la esperanza de curarse en salud, quitárselo de en medio, y ahorrar tan aciagos entuertos para la familia.

Para fortuna o desgracia de Edric, antes de que la decisión final fuera tomada, su hermano Roland cayó junto a trece valientes en refriega contra una partida de saqueadores del Clan Rocanegra. Una semana después, su madre, abatida por la pérdida, se arrebató la vida al lanzarse al desfiladero desde la ventana más alta del fortín.

 

Semejante tragedia convirtió a Edric, a sus escasos quince, en el nuevo heredero de la Casa. De manera que su augusto padre, a buen seguro a disgusto, renunció a apartarlo de su vista; y se afanó en tratar de prepararlo para sacar de él algún provecho. Volvió al patio de armas. Comenzó a ocupar el lugar que durante toda la vida había sido reservado para su hermano; a sentarse a la diestra del lord en el salón, a ejercer de anfitrión en su ausencia, pronto dispuso de una silla en su Consejo. Tal vez nunca llegaron a amarse como lo hacen un padre y un hijo, pero sí a entenderse; a tolerarse.

Conforme pasaban los inviernos, el lord daba muestras de serio desgaste. Si para Edric reservaba una pizca de paciencia, el resto de sirvientes tan solo podían esperar de él gruñidos, quejas y desprecio. Comía menos. Dormía más. La enfermedad lo visitaba con frecuencia, postrándolo largas temporadas en cama. No tardo en empezar desvariar; a confundir lo cierto con lo falso. Lo real con lo irreal. Veía conspiración tras cada esquina. Hablaba con fantasmas. Olvidaba lo que decía, o recordaba decir lo que jamás salió de su boca. Así se fue echando a perder hasta convertirse en una mofa de lo que en otro tiempo fue; en un hombrecillo huesudo y medio ciego, atormentado por voces inexistentes, más tiempo delirante que cuerdo.

En semejante situación, la vecina casa Mornn, que desde ha años ambicionaba la fortaleza del Risco, jugó sus cartas. Y tras una larga retahíla de entuertos y rifirrafes lograron su anhelado propósito. Acosados por rivales y acreedores, los Bolster fueron despojados de título y heredad, y su quebrado patriarca recibió varias acusaciones ante la Justicia del Imperio que lo tachaban de hereje, apóstata y amigo de las artes prohibidas. Sin embargo, los cargos no pudieron llegar a probarse; pues en los albores del tortuoso proceso, y apenas unas semanas después, el anciano y enfermo señor moriría hacinado en alguna oscura celda.

Para entonces, lo que quedaba de los Bolster y su escaso séquito de sirvientes habían encontrado refugio en un viejo casetón de Villa del Lago. Sin embargo, sus retoños, primos y tíos, lejos de permanecer unidos frente a la adversidad, estaban a un paso de sacarse los intestinos entre sí, instigados por añejas sañas, y nuevas acusaciones.

Edric fue alejado del inminente huracán por las mañas del que en tiempos había sido el más cercano consejero de su padre, Veygar. Cabalgó a la capital con el pretexto de asegurar allí los intereses de la estirpe, donde se rencontró con su hermana Madlyn, y tuvo el infortunio de ser hallado por Hebert, un siniestro matarife al que su augusto padre había tenido la fortuna o desgracia de conocer durante los años en los que, con un éxito lamentable, trató de jugar a la política y el comercio; haciendo más tarde de él sus ojos y oídos tras los pétreos muros de la urbe.

Este despreciable sicario se presentó como la última baza para evitar el fin de su linaje. Y entre tretas, mentiras y verdades, arrastró a Edric a una pequeña vorágine de muerte y crueldad. Las consecuencias no se harían esperar, el joven Bolster pagó su cercanía a los tejemanejes del tuerto con, no uno, sino dos, intentos de asesinato. En ambos salvó el pescuezo, si bien el último terminó saldándose con la vida de Edmure, su escolta.

Ahora, mientras las cosas se desmoronan a su alrededor, Edric, al fin, se prepara para asumir su papel como nuevo cabeza de la dinastía, pese a quien pese. Quién sabe qué ásperas penurias podría depararle el destino mientras persista en el empeño de recoger el nombre de los Bolster, y alzarlo desde el fango hacia las alturas.

 

Editado por Murdoch
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