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Psique

[Historia] Aethril Del'anar

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  • Nombre del Personaje
    Aethril
  • Raza
    Quel'dorei
  • Sexo
    Mujer
  • Edad
    87
  • Altura
    1.76
  • Peso
    56
  • Lugar de Nacimiento
    Quel'Thalas
  • Ocupación
    Estudiante
  • Descripción Física

    Esbelta, de hombros y clavículas marcadas, cintura estrecha y figura poco abundante. Rubia, alta, de ojos alargados y expresión afable por las cejas arqueadas que endulzan su rostro.

  • Descripción Psíquica

    Positivismo. Dulzura. Empatía. Siempre tiene una sonrisa que dar, siempre, una actitud apacible y tranquila. Su aura desprende paz y tranquilidad, con una nota divertida que gusta de romper los pequeños protocolos como si fuera un juego, siempre y cuando la privacidad lo conceda. No es especialmente superficial, pero cuida su aspecto sin tender a la extravagancia. Los vestidos de tejido liso y pocos remates son sus preferidos.

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Historia

Disfrutar de una tarde tranquila, una primavera que jamás expira su último aliento. Un suspiro de tranquilidad, al margen de todo, rodeados de un paraje ensoñado. Atrás quedaba el bullicio de la ciudad. Adoraba aquellos remansos de paz, donde descalzarse y dejar de cuidar los pliegues de su vestido estaba permitido. Se sentía como una travesura inocente, nimia, pero divertida. Siempre acudían juntos a ese reducto del bosque, siempre un poco antes, donde poder desmelenarse cuando nadie miraba. Los ojos tiernos de una niña que tenía a su padre como poco menos que una figura de adoración dulce como el almíbar. Más tarde, acudían los amigos de él, para pasar una velada encantadora junto al canto de los Cantoestío adiestrados. Un hobby exótico que impregnaba las reuniones sociales de un toque diferente. Familia de cetreros, encantadores de aves, jinetes de suelo, soñadores entre nubes, plumas y magia. Era magnífico verles bailar, con esos animales siguiéndoles la estela como estrellas fugaces en el cielo nocturno.

 

Luego estaban las veladas programadas, donde tenía que mostrar lo mejor de si misma, o lo que querían que otros pensasen. Lo mejor, a la vista, que miren, respira su envidia. Un envoltorio vaporoso de tela azulona, el pelo ondulado recogido y sus marcados hombros al descubierto. Intenta distraerles con el sonido de tu voz, compite contra tus propios atributos, demuestra que no eres más que una cara bonita. Es un juego, así que sonríe. Se apacible. Que en su mente se repita tu canción y te busquen.

 

Quitarse los tacones era una bienvenida al hogar, a su privacidad. Ver a través de las ventanas el mundo que la rodeaba, refugiada en su propia bola de cristal. Romper los moldes, despreciar los vestidos y la piel al desnudo. La brisa en ojos limpios. La vida, inocente de una niña. Le decían que parte de su encanto y frescura era que por mucho que creciera, en sus pequeños gestos, sus mohínes y sus carantoñas aún se veía a la niña que fue, cuando aún su padre podía cargar con ella.

 

Azul. Azul añil. Azul celeste, aguamarina, azul marino. Azulón.

 

Su azul.

 

Un cielo despejado que invita a ser como es, sin adornos.

La mirada ausente dejó de seguir la estela del vuelo, cuando incluso esos remansos de paz no eran suficientes para distraerla de una realidad que golpeaba con mucha fuerza. Los distraidos vuelos de su retoño no conseguían alegrarla como otras veces. Siquiera se descalzó. Siquiera intentó romper esas pequeñas normas en la privacidad del claro.

 

En las semanas anteriores, a penas acudieron a las prácticas la mitad de los afiliados, hoy, nadie más los acompañó. Enar había matado a su compañero, algunos dicen, que sin pena en sus ojos, solo sed. Thina y Onil habían decidido desprenderse de ellos, soltarlos en libertad, demasiado tentados por su naturaleza mágica. Su madre, la bailaria de la pareja de cantoestivales, la más grácil, los había encerrado en la pajarera hacía un mes y no había vuelto a sacarlos de su encierro. Las aves vivían tranquilas ahí dentro, ignorando la tempestad. El ejemplar de Salox, su padre, reposaba sobre el hombro del elfo, mirando tan ausente la lejanía como él. Algunos bestiólogos decían que al compartir la magia de sus almas, el ave y el cetrero encontraban semejanza en su carácter con los años, un enamoramiento sincero y cortés. Un compañero para toda la vida.

 

Padre e hija coexistían en silencio en el claro, llevando por dentro ese ardor inclemente que remarcaba sus ojeras y plagaba la mente de dudas. Cuantos se perdieron. Y cuanto desaparecería esa necesidad. Una primitiva e instintiva, la misma que hizo que Aethril alzase el brazo e Imji’lah obedeciera al gesto aproximándose con un levitar plácido. Mirar esas plumas de cristal, esa nevulosa, le hizo recordar las escamas de fruta escarchada. Dulce y embriagadora. Tragó copiosamente mientras el animal se posaba en su brazo. Fue entonces cuando la mano de su padre se ciñó sobre su escueto hombro. Esos ojos inocentones se cruzaron con la mirada que por una vez, no era adusta.

 

Salox lloraba. Lloraba por la tradición que parecía estar muriendo entre sus manos sin poder hacer nada por ella.

Esos seres significan mucho para ellos. Formaban parte de si mismos a la larga. Su muerte era un duro golpe para cualquiera de ellos, sobretodo si no contaban con un vinculo mágico que les permitiera unirse a su esencia.

Como era el caso de él, rompehechizos, guardián de la ciudad que no pudo defender.

 

Tomó las manos de Aethril, aunándolas, y arrodillado frente a ella le suplicó que fuera fuerte, más que él, más que ninguno. Que tomara el esfuerzo, ahora, dadas las circunstancias, de hacer aquel hechizo. Le prometió que le dolería. Le prometió que sería una agonía. Pero le prometió que volvería su herencia imperecedera mientras ella quisiera continuarla.

 

Y así hizo. Su conciencia se nubló, pero pudo unir a Imji’lah a ella. Despertó días más tarde y deseó no hacerlo. Fue difícil mantenerla lúcida cuando ahora la Sed le retorcía el alma por el precio costeado.

 

Los problemas siguieron creciendo alrededor. Se negaban a las medidas que el régimen empezó a imponer a la población, y esa falta de unidad les llevó a tomar una decisión difícil, llevándolos finalmente más allá del mar, guareciéndose en las costas de Theramore y asentándose en la colonia como desconocidos amigos.

 

Ya no hubo fiestas.

Ya no hubo bailes.

Ya no había un reino que proteger, pues este, les había renunciado.

 

Su madre arrastró una tristeza desgarradora que acabó por matarla. No quiso abandonar Quel’Thalas junto a su esposo y a su hija, confiando en que el vendaval pasaría, pero tan sólo empeoró. Murió en vergüenza y soledad.

 

El alma de su padre se había roto. Una vida dedicada y ahora, empujado al exilio, no era más que la flaca memoria de alguien que en pasado, fue mejor. Dedicó su vida a enseñar a otros a soportar la carga, a defenderse y a defender a otros, pero la enseñanza jamás le llenó especialmente.

 

Aethril miraba cómo su padre se marchitaba lentamente, y como el brillo de su compañero, Torodril, aminoraba, languideciendo.

 

Pero ella, siempre sonreía. Siempre traía consigo una retaila de momentos robados a las formalidades y a la etiqueta. La natural de su hija fue posiblemente lo poco que le salvó de seguir los pasos de su madre. Siempre conseguía que sonriera.

 

Theramore fue un capitulo de reencuentro y apoyo que terminó pronto. El Imperio era basto, más grande que Quel’Thalas, y siempre había oportunidades para todos. Desapegados de los recuerdos, marcharon a Ventormenta donde Salox se postuló como maestro de abjuración en la Academia, y Aethril, decidió continuar allí sus estudios.

 

Aquella mañana estaba despejada.

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