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Gauss

Matho

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Banda sonora

 


 

FICHA DEL PERSONAJE

Nombre: Matho.
Raza: Humano.
Sexo: Hombre.
Edad: Treinta y tres años.
Altura: Un metro y ochenta y cuatro centímetros.
Peso: Ochenta y un quilos.
Lugar de nacimiento: Algún rincón en el cuerno sur de los Reinos del Este.
Ocupación: Espadachín, cazarrecompensas.

 

 

DESCRIPCIÓN FÍSICA

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Alto, algo nervudo. Con la complexión de alguien que ha blandido un filo desde temprana edad.
Su rostro es delgado y huesudo, su nariz curvada y estrecha.

De cabellos azabaches y recortados, aunque habitualmente revueltos, exhibe una calvicie incipiente. Sobre la tez tenuemente tostada se perfilan un bigote y unas densas patillas. Bajo unas cejas un tanto frondosas, reposan un par de ojos azules y de aspecto cansado. Estos a su vez dejan colgar unas ojeras amplias y renegridas, señal inconfundible de alguien que duerme poco y bebe mucho. El naciente amarillear de sus dientes quizá pueda ser achacado al pitillo que acostumbra a bailotear entre sus labios.

Sería, sin embargo, un hombre posiblemente atractivo en otros tiempos, mas la edad y los hábitos que le corrompen no han sido clementes.

Suele pasearse en jubones y camisolas simples, aunque en buen estado. Del talabarte siempre penden estoque o sable, junto a un par de llaves de chispa y alguna daga.

 

 

 

PERSONALIDAD

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Un hombre roto por sus propias decisiones y las de los demás, cuenta con menos amigos de los que se pueden encerrar en un puño. No obstante, dista de ser hosco y esquivo, y gusta de la compañía casual en el beber y en el pelear. En ocasiones peca de charlatán, aunque le agrada pensar que no es ningún bocazas. Es precavido en sus confianzas y discreto en sus acciones. Acostumbra a guardar ciertos modales con quien le es completamente desconocido.
Muchas han sido las veces en las que ha sido acusado de entrometido, pues gusta de fisgar en los asuntos que no le conciernen.

 

Un cierto espíritu subversivo reside, latente, en sus entrañas, pues clama haber visto suficientes injusticias para diez mil vidas. Una torcida brújula moral guía sus pasos, una que le implora no matar o dañar a inocentes, pero que le impone hacer lo necesario cuando hay algo de importancia en juego. Sus metas distan aun así del oro o la fama, y una notable inapetencia existencial riega sus noches, pues, a pesar de no depositar su fe en divinidades ni en cultos, sospecha una suerte de retorcido sino para cada una de las criaturas conscientes que pueblan el mundo. Uno que, muy para su enojo, ha sido hasta ahora incapaz de discernir.

 

Espabilado y leído, sus intereses oscilan desde la astronomía y la historia hasta los juegos de manos y las cartas.
Los vicios de la carne no han logrado hacer mella en él del mismo modo que la bebida, los opiáceos y el tabaco que asfixian sus días.

 

 

 

HISTORIA

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Salió despedido contra la mesilla pegada al camastro, sin saber bien de quién había recibido el empujón. Al alcanzarla, en lugar de escuchar el crujido del mueble al desplomarse sintió un golpe seco y sordo, seguido por un latigazo de dolor a lo largo del lomo. Los músculos de su cara se contrajeron en una mueca al mismo tiempo que los de su espalda.
Antes de que le hubiese dado tiempo a recomponerse, aquellos hombres le dieron una segunda razón por la que quedarse donde estaba. Esta vez, un puño cerrado se había estampado contra su mandíbula con la fuerza de cien gigantes -o así se le antojó a él-, e inmediatamente después una coz de quien pareciera llevar unas botas de suela revestida en hierro le revolvió los intestinos. No sólo le pitaban los oídos, le ardía el pecho y babeaba sangre, también debía enfrentarse al aciago destino que parecía aguardarle: aquellos granujas no estaban allí para desvalijar sus aposentos o para darle una lección de humildad, ni siquiera perseguían arrancarle información alguna.

 

No, lo que les movía no eran ciertamente ni el oro ni la lealtad. Se trataba de algo más remoto. Un sentimiento sepultado en lo más hondo de sus corazones, aferrado a ellos, que se había negado a ceder durante todos estos años. Iba más allá del tradicional ajuste de cuentas. Esos desgraciados querían arrebatarle su vida e iban a hacerlo de forma sucia, descuidada. No por dejadez o ineptitud, sino como muestra de desdén. No merecía una muerte digna y breve.
Es por ello que, al elevar la mirada hacia ellos, no vio a dos hombres altos, talludos, de tez morena y prendas apagadas. Percibió, en su lugar, a una pareja de demonios, como sacados directamente de su pasado, que habían venido a destruirle, a despojar a este mundo de toda señal de que alguna vez él lo pisó.

Fue entonces cuando recordó.

 

Varias veces durante su vida Matho se había vanagloriado de no ser vástago de patria alguna, de haber visto la luz por primera vez mecido por las olas del océano y respirando sus brisas. Aquellas palabras jamás fueron habladas con completa franqueza.
Su madre, hija de algún capitán que no cayó ni en gloria ni en pena para los anales de la historia, había pasado, sí, alguna que otra quincena en alta mar. Fue en alguna de esas travesías en la que un tripulante sin nombre, un canalla cualquiera, aunque joven y hermoso, cautivó a la dama. Bastó una noche pasional y una lengua presumida para que al día siguiente el mozo fuese lanzado por la borda, y nadie jamás pronunciase una palabra al respecto.
El crío, aun así, salvó la vida. El capitán resolvió que el mejor pretexto para mantener a la mujer alejada de los peligros que acechan los mares y las naves que los surcan era atarla a tierra firme hasta la concepción del pequeño.
De esta suerte la criatura vino al mundo, envuelta en los linos que la comadrona de cualquier venta de cualquier bahía del sur del continente había tenido a bien de proveer. No obstante, la madre no fue tan mimada por los designios de la fortuna y sucumbió mientras daba a luz, engendrando pues la absoluta ira del ya senil capitán, cuya hija había sido durante ya demasiados veranos el único amor que había conocido y el solo consuelo ante las adversidades de la mar.

 

Dirigió así el corsario su navío hacia la cala donde meses atrás había dejado a la cría, decidido a acabar con la vida del infante y liquidar por fin la semilla negra que aquel marinero había plantado en su apellido. Las noches se deslizaron una tras otra, oscuras, silenciosas y punzantes de dolor. Saturadas de pensamientos nefastos acerca de cómo devolver el tormento que había sido forzado a soportar. La mano no le temblaría, se aseguraba cada vez que yacía en el lecho con los ojos fijos en el techo, en el momento del sacrificio del pequeño.
Por supuesto, los acontecimientos no podrían haberse sucedido de forma más opuesta. Para su brevísima edad, el niño debía ser el vivo reflejo de su madre, pues el mismo hombre que había concebido su muerte con tanto afán supo en el momento en el que dejó caer sus ojos sobre él que viviría.
Viviría, sin embargo, alejado de él y de su tripulación, de su barco y, con algo de suerte, de los mares. Alejado de todo lo que había conducido a ese mismo instante. Uno de los tripulantes más longevos, otrora encargado de la contabilidad de la tímida flota, asumió en su deber la cría e instrucción del chiquillo.

 

Creció pues el muchacho rodeado de sables, pistolas y arcabuces, de compendios y de manuales, de números y de astros. El marino supo ilustrarle en todo aquello en lo que alguna vez él mismo se cultivó. Hizo un buen trabajo en mostrarle la historia del mundo y la de su propia familia, la geografía de las tierras exploradas y las leyendas de aquellas que jamás habían sido pisadas.
Rozando la mayoría de edad, las ínfulas de la mocedad ya habían aflorado y, creyendo nadar en un océano de conocimientos y experiencias, partió hacia el norte, lejos de las selvas y puertos que le habían visto crecer, hacia la si cabe más salvaje realidad de los Páramos.
Allí fracasó, como cualquiera lo suficientemente demente como para haberlo intentado, en juntar la más diminuta pizca de oro o de fama. Supo entonces que, a pesar de la educación que el vejestorio le había concedido, carecía de más meta que errar por aquellas yermas, violentas llanuras. Comenzó a obrar en aras de apagar el hastío que le inundaba. Las compañías que se granjeó, las jornadas que transcurrió en las fondas más deplorables del Reino y los actos que le encaminaron hacia el momento en el que aquellos dos hombres se disponían a matarle a golpes, fueron, al final, poco más que una evasión de la realidad que parecía empeñarse en acorralarle. Una realidad que, cuando no era tediosa, era violenta y despiadada, plagada de abusos y contrasentidos.

 

Consumió los primeros veranos de la segunda década de su existencia en no mejor estado del que había disfrutado al concluir la anterior. Y, como se acostumbra a hablar, la gota que colmó el vaso estaba a la vuelta de la esquina.
Despertó, aturdido, en el suelo de una choza, sin nada más que una vieja camisola de paño, unos pantalones ajados, unas botas cubiertas de salitre y un sable al cinto. A su derecha yacía una mujer joven, de cabello pajizo y facciones angulosas, envuelta en un manto de prendas ensangrentadas. Llevaba muerta varias horas.
Nuestro hombre se incorporó con torpeza, palpándose el cinto. Con el mundo dando vueltas a su alrededor. La hoja que pendía del talabarte estaba teñida de escarlata, y en sus pies reposaba una botella sin etiquetar. El líquido en su interior goteaba sin cesar. Volvió a mirar a la mujer, con un nudo en el estómago. Jamás había matado. No aun. Él jamás habría hecho algo así. Y desde luego no por una cogorza.
Algo en todo eso le fastidiaba. Una sensación irritante, en la parte anterior de su cabeza. Un pensamiento con el que tendría que aprender a convivir en los años venideros. La botella a sus pies aun derramaba licor.

 

 

 

Editado por Gauss

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