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Murdoch

Harold Gerhart

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HAROLD GERHART

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• Nombre: Harold Gerhart.
• Estatura: Un metro y ochenta y cinco centímetros.
• Peso: Noventa quilos.
Edad: Treinta y cinco inviernos.
• Raza: Humano del Norte.
• Origen: Reino de Lordaeron.
• Ocupación: Hombre de armas; escudero-paladín novicio.

• APARIENCIA:

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Es hombretón grande y fornido, de amplia espalda y firme brazo. Tuerto, y con varias cicatrices esculpidas en la faz, su rostro no resulta siempre grato de mirar: tiene mandíbula ancha y cuadrada, labios finos, nariz recia, más menuda que grande, cuyo tabique ha sido deformado en alguna pelea, y un único ojo de un límpido azul cristalino. Acostumbra a mostrar el mentón bien afeitado y pulcro, dejando a la vista algunas marcas, arrugas e imperfecciones que ensombrecen su cara. Los mechones de su cabellera, de un rubio sucio, lucen cortos, algo ensortijados, pero con el brillo del trigo pegado a cada hebra de pelo. La voz es cavernosa: grave, profunda y algo enronquecida; con un marcado acento que pronto lo delata como hijo de Lordaeron.

CARÁCTER:

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Harold es, de acuerdo con sus propias palabras, un hombre de frontera. Una frontera entre la civilización y la barbarie; entre las Sagradas Virtudes y la gran depravación que reina en la espesura de las Tierras de la Peste, plagadas de aberraciones, sectarios y horrores innombrables. Se repite cada mañana que solo gracias al sacrificio de gentes rectas y abnegadas como sus hermanos escarlatas, algunos patéticos hombrecillos cobardes y pusilánimes tienen ocasión de aborrecer y calumniar sus métodos y creencias desde la comodidad de salones y alcobas, a muchas leguas de las tierras podridas del corazón de Lordaeron.

Sus hermanos de la Cruzada Escarlata lo han modelado y templado en el credo de la Llama Carmesí y Harold ha acogido estas creencias con fervor y pasión sincera. Ha tenido el infausto sino de vivir tiempos aciagos y tal género de vida ha acabado endureciendo su corazón. Sin embargo, y pese a ello, no es hombre malvado ni sádico (aunque algunos pudieran tachar de crueles tales o cuales decisiones que ha tenido que tomar en los últimos años), pero sí firme creyente en el Bien y el Mal absolutos, enfrentados en una eterna partida de naipes por el alma humana.

Es reservado, seco y algo hosco la mayor parte del tiempo; como un vigía que jamás abandona su guardia. Aunque no es un necio: no se quebrará como un incauto por ser incapaz de doblarse siquiera una pulgada llegado el momento. Ahora ha tenido la fortuna de ser ilustrado e iluminado por los clérigos, y hace gala de cierta astucia, paciencia (la Segunda Virtud, hay quien diría) y pragmatismo a la hora de alcanzar sus propósitos.

• HISTORIA:

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Harold vio por primera vez la luz del Sol hace ya más de tres décadas, y tuvo la escasa fortuna de hacerlo en una recóndita aldeucha de la costa norte de Lordaeron. Los lugareños la llamaban Caucebarro, y lo cierto es que el nombre hacía justicia con semejante paraje. Era poco más que un puñado de chozas de pescadores erguidas a la vera del roquedal; un rincón áspero y duro a los pies del indómito Mar del Norte, sembrado de lodo, marismas y hierba alta, y barrido por los gélidos vientos norteños. Allí, lejos de la bella y solemne Ciudad Capital, o siquiera de cualquier villorrio que se precie serlo, las gentes malvivían criando puercos, o tratando de arrancarle al mar sus preciados frutos. La mayoría de los que vivían lo suficiente para aprender a empuñar la espada acababan haciendo el petate y yendo en busca de su propia fortuna tierra adentro, a menudo bajo el pendón real en al ejército de Su Majestad, o entre las huestes y mesnadas de los nobles del reino que estuvieran dispuestos a acogerlos a cambio del rancho, el techo y unas pocas monedas.

Harold fue hijo de Segmund, y Segmund era cangrejero y pescador por aquellos días. Como buen hijo de Lordaeron había sido hombre de armas en su juventud, y servido como capitán de la guardia de alguna familia de nobles de cuarta fila. Pero esos días ya quedaban demasiado lejos. Harto de los sinsabores de tal género de vida, el padre de nuestro hombre resolvió retirarse a algún lugar apartado en los roquedales de la costa y vivir en sosiego el resto de sus días. Allí se desposó con una mujer quince años más joven y trajo al mundo a ocho retoños.

Y así, bajo el bramido de las olas, entre pescadores y labriegos, lluvia y fango, Harold vio pasar los años de su bisoñez. Vio apagarse a algunos de sus hermanos siendo aún muy jóvenes, arrastrados al último abrazo de la muerte por alguna de las pestes que el frío invierno traía consigo, cuando los días eran cortos y los parajes se teñían de un inmaculado manto blanco. Aprendió de su padre el oficio (a serpentear por las rocas en la busca de moluscos, peces y cualquier criatura que pudiera echarse al puchero), y también tales o cuales cosas sobre cómo empuñar el acero. Incluso estuvo en su compañía la desafortunada mañana de primavera en que su corazón dejó de latir.

Apenas contaba quince o dieciséis otoños cuando partió tras la esperanza de un futuro más halagüeño; con el petate ligero, la bolsa vacía, y la vieja espada de su progenitor en el talabarte. De ella hubo de malvivir en los siguientes años (habida cuenta de que poco más que acero cortante y agallas firmes tenía para ofrecerle al mundo); fue miliciano en un par de guardias concejiles a cambio de cobijo y comida, y más tarde cazador de proscritos y escolta de caravanas.

Los menesteres de tal oficio acabaron llevándolo a la vieja fortaleza conocida como la Mano de Tyr, en el corazón del reino, escoltando un par de carromatos cargados con preciada mercancía. Eran días extraños y sombríos, pues por aquellas comarcas ya circulaban toda clase de rumores acerca de virulentos brotes de enfermedad asolando las villas de los confines septentrionales del reino (incluso se hablaba de muertos alzándose de su último reposo por obra de aberrantes sortilegios oscuros). De tal suerte que viajaron rápido, evitando mesones y posadas, acampando en los aledaños del camino, o en la mismísima espesura. Para cuando la menguada comitiva alcanzó la ciudadela, los rumores ya habían esparcido el pánico entre los lugareños. Dos días después, y antes siquiera de que pudieran pertrecharse para partir de regreso a la capital, se acordó la cuarentena: nadie podría entrar ni salir de los muros de la ciudad hasta que la orden fuera revocada.

Para desgracia de todos, apenas una semana después los habitantes de la Mano pudieron comprobar que los rumores (incluso los más funestos) eran cosa cierta. Se avistaron muertos vivientes deambulando por los bosques, y el pánico cundió intramuros. Aquello no iba a ser sino el preludio de un larguísimo aislamiento, en el que la ciudad hubo de soportar el implacable asedio de las huestes de la Plaga. Durante esos aciagos días, Harold se enroló (temprano y voluntario) en la guarnición de hombres de armas y milicianos que defendían la muralla. Cuando el lord decidió unir su mesnada y su fortaleza a la causa de la Cruzada Escarlata, nuestro hombre pasó a servir a la Llama Carmesí tanto el como resto.

No acató la orden ni con pesar ni a regañadientes, sino al contrario: con la Cruzada llegaron nuevos víveres y se relajó el duro racionamiento. Más aún, Harold encontró buen acomodo entre los hombres y mujeres que iban llegando al bastión con la llama cosida en los blasones. Los hermanos sacerdotes lo enseñaron a leer y a escribir ya entrada la veintena, lo ilustraron e iluminaron hasta moldearlo y templarlo en las sagradas forjas de la rectitud, la piedad y la obediencia. Y Harold recibió el credo escarlata con fervor y pasión. Cosió la Llama al pecho y peleó y sangró por la Cruzada en más de una refriega. Una de esas escaramuzas contra los impíos podridos estuvo a punto de costarle la vida: recibió severas heridas, que lo dejaron tuerto y resentido por largo tiempo. Pero sobrevivió a las fiebres que siguieron a las heridas, y pudo recobrarse con tesón y sufrimiento.

Fue entonces cuando alguno de sus insignes hermanos superiores reparó en él: en su aptitud, valor y abnegación, y así fue invitado a tomar los votos e instruirse (pese a lo maduro de su edad) como novicio paladín. Como manda la tradición, su camino en tal excelso aprendizaje sería tutelado por un hermano paladín de pleno derecho: el anciano Ser Godwald Hersse, caballero, mentor, y veterano de la Segunda Guerra.

Los siguientes dos años Harold los pasó recibiendo sus enseñanzas en la Abadía de la Mano de Tyr, leyendo viejos tomos polvorientos, orando, y meditando para poner coto a la ira, la envidia y otras bajas pasiones. En el patio de armas su cuerpo no volvió a ser el mismo: la visión era torpe, y se sentía abotargado y entumecido por las heridas y la convalecencia; pero poco a poco, con tesón y paciencia, volvió a ser digno espadachín pese a semejantes limitaciones.

Una fría noche de invierno Ser Godwald fue llamado al Seno de la Luz. Harold fue privado de su mentor. Y aquella no iba a ser sino la primera de las nuevas que iban a agitar de nuevo los cimientos de su vida…

 

Editado por Murdoch
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