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Psique

Ava O'Neill Gallagher

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Nací en la conclusión de una historia ya masticada y digerida que era poco más que un recuerdo ahogado en pesar. O eso pensaba él, porque resultó que mi madre jamás le perdonó el robo de su vida, cuando incapaz de comprender lo que ocurrió, la llevó arrastras muelle abajo y la metió en un camarote con más indeseables que buscaban lo mismo que él: alejarse y obviar. Lejos de Cantotormenta, lejos de ese extraño culto.

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Pero ella seguía escuchando la melodía.

 

Recuerdo que en la playa, me invitaba a meterme en el agua hasta la cintura, se ponía detrás de mi, envolvía con su mano mi oreja derecha y pegaba a mi izquierda una caracola ovalada con el lomo en sierra. Me decía “hija mía, somos agua, sal y óxido”, y la escuchaba. Atendía a sus palabras por encima del ruido que repetía la caracola, como si jugase a ver si podía escucharla aún así. Luego, le preguntaba qué quería decir. Ella simplemente, me miraba con una sonrisa paciente.

 

Una mañana con la resaca del mar y el cielo gris, repitió ese proceso, recitó esas palabras con lentitud y afecto mientras me acariciaba la cabeza. Pero no las escuché aquella vez. Me quedé escuchando la melodía de la caracola.

 

Siempre era el mismo recuerdo, la misma canción.

 

No podría explicarte lo que vi y entendí en esa fractura de la realidad tal y como la entendía hasta ese preciso instante. Me faltan símbolos y capacidad del lenguaje para siquiera atreverme a intentarlo. Pero algo es seguro: había entendido qué quería decirme, no ella, sino esa carcasa hueca de animal marino. Su recuerdo.

 

Miré al horizonte, donde el mar y el cielo tempestivo se difuminaban, y juro que no había distinción ninguna. Esa noche, soñé que me caía a un océano infinito, y que la oscuridad tiró de mí hasta que me encontré medio succionado en un lodazal, con un cielo negro aun a pesar de que el sol brillaba incandescente, como si este reflejase la negrura del páramo al que fui a parar. Hasta el astro parecía tener miedo de enseñarse, azulado y empañado. Me removí, como si mis piernas hubieran olvidado cómo caminar, arrastrándome entonces. Trepaba por la horizontalidad como se nada hacia la copa de un árbol: sin sentido. La estaba viendo, frente a mi, esa caracola de lomo dentado que subyacía sobre el lodazal. Necesitaba cogerla por necesidad imperiosa, una que no entendía. Y con la misma lógica, me la acerqué al oido, cerrando los ojos, buscando ese recuerdo como si fueran las faldas de mi madre.

 

Y ahí desperté, con la endemoniada figura de mi madre a contraluz frente a mi cama, con la caracola pegada a mi oreja izquierda, pero sin su otra mano tapándome el opuesto.

 

No había nada que preguntar.

 

Mi padre decía que aquellos hombres le hicieron mucho daño. Que la sumieron en una demencia fanática hacia las frías aguas, y aquello que se esconde en sus profundidades. Él no lo entendía, no tenia sangre de Kul Tiras, criado bajo un único credo claro y resplandeciente. Pecaba de lo mismo que cuando yo era pequeña: de intentar armar con palabras una lógica subyacente, cuando nuestro idioma se fundamenta en nuestra manera de entender el mundo, no en cómo es realmente. La alarma de lo que mi madre hacía conmigo a sus espaldas no tardó en anunciarse, y me prohibió bajar a la playa con ella. Aún a pesar de mi desobediencia y las discusiones con mi padre, no hubo manera humana de privarme de aquel nuevo placer, de ese breve exilio donde la tierra ya no tira, sino que es el mar el que te mece.

 

Los años y esa sirena llenaron mi cabeza de preguntas sin sentido. Notaba como mi entender se peleaba con lo que no podía ser explicado. Me generaba incógnitas que no podía resolver. Mi lucidez me estaba volviendo loca. 

 

Con el llamado de la Madre de las Mareas, mi destino se desplazó hacia el santuario de los Sabiomar en Cantotormenta, y allí, empecé mi instrucción como una niña más que había sido salpicada por los mares a pesar de la desaprobación de mi padre. Sencillamente, mi madre una noche, me sacó de la cama, tomó un bote y me llevó hacia aquel retorcido santuario, entregándome a aquellos hombres entogados.

 

Mi madre me vió marchar desde la orilla, con el agua hasta la cintura y la caracola en la mano.

 

Los años y el desapego hicieron que se perdiera en mis recuerdos, y una sórdida mañana de tormenta nos dejó solos. La busqué. Recorrí la playa, la aldea, el bosque y hasta las aguas, pero ni rastro encontré hasta que peiné los acantilados dispuestos a cada lado de la cala donde teníamos nuestro hogar. Ahí, sobre una roca enfrentando el viento furibundo estaba su caracola. Me asomé al acantilado, persiguiendo una posibilidad, pero sólo las olas contra la roca me respondieron.

 

Pero seguía escuchando su melodía.

 

El mar sedimenta nuestros recuerdos, los guarda por nosotros incluso cuando ni rastro queda de ellos. Los barcos van a alguna parte cuando el mascarón se rompe.

 

Nos sorprendió una tormenta una mañana años después. Agitados, nos atamos al mástil y rezamos por nuestras almas a la Madre de las Mareas, hasta el más canalla de nosotros juntó las manos e hincó la rodilla ante ella suplicando por salvarse.

 

El granjero adora el campo, el cura su iglesia, y qué decir de aquel que ha bañado en sal y arena su piel toda la vida. Quedarse ahí es aceptar ser un ignorante. Al final todos levantamos la cabeza para mirar: el granjero ve a su señor dueño de las tierras que hara, el cura ve a el resplandor de la Luz entre sus manos y el marino sumerge la cabeza, bucea, y si no lo hace, lo hará la tormenta. La Luz no iba a salvarnos, este no era su reino.

 

Mi padre gritó por mi entre los gritos del mar y el crujir de la madera. Pero yo ya había dejado de escuchar sus palabras.

 

Busqué la melodía de la caracola contra mi oído.

 

El mar nos engulló y caí a sus facues. Pero no fue tan terrible la realidad como lo que vi removiéndose entre las aguas. La criatura había hecho buena presa ese día, era… Algo, monstruoso, una bestia marina como ninguna.

 

El mar me tragó y me escupió a la orilla sin saber cómo. Y trepé por la arena como nadaría hacia la copa de un árbol. La pierna no me respondía. Me invadió la boca el regusto a óxido y a sal. Pero estaba a salvo, creía.

 

Apoyé la espalda contra un bote varado y busqué en mi gabardina esa dichosa caracola, el fetiche de mi paganismo, el que un loco gritaría que me había salvado, pero en su lugar encontré la petaca, la morfina de mis días malos, cuando mi lucidez se removía contra la inefabilidad.

 

Miré las aguas.

Alcé la petaca a su salud y bebí.

Mi vergüenza imperdonable marcando mi vida para siempre.
Los Sabiomar no lo entenderían.

El mar no iba a ceder por mi en la tierra.

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- Asunto de libros

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Advertir/Notar, Buscar, Fauna (animales marinos), conocimiento/historia (Imperios Trols)

- Erebus

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reflejos, pistola de chispa, buscar, advertir/notar, resguardo oceánico, voluntad, nadar, sigilo y fauna marina. 

 



Eventos mastereados

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- La magia de los Otros

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Pistola de chispa, defensa, reflejos, advertir/notar, Conoc/Hist. Reinos Humanos, Conoc/Hist. Magia Oscura, Navegar.

- En el viejo camino hallaremos la redención

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Epílogo

Capítulo I
Advertir/notar, defensa, reflejos, pistola de chispa, espada ligera, rumores, voluntad, Conc./Hist. Magia Oscura

Capítulo II
Pistola de chispa, defensa, reflejos, advertir/notar, voluntad, Choque de Viento, Conc./Hist. Magia Oscura.

Capítulo III
Reflejos, Defensa, Pistola de Chispa, Llamada elemental, advertir/notar, voluntad, Conc./Hist. Magia Oscura.

 

 

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