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Tercio

Ricardo Sierra

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  • Nombre: Ricardo Sierra de Villanueva
  • Raza: Humano
  • Sexo: Hombre
  • Edad: 34
  • Altura: 177cm
  • Peso: 78
  • Lugar de Nacimiento: Ventormenta
  • Ocupación: Exmercenario
  • Historia completa

 

Descripción física:

Ricardo sierra es un hombre al que todavía podemos encuadrar dentro de la juventud a sus 34 años de edad.
De apariencia robusta, mide un metro setentaisiete centímetros., ojos marrones claros, con bigote y perilla. Su cara destaca por poseer algunas cicatrices y estar algo delgada, debido al cansancio y a una vida de penurias y carencias.

 

 

 

Descripción psíquica:

Tiene un carácter muy noble y un gran sentido del honor que le hará mediar en cualquier reyerta que atente contra este. Además posee unos estudios medianamente cuidados y unos grandes conocimientos militares.

 

 

 

 

Historia

 

Me desperté por el calor del Sol sin saber dónde me encontraba, aturdido a más no poder y con un sabor en la boca mezcla del acero, la pólvora y la sangre. El polvo se arremolinaba a mí alrededor causándome una sensación de ahogamiento que se agarraba a mis pulmones, necesitaba aire y a duras penas me levanté. Nada mas hacer el esfuerzo de apoyar mi brazo derecho sentí un dolor atroz que me hizo caer de nuevo al suelo, estrellándome contra la arena. Mi brazo, mi brazo bueno joder, con el que me ganaba el pan estaba en las últimas, totalmente destrozado. Pues nada, había que levantarse y había que hacerlo ya si no quería morir en la tierra, cosa poco honrosa para un capitán de La Compañía Vieja, si hay que morir se muere de pie, y si no, no se muere, hostia. 
Al final a duras penas acabe levantando un palmo del suelo y poniéndome de rodilla, el panorama era dantesco, cientos de muertos cubrían como espigas la llanura, y lo peor es que los conocía a todos. Un castillo ardiendo finalizaba aquel cuadro tan pintoresco y lleno de colores, parecía que los tenia todos, rojo, amarillo, sobre todo rojo.
Me levanté finalmente sobre lo que creía que eran mis dos piernas, pues no las sentía, y pude vislumbrar al lado de mis pies el rubor de un rubí. Era mi vieja espada, con la que compartía más sangre mía que incluso con mi padre. Sonreí y la recogí con mi brazo izquierdo, después la enfundé y decidí caminar por aquel campo de muerte, como quien camina a recoger el pan, vaya.
Las caras conocidas poblaban mi camino hacia el castillo, casi todas en un rictus de dolor y algunas incluso no tenían cabeza. Un desastre, un auténtico desastre promovido por un estúpido (incluir cargo alto de la hermandad) que buscaba mas gloria para el que para la supervivencia de todos, no debimos salir a campo abierto…
Finalmente llegué a las puertas del castillo
-¡Hola!- grité a los cuatro vientos –¡Hay alguien!.
Tan solo recibí de respuesta el silencio por respuesta.
Entré por la puerta principal, toda llena de muertos. Al parecer aquí se había llevado a cabo la lucha final. El estandarte que coronaba la torre más alta no estaba, había caído junto a aquellos que la defendían. Llegué dentro de la puerta principal y atravesé aquella torre que había sido mi casa tantos año, ahora perdidos en un mar de sangre y pólvora. Años de sacrificio para nada ¿Cómo podía hacer llegado a esto? Recuerdo cuando era solo un muchacho, alejado de los problemas y pensando solo en las correrías que iba a hacer al día siguiente.
Mi infancia fue una infancia de bastante trabajo, mi padre, un pequeño terrateniente de un pueblo al norte de Ventormenta, trabajabas unas tierras de tipo agrícola y manejaba una red de comercio que nos daba para vivir bastante holgadamente. Claro está que mi aburridísimo padre me quería endilgar todo aquello para que yo lo trabajara y siguiera con la tradición familiar de explotar aquellas tierras
Mi madre era distinta, muy distinta. Me decía que yo no pintaba nada ahí, que me fuera lejos y me buscara la vida para traer fama, gloria y honra a nuestra casa. A los seis años me regaló mi primera espada hecha a mi media. Evidentemente a un niño le atrae más la idea de ser un soldado e imagina la guerra como algo bonito. Quizás me debería haber quedado cuidando tierras.
Mi aprendizaje fue muy duro y no paraba quieto en ningún lado: Contabilidad, matemáticas… todo lo necesario para llevar el negocio me lo enseñaba los tutores contratados por mi padre en la mañana, mientras que por la tarde las clases de esgrima nunca faltaban en la lista, acababa siempre reventado y molido a palos por un espadachín, mi profesor, que más parecía un borracho de taberna que un soldado, uno de esos que llevan la botella en una mano y la espada en otra.
Pero a mi me gustaba, me encantaba batirme con mi acero y oír el sonido de las dos espadas entrechocando. No me separaba de ella, era para mi como un familiar que había que cuidar con el mayor de los respetos. Claro está que al final empecé a darle más importancia a estas últimas clases que a las primeras, que no llevaba mal tampoco, pero nada en comparación a los conocimientos que aprendí respecto a armas y guerra. Mi padre por supuesto se echaba las manos a la cabeza cuando me veía volver lleno de moratones a casa, pero más se las hecho cuando a mis 16 años le dije que la hacienda se la comía él, que yo me iba a ver mundo.
Ni corto ni perezoso hice el petate a la mañana siguiente y me despedí de mis padres, que aunque no lo acababan de aceptar comprendían que yo no estaba hecho para una vida en el campo y que hacía ya muchas generaciones que no se tenía a alguien que trajera honor a la familia, por lo que me dejaron marchar.
Esa última idea era la que bullía con más intensidad en mi cabeza por lo que apresuré el paso hacia un pequeño puerto al sur de mi pueblo, a unos dos días de marcha donde tenía de oídas que se iba a montar una expedición contra una especie de bandidos que pululaban allende estas tierras. Entonces no sabía dónde, luego más de mayor supe que me dirigí hacia la vega de Tuercespina.
Llegué al pueblo en poco tiempo, no estaba muy lejos, y me dirigí de inmediato al puerto. Me sorprendió en sobremanera la cantidad de olores y vistas que se me ofrecían, así como personas extrañas y ojos rehusores que se unían a mi caminar hacia donde se cogían reclutas para la expedición. Me perdí muchas veces andando por esas calles hasta dar con algo que parecía una taberna. Digo parecía por lo sucia que estaba. Al fondo del humo y del vicio había un soldado con su anteriormente brillante armadura. No se anduvo con preámbulos y preguntó nombre apellidos y si traía algo de equipo, le dije que solo llevaba una espada y me dio el visto bueno para subir al barco que a la mañana siguiente nos llevaría a nuestro destino.
Papeles y a andar, muchacho. Con la alegría en la cara me imaginaba gloria y dinero a la mañana siguiente, todo felicidad y divertimiento, me dirigí al susodicho barco, un imponente galeón a mi juventud que de más mayor he pensado como podía mantenerse a flote. Al subir la escalerilla me encontré a ojos que me miraron al pasar
-Vaya, tenemos carne fresa en la manada. Tiene la edad justa de cuanto maté a mi primer hombre. Un rubio muy alto, aunque era una maricona, en eso se parecía a ti. Estaba asustado por el tronar de los cañones.- Dijo un veterano desdentado.
-No te asustes hijo, ven aquí y siéntate con nosotros- Dijo otro algo más joven.
Me senté con estos soldados que llevaban en la cara cicatrices de mil batallas, me contaron que eran mercenarios, que se ganaban la vida peleando por unas monedas. Me contaron historias de asedios y de expediciones magistrales contra razas que nunca había oído hablar. También me contaron que esta expedición era la peor montada de cuantas habían estado.
Me fui a acostar con la congoja en el cuerpo y el corazón intranquilo y amanecí más o menos del mismo modo. Formamos en proa y el capitán del barco salió a darnos unas palabras de lo que quiso que fueran ánimos, el cielo despuntaba gris, esto no era tan bonito como me lo había imaginado.
Plantamos las espadas en tierras un poco después, al final de es playa cristalina se podía observar un gran bosque, lleno de bruma, en el que no se veía ni un ápice de supuestos enemigos.
Avanzamos en un grupo cerrado por ese bosque maldito durante horas, sin saber dónde íbamos o que buscábamos, a veces se oía un murmullo de pájaros o el chapoteo de las botas en las hojas mojadas… aparte de eso no se oía nada, el grupo miraba a todos lados preguntándose donde estaba en supuesto campamento de esos malditos saqueadores, hasta que lo vimos aparecer en un claro. Un pequeño campamento hecho con cabañas de madera aparecía ante nosotros, que avanzábamos intentando vislumbrar algún signo de vida hasta que entramos de lleno en la entrada del campamento, sin restos de movimiento ninguno.
Las tiendas estaban vacías, las “murallas de madera” estaban desiertas y los útiles para vivir parecían abandonados.
Esto no me gustaba un pelo, me apresuré a juntarme lo mas que podía al grupo, como si ellos me fueran a salvar de una bala perdida.
-Esto esta muert…- Un virote atravesó la cabeza del que iba a hablar, y lo siguieron decenas más.
-¡Arriba los escudos, arriba los escudo!- el capitán se desgañitaba por imponer orden en las filas.
-¡Vamos vamos, avanzar hacia donde sales los virotes, los virotes!- El suelo se abrió ante nuestros ojos dejando ver una turba de salvajes muy bien vestidos y armados corriendo hacia nosotros con un brío mortal, en la primera oleada perdimos casi la mitad de hombres mientras los virotes procedentes de los árboles seguían lloviendo y chapoteando contra nuestra armaduras.
Yo andaba más perdido que un ciego en una casa de espejos y meneaba la espada como si fuera un palo intentando dar cortes por todos lados.
-¡Retirada!- Se oyó en mi grupo -¡Retirada!- Eso fue bastante para que corriéramos como almas que lleva el diablo hacia donde se supone que estaba la puerta, la maldita puerta que estaba cerrada, nos habían arrinconado como a perros. Eso si que no, si iba a morir vendería cara mi vida.
Me dispuse a saltar frente al primer cabrón que viera a tiro cuando un sonido celestial rasco el suelo de la trifulca. Pum, pum, pum, el sonido de 10 cañones barrio la muralla delante nuestra, la contraria a la puerta, de ese hueco surgió una turba de hombres barbados armados con picas y rodelas, soltando maldiciones y cagándose en todo lo cagable de los muertos de esos bandidos.
Repentinamente recibí un golpe de cachiporra de uno de los bandidos y caí inconsciente al suelo.
Un gran ojo me observaba al despertar, me asusté e intente moverme, pero estaba atado de pies, manos y cabeza, tapándome la boca con un paño húmedo.
-Vaya, te has despertado en el peor momento, muchacho- El gran ojo resultó ser una lupa que sujetaba un hombre bigotudo, con un porte elegante y un visturí en la mano.
- Ummfff umfff- Me movía como podía intentando escapar de una disección más que probable.
-Chaval, tienes el parietal roto, para entendernos, el hueso de la cabeza. Si no te lo quito te dará en el cerebro y morirás, sirviendo para poco mi esfuerzo de traerte hasta aquí. Llevas dos días inconsciente y pronto partiremos de nuevo hacia nuestro castillete, todavía quedan algunos días más de marcha.- se acercaba peligrosamente a mi cabeza. –A ver para que te despiertas- Me clavó el bisturí en la cabeza, sentí un enorme dolor y volví a caer sin sentido.
El médico miraba el trozo de hueso roto sacado mientras cogía una moneda preparada, la metía en el hueco hecho y cosía la herida.
Se anunciaba el ocaso cuando me desperté en la camilla, tenía la cabeza vendada y estaba echado en un jergón, donde más gente se aglutinaba a mí alrededor en parecidas condiciones.
Puse los dos pies en el suelo y con paso lento pero seguro que dirigí hacia la salida de esa nave, hacía buen tiempo fuera.
Pequeñas fogatas se arremolinaban en un mar de tiendas donde soldados paseaban como hormigas y miraban mi marcha como la de un fantasma, y en verdad lo parecía tapado con una manta y vendada mi cabeza,
El camino se extendía hacia una pequeña muralla de madera que daba fin al campamento, encima de ella una persona con los brazos cruzados a la espalda miraba la muerte de la luz, como pude subí a acompañarle.
-Parece que ya has despertado, chaval- Me dijo el extraño, un hombre entrado ya en años con una barba gris y una espada al cinto. Llevaba una banda con la bandera que coronaba el campamento en su pecho. Su mirada solo se dirigía hacia el infinito.
-Si- logré balbucear-
-Me llamo Mario de Molina, soy el Maestre de Campo de La Compañía Vieja.
-¿Compañía Vieja?-¿qué diantres era eso?
- La Compañía Vieja es nuestra pequeña hermandad, un pequeño ejercito que protege a todo el mundo que puede, y a todo el que nos pague. Poseemos un pequeño domino aposentado en un castillete, en arati. Somos unos profesionales
Silencio por mi parte.
- Chaval, vamos mal de soldados y ya que te hemos salvado la vida quizás deberías devolvernos el favor. Ser soldado de la compañía es un vida dura, pero llena de honor y oro.
Recordando esto sentado en las piedras del castillo sonreía un poco, la verdad es que oro vi poco, y plata la justa.

- Ten podemos enseñar a encararte con la vida, a manejar una espada en condiciones y si eres bueno, incluso a llevar a tus hombres a la victoria. También puede ser que encuentres la muerte en una estocada o un disparo, entonces se dispondrá todo para enterrarte con todos los honores posibles en virtud a tu honra en vida que distes a la compañía, y entraras en los nombres de caídos por la hermandad, mayor virtud que podrás obtener en muerte.
La oferta por supuesto que ya estaba aceptada, era lo que iba buscando toda mi azarosa vida, pero me hice un poco el remolón para hacerme el interesante-

-Acepto- Salió sin pensar de mis labios.
-Pués ves al armero soldado y vístase como es debido, aquí no queremos parias, a partir de ahora me tratareis de comandante ¿Lo has entendido?
- Si, mi comandante-
- Pues marcha.
Con paso ligero corrí hacia la armería, donde un mastodonte con la cara llena de hollín me vió llegar con mi sabana y mi cabeza vendada.
- Pero si es el accidentado- Me dijo- ¿ya vienes de ver a tu abuelita?-
- Vengo de parte del comandante, quiere que ingrese en la compañía
- ¿Tu en la compañía?- Reía- Dudo mucho que llegues a com, pero si es verdad que no vamos sobrados de soldados. Por cierto, aquí tienes tu espada, la he retocado un poco, estaba doblada y mal calibrada. Y coge piezas de ahí, la pica te la dará el carpintero, pero no te recomendaría que tocaras nada hasta que se te cure la cabeza.

No me acordaba ni de las heridas ni de la espada.
-¿Pica?-
- Que quieres ¿entrar de general o algo así? Coge lo que te he dicho y apártate de mí vista.
Cogí lo que me dijo, un morrión y una coraza, equipo básico, si quería más me lo tenía que comprar yo. Después fui al carpintero y me dio una pica, enorme lanza de cinco metros y medio, y después a guardar cama.

Pasaron dos semanas hasta que el médico consideró que estaba en condiciones para empezar a empuñar armas, cosa que hice con presteza y agilidad propias de mi edad
La armadura pesaba lo que no está escrito, y eso que no llevaba parte inferior, o quizás fuera que no estaba acostumbrado a llevarla, da igual.
El caso es que me dirigí hacia el lugar indicado, un patio de armas fuera del campamento provisional donde los soldados se dirigían a hacer sus maniobras. Al llegar me mandaron con los noveles de la compañía, al fondo de todo el regimiento.
Cogí carrerilla porque veía que el veterano que dirigía la columna ya me estaba mirando de reojo y me coloque al final de la fila.
Los siguientes meses fueron de pura instrucción militar, nuestro veterano era un sargento llamado Cristino, encargado de velar por la compañía de un capitán, jefe supremo de esta que solía contar con unos 50 hombres. Además de un capitán solía haber un alférez encargado de portar la bandera de la compañía y de protegerla con su vida. Por debajo del alférez se encontraba el propio sargento y mas debajo de el los cabos de la tropa.

La técnica de combate de la Compañía Vieja era simple según lo aprendí. El sistema consistía en bloques muy compactos de infantería de picas rasas, que mantenían al enemigo a raya, unidas a combatientes con espada y rodela, además de arcabuceros que proporcionaban daño a distancia. El sistema era muy útil para acabar con formaciones dispersas de infantería o cargas de caballería.
La práctica no fue tan fácil, nos hacían marchar diariamente con todo el equipo a cuestas para después formar en maniobras que duraban hasta la noche, cuando volvíamos al campamento, en donde nos esperaba una tienda que había de compartir con otras diez personas a las que al final acabé queriendo como mis hermanos. La disciplina era esencial, si fallaba algún mecanismo todo el engranaje se venía abajo. También debíamos aprender a manejarnos con soltura en otras armas como pistolas de pedernal y yesca o espada. De esta última yo estaba muy vanagloriado de mi manejo, aunque pronto aprendí que era un simple patán al lado de esta gente que no le costaba nada desarmarme con su espada y una daga que les colgaba detrás del cinto.

Ricardo Sierra se levantó de su apoyo en el castillo recordando todo esto, habían ya pasado demasiados años, demasiadas peleas... Bueno, nunca son demasiadas. La vida era feliz entonces, todo parecía marchar sobre ruedas, era un chico capaz que aprendía rápido y con ganas, absorbiendo como una esponja todo lo que observaba. La gente pronto empezó a fijarse en el, pero nunca le dieron ánimos, no vaya a ser que luego la pifie.

Recuerdo la primera vez que entré en combate con mi compañía, dirigida por el capitán Hernandez, en campo abierto. Yo había pasado de la pica, era evidente que eso no era lo mio y me había apostatado con una rodela y una espada, la mía El sonido de los pífanos marcaban la marcha de toda la hermandad al combate, llevábamos bastante tiempo siguiendo a un gran número de bandidos que había estado asolando unas cuantas aldeas de un valle y se posicionaban nerviosos a nuestra presencia. Los destacados allí no deberíamos ser mas de trescientos incluidas dos baterías de cañones de unos 16 mm, tiro raso y balas de piedra, el cobre estaba caro. Me movía nervioso desde la tercera linea, esperando a chocar con el enemigo, las picas estaban altas como los ánimos y el día estaba claro anunciando una victoria merecida y fácil, como acabó siendo. El “ejército” enemigo contaría con algo mas de 500 hombres 200 de los cuales eran caballería ligera.
El ritmo de los tambores paró, junto a toda la columna.

-¡AAAALTOOO!- se oyó al capitán, repetido por algunos cabos y el sargento.
-¡COMPAÑÏA, PICAS ABAJO!- el mar de madera se posicionó con las puntas a los cuatro costados como un erizo.
En tanto el enemigo no se había quedado quito y avanzaba con rapidez hacia nosotros, unos 800 metros los separaban.
-¡MOSQUETEROS!- grito- ¡PASO AL FRENTE!- Una nube de mosqueteros surgío de entre las picas y posicionó los mosquetes en las horquillas, esperando que estuviera el enemigo a tiro, sobre los cuatrocientos metros.
-¡ESPERAD!- El trote era ya plausible.
-¡ESPERAD!- se vislumbraban los brillos
-¡FUEGO!- una nube de niebla producida por la pólvora negra surgió acompañada de un estruendo enorme, no se veía un carajo por ella pero la escena era imaginable. Gente ufana a galope llevándose las manos al pecho preguntándose como narices había llegado a parar ese trozo de plomo allí mientras caballos volaban libres literalmente por el impacto de las balas de cañón.

Llegados a este punto el galope de los caballos era atronador y los mosqueteros empezaban a recular para atrás, dejando que los caballos se estrellaran contra las picas. El choque fue espectacular, algunas lanzas se rompieron por al virulencia del ataque, pero la linea aguanto el envite y puso a ralla su carga. Había llegado mi momento. Junto a mis compañeros avanzamos en la linea y nos pusimos a merodear y a bajar caballero que se acercaban demasiado a la formación. Los arcabuceros, cuyas armas tenían menos alcance que los mosquetes, estaban en su salsa disparando a caballos y los mosqueteros subían a una colina cercana para plantarse allí y seguir dando candela
El combate duró poco mas y los pocos supervivientes corrían hacia la protección de su infantería, que se veía menos dispuesta a cargarnos y aguantaba como podía el ataque de los mosquetes y la artillería, que se cebaba con ellos.

-¡AVANZAD!- se oyó entre la niebla
-¡CIERRA, CIERRA!- La orden estaba clara, había que cargar contra la linea de indeseables.

La acción fue rápida y brutal, no eran soldados ni tenían formación militar y cayeron como moscas.
-¡VICTORIA!-

Los recuerdos se cerraron, había llegado al comedor, donde todas las banderas de las compañías adornaban la sala, incluida la suya.

Después de esa batalla se sucedieron muchas mas, algunas fáciles, otras difíciles. Siempre salíamos victoriosos de ellas y nos íbamos a los pueblos a gastarnos lo ganado en bebida y mujeres cuando podíamos. Era una vida dura, y vivir un día mas siempre es de agradecer. Trece años transcurrieron desde aquél combate y como sobrevivía me iban ascendiendo poco a poco. Con 20 era cabo, con 25 alférez (como pesaba la banderita), con 27 era sargento de mi compañía y con 29....
Con 29 murió el capitán Hernandez, un salvaje le dejó la sonrisa perpetua de oreja a oreja, mandándolo contento para el otro barrio. Allí mismo frente a su cadáver me nombraron capitán, desde entonces no volvió a ser lo mismo. Tuvimos un año de trabajos fáciles, nada importante. Mis capacidades en la capitanía parecieron notables y contaba entre mis mandos con Salvatierra, un buen soldado.

De repente todo se fue al traste.

Nos salió un competidor que nos superaba en número de efectivos. Cada vez se hacía más difícil reclutar voluntarios y nuestras fuerzas se iban mermando más y más. Las emboscadas se repetían una y otra vez y las batallas se ganaban por muy pocas bajas, haciendo parecer que éramos nosotros quien habíamos perdido y no ellos.

Hasta que al final, pasó.

De esto hace una semana. Se nos presentaron en la mismísima puerta de casa, el castillo desde donde se dirigía todo, mismísimamente en Arati, en nuestra llanura, quedábamos pocos, muy pocos. No había nada que hacer. Todas las noches el repiquetear de la artillería chocaba con nuestras almenas y la puerta nos aguantó hasta la tercera noche, después no quedó mas puerta que los escudos rotos y los corazones valerosos.

Finalmente se aceptó lo inevitable, pero había una posibilidad de ganar si los pillábamos en campo abierto. Se formó a los que quedaban y salimos por la puerta, lo último que recuerdo es un cañonazo estrellándose contra mi columna.

Vuelvo a la realidad, todo se acabó. La hermandad perdida junto a sus valores de honra y honor destrozados por unos viciosos que no respetan nada. Me toco el brazo, sigue sangrando y como puedo tapono la hería, a ver cómo me recupero de esto si ya difícilmente voy a volver a mover la espada como antes, y si lo hago me va a costar a horrores

No sé si queda nadie vivo, me dirigiré al sur, hacia Ventormenta, quizás allí pueda rehacer esto de nuevo y vengar la muerte de mis amigos, mis hermanos... La cosa no se va a quedar así.

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