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Murdoch

Hathael

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HATHAEL

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 Nombre: Hathael.
 Estatura: Un metro y ochenta y cinco centímetros.
 Peso: Ochenta quilos.
 Edad: Ciento cincuenta inviernos.
 Raza: Quel'dorei.
 Origen: Quel'thalas.
 Ocupación: Trampero; montaraz.

 DESCRIPCIÓN FÍSICA:

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Alto y esbelto; nervudo y fibroso. Hathael es un elfo de facciones duras y semblante pétreo, con algunas cicatrices esparcidas por el cuerpo, y una mirada fría e impertérrita que logrará incomodar a más de uno. Luce larga melena azabache; lacia, y adornada por un par de trenzas, y una discreta perilla descuidada en el mentón. Su voz es sosegada, grave, y un poquito quebrada.

Porta un ajado peto de cuero, junto con otros ropajes harapientos y gastados, sembrados de parches, remiendos, polvo y lodo. Siempre de colores sobrios. 

En el talabarte pende la espada, y a la espalda, el arco y la aljaba.

 

• CARÁCTER:

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Nuestro Hathael es un lobo solitario, acostumbrado a la indómita soledad de la espesura. Sombrío y taciturno; estoico y adusto. Parco en palabras; quizá por ello aborrece a los charlatanes y a los aduladores, que tanto gustan de hacer filigranas con la lengua para agradar a los oídos ajenos. Aprecia la sinceridad por dura que esta pueda resultar.

Puede ser frío como un témpano, capaz de arrebatar una vida sin duda o vacilación. A pesar de ello hace gala de principios firmes, y se quebrará antes que doblarse y traicionarlos. Odia la injusticia y a quienes la practican a diario. Es honesto, leal, y jamás traicionaría a un camarada. 

Se lo podría tachar de arrogante y altivo, pues suele mirar al prójimo por encima del hombro, y juzga a la mayoría de humanos con desprecio y desdén. 

• HISTORIA

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Un manto de otoño se muere a sus pies. Y sopla un viento frío por la ladera. Las primeras nieves ya han besado el suelo, y se amontonan en tímidos reductos esparcidos entre el vasto mar ocre de hierba y hojarasca.

Sus dedos acarician la pluma de la flecha; con suavidad alza el arco al tiempo que tensa la cuerda. Respira. Espira. Lentamente. Quinientos pies más allá la bestia pace y rumia. Respira, y espira. Una vez más. Y la flecha vuela, cortando el aire.

Luego un gemido lastimero se eleva en la soledad de la tarde, antes de que la criatura caiga desplomada. Ha sido un tiro certero, pues la punta ha atravesado el cuello. El elfo se acerca con paso cauteloso mientras su presa no deja de sacudirse en el suelo. No puede evitar perfilar una sonrisa de satisfacción; un venado siempre es buena caza. Y el invierno está cerca.

[…]

Cae la noche y él se calienta a la vera de la hoguera; las llamas danzan mecidas por la fría brisa. Vuelve a nevar. Pronto todas esas lomas quedarán bajo un inmenso manto blanco, y las presas comenzarán a escasear. Pero Valdecuerno está cerca. A tres leguas según el mapa. 

<<Mañana será un día largo>>, piensa.

Remueve la hoguera. Y se queda mirando las llamas mientras un sopor dulce agarrota sus músculos y le embota el sentido.

[…]

Despierta de golpe, sin recordar en qué momento cayó dormido. Ya no nieva, pero todavía está oscuro. Algo repica alrededor. Cascos de caballos batiendo la tierra Cerca; muy cerca. Atisba a ver tres antorchas titilando en las tinieblas cuando se yergue. Comprueba que la espada sigue en la vaina; en su cinto. 

¡Alto en nombre del rey!—brama uno de los jinetes.

Él permanece erguido, con la diestra reposando en el pomo de la espada, hasta que los tres jinetes se acercan.

¿Sois vos ese al que llaman Hathael?—inquiere el hombre, con una pésima pronunciación.

Lo soy. ¿Quién lo pregunta?—responde, severo.

Ser Roderick Allister; banderizo de lord Hammont Preeslan, señor del Seto de Piedra.—pronuncia, con el ceño circunspecto— Y estos son Merlon Brennan, y mi joven escudero, Garry de Thin.

El caballero desmonta, con aire pesado. Es un hombretón de espesa barba parda, pasados sus cuarenta, que escudriña a nuestro elfo a la luz de la antorcha. Antes de señalar con el guantelete el cuerpo del venado, mal envuelto en una manta húmeda.

Una campesina asegura haberos visto dar caza a la bestia en tierras de mi señor. Es el tercer venado que robáis.

En ese caso, Ser Roderick, decidle a vuestro señor que nada más ha de temer de mi. Me dirijo al este y no tengo intención de volver sobre mis pasos. —alterna la mirada, entre cada uno de los tres hombres—. Decidle también que si anhela venado en su mesa, salga presto de cacería, porque esta bestia me pertenece y estoy dispuesto a negociar un precio, pero no a entregárosla a cambio de nada.

Me temo que no lo entendéis, elfo.—el hombre perfila una sonrisa tensa, mientras acaricia la empuñadura—. No hemos venido a hacer negocios, sino a prenderos para que respondáis de los crímenes de los que se os acusa.

Hathael espira algo de aire. Y vuelve a repasar a los tres hombres con la mirada. De pronto, en un súbito movimiento desenvaina la hoja, y antes de que el Ser tenga ocasión de interponer el acero rasga su vientre bajo el peto, haciendo que las tripas se desparramen por la campiña. Uno de los hombres espolea al penco, y desenvaina la espada; un tajo oscila en el aire, pero el elfo consigue apartarse a tiempo. Agarra al jinete por el jubón, y de un tirón brusco lo hace caer al fango, donde el filo atraviesa sus entrañas.

Para entonces el joven muchacho ya ha picado espuelas en la dirección contraria, y Hat corre hacia su arco. Alcanza una flecha de la aljaba. Tensa, inspira, y suelta.

La silueta cae derribada algunos metros más allá, colina abajo. Y Hathael lanza un suspiro hondo.

Vuelve a nevar, y el elfo se aleja a lomos de uno de los corceles; con la bestia amarrada por la cornamenta. El sol despunta por las lomas, mientras un millar de pensamientos le cruzan la cabeza. 

[…]

A decir verdad, nuestro elfo vino al mundo en Quel’thalas, en el seno de una familia humilde. Su padre, y su abuelo antes que él, habían consagrado sus vidas al servicio del Alto Reino; y siendo así a nadie extrañó que siendo poco más que un rapaz el joven Hat siguiera los pasos de sus ancestros y se alistara en el ejército.

Durante algún tiempo los menesteres que su patria tenía reservados para él estaban lejos de ser honrosos. Malgastó muchos días cavando fosas, limpiando letrinas o engrasando las armaduras de sus hermanos de armas.

Tuvo el honor de curtirse cuando una vez más las belicosas tribus amani hicieron peligrar la frontera meridional del Reino. Hathael marchó junto al Cuerpo de Forestales en una campaña de pacificación que no sería sino la primera de muchas, en la que pudo comprobar la crudeza del conflicto.

Pero volvió vivo, y volvió entero. Poco después contrajo nupcias con una joven, hija menor de una modesta familia de artesanos de la capital. Cuando partió de nuevo a la refriega ella ya se encontraba encinta. Regresó al hogar poco después del primer parto. Vendrían cinco más. Tres críos sanos y fuertes, y dos niñas preciosas.

Y así los años pasaron, lentos pero impasibles, hasta tornarse en décadas. El salario de un humilde soldado no podía dar mucho de sí; y la familia vivía hacinada en una pequeña casita en Puntaestrella; un villorrio empobrecido y adusto en lo más profundo del bosque, desprovisto de muros y adoquines. A muchas leguas de allí, tras los muros de nácar y marfil, la orgullosa ciudad de Lunargenta se alzaba gallarda. Algún sabio no sin razón llegó a decir de ella que era la perla más bella del mundo conocido.

Cuando la gran calamidad de la Tercera Guerra llamó a las puertas de tan antigua ciudad, Hathael fue llamado a filas; y partió presto a la defensa de su tierra. Pero todo intento era inútil. Derrota tras derrota, el Azote avanzaba imparable por los bosques del Alto Reino, segando millares de vidas a su paso. Su familia, como tantas otras, cayó a manos de las hordas de no-muertos.

Herido, roto y solo partió junto a muchos otros elfos en busca de refugio; al sur. La mayoría perecieron en el camino, pero Hat vivió para llegar al Valle de Quel’danil, en el corazón de las tierras salvajes del continente. Allí pasó varios años, convertido en trampero y cazador; moviéndose por la foresta en busca de presas, sin que faltara la ocasión para entrechocar el acero contra el ancestral enemigo amani.

Pero las cosas se torcieron, y tras un grave entuerto, nuestro elfo fue condenado al exilio por sus congéneres. De tal suerte que cabalgó aún más al sur hacia las tierras humanas del Reino de Arathor. Se unió a una compañía de hombres libres y puso su espada al servicio de cualquiera que pudiera pagarla. Las más de las veces se dedicaban a dar caza a salteadores de caminos, rufianes, o partidas troll desbocadas; pero a la llegada de un frío invierno, con los bolsillos y los estómagos vacíos, sus hermanos de armas no tardaron en comenzar a extorsionar y saquear al populacho. Después de una seria discusión Hat abandonó la compañía, y se dedicó a vagar solo por las ásperas planicies de Arathi.

Vivía de la caza, y solo rara se acercaba a las aldeas para comprar algunos pertrechos o tratar de malvender algún fardo de pieles. De cuando en cuando los campesinos hacían colecta para pagar sus servicios, tal vez para ahuyentar a una manada de lobos voraces que diezmaban los rebaños, o dar muerte a bestias mayores; tales como osos de cueva, raptores moteados, o arañas gigantes.

Así fueron sus días hasta el desgraciado incidente que le hizo enemistarse con un señor local. Prófugo y fugitivo cabalgó hacia el sur. Tan al sur donde aquellos hijos de Strom no pudieran hallarlo.

 

 

Editado por Murdoch

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