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Psique

[Historia] Emelina "M" Allué

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- [...]Maldita chiquilla, ni a varazos vas a aprender. Habrase visto…-La verborrea de la sor continuaba como el zumbido de un tábano en verano contra una ventana. Y mientras fingia escucharla, no podía dejar de mirar la verruga que tenía en la mejilla. Se movia con cada mordida al aire, y ese pelo negro que salía justo del centro le daba asco, pero se reía de ella por tenerla. Cuando no estaba delante, claro, que no era tan tonta como la sor se pensaba.-¡¿Me estás escuchando?!

- Sí, sor Eugenia.-Mintió bellaca. La monja le tiró del brazo y la arrojó dentro de la cocina, donde el resto de monjas miraban el lamentable espectáculo.

- De aqui no te mueves hasta que saques hasta la última costra requemada de las ollas. Y pobre de ti como me digas que si y no cumplas.

- Sí, sor Eugenia.-Le dijo en un recital tan mamado que apenas sonaba diferente de una vez a otra.

 

La monja cerró la puerta de la cocina del hospicio de un portazo. Eme rodó los ojos, cogió el cepillo y se puso a frotar la cacerola, manteniéndola en el sitio entre sus dos piernas sentada en el suelo.

 

- Emelina, hija… -Empezó sor Merina, la mayor.- ¿Qué fue esta vez?

- Habrá vuelto a abrir el gallinero por la noche y se habrán escapado las gallinas.-Dijo sor Marga, más joven, con una nariz ganchuda y un tono rasposo de voz. Entre los niños la llamaban “sor Urraca”.

- No he hecho nada.-Dijo Emelina con cansancio. El requemado iba a dejarle las manos bonitas por intentar quitarlo. Se chupó el dedo cuando la ya de por sí roída uña le empezó a sangrar por hacer fuerza.-Pero no me creen. Ha sido el tonto de Hugo.

- Emelina, ese vocabulario.

- Ese retardado de Hugo.

- Emelina.

- ¡Que ha sido él!

 

Les dio la espalda siguiendo con su trabajo, enfurruñada con la vida. No era del todo una mentira pero tampoco era la verdad más franca. Esa mañana, estaba como solía perdiendo el tiempo con Hugo e Iván en el monasterio, y Hugo la retó a acertarle con una bola de pintura al fraile Gregor. Lamentablemente mandaron a los soldados tras ellos y Hugo le hizo la jugada maestra en el callejón, así que la pillaron sola. Que se preparasen, porque como se los cruzase…

 

Las monjas siguieron parroteando sus cotilleos y sus cacareos incesantemente mientras preparaban la masa para el pan de mañana. Empezaba a anochecer en aquel momento. Las luces anaranjadas sobre las nubes que se filtraban por los ventanucos de la cocina mientras el aroma del pan flotaba en el ambiente. Y seguiría frotando mucho después de la cena, incluso más allá de la medianoche.

 

El ritmo de las cepilladas iba en descenso, estaba cansada y le molestaba el labio que se había partido por un tropezón durante la carrera. Apoyó la mejilla sobre la olla y se quedó mirando la noche al borde del agotamiento, parpadeos pesados y ensimismamientos dispersos.

 

Tenía un vacío ahí, a la altura del estómago. Siempre le nacía cuando tras pillarla en alguna de sus inocentes fechorías, pasaban las horas durante el castigo. No recordaba bien como era antes, pero hasta donde le alcanzaba la memoria, ese hueco no estuvo siempre ahí. Y le molestaba sentirse de esa manera.

 

Se quedó dormida sin saberlo, y cuando se despertó adolorida la cara por el bronce de la olla seguía siendo noche cerrada. Había terminado el castigo, intuía, así que se levantó y fue a curiosear la cocina, buscando alguna golosina apetecible. No había cena tan siquiera, y sabiendo que sor Eugenia cerraba la despensa con llave, se contentó rollendo un par de cebollas que encontró sobre la mesa. Poco le alimentaban, pero le callaban el hambre.

 

La cocina seguía en penumbra, tan en silencio. Habrían preguntado por ella pero seguramente no se acordaron de despertarla, o habrían asumido que ya se habrían escaqueado. Y allí estaba ella, mirando su reflejo en las sartenes colgadas, Emelinas grandes, emelinas pequeñitas o deformadas por el acero abollado. Se miró el labio partido y con un trapo humedo se quitó la sangre seca. Se acordó del pan que esperaba para mañana, sabía como se hacían pero rara vez le dejaban meter las manos en los guisos, a lo sumo pelar patatas y lavar lechugas. Ya era una mujer legalmente, pero lo único que se les ocurrió hacer con ella fue tenerla de recadera, mensajera y dando vueltas arriba y abajo. Los peores días eran cuando se las pasaba sin algo que hacer, dando vueltas por el hospicio donde había pasado más de la mitad de su vida junto a otros huérfanos. A veces tenía suerte y la mandaban a ayudar a limpiar los establos de los canes de Tyr, y tenía excusa para rebozarse en barro y jugar con ellos. Alguna vez la habían dejado prestada a algún suboficial para que le asistiera en su vida diaria, pero le duraba poco.

 

Estaba aburrida. Siempre terminaba estándolo.

 

Las monjas espolvoreaban harina sobre el pan recién hecho para reducir la humedad sobrante, así que abrió el espolvorón y le echó unos buenos puñados de sal. Lo removió con una cucharita y lo dejó ahí como si nada.

 

Ya vería la forma de librarse mañana. Y se sentía un poco mejor por haberlo hecho.

 

Se deslizó por los pasillos del hospicio, evitando la guardia en el patio por el transepto y subiendo hacia las habitaciones. Dormían juntos, en habitaciones de cinco separadas chicas de chicos en cada planta. María ya dormía, e Isabella estaba rezando arrodillada frente a la cama con una pequeña vela titilante en la mesilla, rosario entre los puñitos. Tendría poco más de ocho años, y llevaba como Emelia toda su vida viviendo entre esos muros por la caridad de la Cruzada Escarlata en Tyr.

 

Eran tantos.

No solía haber camas libres.

 

Algunos tenían suerte y les acogía alguna familia, otros, la mayoría de ellos varones, al cumplir más allá de los doce eran alistados a la Cruzada para prepararse y servir como escuderos un tiempo antes de ser reclutas. Otros se quedaban totalmente incapaces de tomar decisión alguna sobre su propia vida, como le pasó a Emelina, siempre cogiendo toda oportunidad para mandarla al traste por aburrimiento.

 

Se arrodilló junto a ella, pidiéndole permiso para acompañarla en su rezo. Isa le dijo que rezaba por sus padres, a los cuales no volvió a ver tras la caída. Emelina, como siempre, rezó por su hermano pequeño, Ian, al cual no volvió a ver tras separarse en una evacuación de civiles.

 

Pero en el fondo sólo pensaba en los caretos que pondría mañana la gente al morder el pan salado.

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