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Murdoch

Larence de Vadociego.

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• Nombre: Larence de Vadociego.
Estatura: Un metro y setenta y nueve centímetros.
Peso: Sesenta y tantos quilos.
Edad: Veintiséis inviernos.
Raza: Humano del Norte.
Origen: Villa de Vadociego, Reino de Stromgarde
Ocupación: Vagabundo, espiritista.

APARIENCIA:

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Es todavía mozo joven y tal lozanía puede leerse en su rostro. Pálido como la teta de una novicia y desmejorado por los sinsabores de la existencia adusta: ojeras cárdenas, labios agrietados, y un puñadito de marcas, arañazos y rozaduras perlándole el rostro. Aún se adivinan sus rasgos suaves y proporcionados; hubiera sido quizá hermoso en otra vida, o lo fue en otro tiempo, pero semejantes detalles son cosas que ya carecen de cualquier importancia. Ni alto ni bajo, pero flaco y magro de carnes como tantos otros que han debido soportar el voraz acoso del hambre. 

Una melena larga y besada por el fuego desciende por su espalda; abundante, reseca y enmarañada. La barba, igual de taheña, ha brotado sin orden ni concierto en su mentón para lucir reseca y salvaje. Su porte es débil y enfermizo, y lleva esculpida a perpetuidad una expresión triste y melancólica en el ceño. Las palabras que salen de su garganta son suaves y leves, siempre parcas para los desconocidos.

Viste harapos de burdo pordiosero. Camisolas ajadas, gambesones macilentos, y botas maltratadas. A la espalda siempre el petate, donde carga sus escasas pertenencias; al cinto una daga herrumbrosa, y en la mano el viejo bastón de cedro que aliviana su eterno peregrinaje.

CARÁCTER:

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Larence es un joven roto. Y no hay palabra más certera y más precisa para apostillar el estado de su alma. Los caprichos del destino lo han arrastrado de aquí para allá como a un perro apaleado. Es un paria: un apestado que siempre ha preferido la silenciosa compañía de los muertos (de quienes jura haber aprendido mucho más) a la necedad de los vivos. Huraño y parco de palabras, acostumbra a ser esquivo con las gentes, precavido tras padecer en propias carnes sus aviesas intenciones, o el cruel repudio de sus semejantes.

Tiene un temperamento apacible y tranquilo, rara vez se enardece. Y es en buena medida ajeno a las ambiciones y placeres más terrenales que los hombres acostumbran a cargar en sus entrañas: no encuentra consuelo alguno en ferias y mercados, ni en fondas, mesones o lupanares. Sus días han sido siempre la áspera caricia del viento en el camino; y sus noches poco más que el lóbrego cobijo de la cripta o del camposanto, rodeado de la placidez del mudo silencio o de la enfermiza compañía de las almas que vagan al otro lado. De suerte que nuestro mozo, más que retorcido, malvado o cruel (vicios de los que aún adolece) es un desdeñado bicho raro.

 HISTORIA:

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En otro tiempo más lejano, y a buen seguro más amable, los hijos de Strom alzaron los muros y torreones de Vadociego, labrando el esqueleto del vetusto villorrio que desde antiguo guardaba, centinela y vigilante, el paso del arroyo. Más allá las adustas y desnudas laderas de las Tierras Altas se alargaban por los cuatro confines que el ojo alcanza, sobre onduladas colinas y viejos túmulos. Tanto el castillo como la aldea que se erigía a sus pies habían cambiado de manos más veces de las que cualquier cronista podría relatar. Por la pluma o por la espada, familias de uno u otro linaje habían ocupado (o usurpado, pues las palabras siempre dependen de quien las pronuncie) los salones de la modesta fortaleza en encendidas rencillas y lizas que más de una vez, de dos, y de tres, llegaron a tornarse auténticas carnicerías de saña fratricida.

Las antiquísimas glorias del Primer Imperio no eran más que un eco lejano y neblinoso, perdido en los recovecos de la Historia, cuando Larence vino a este mundo. Por aquellos días la casa Durham había ganado el legítimo derecho a regir la villa y su comarca, y el anciano lord Monn, patriarca de la estirpe, tenía la potestad (y los redaños) de proclamarse señor de Vadociego. Sin embargo, los juegos de poder y las intrigas políticas que llevaron al lord a la tumba más temprano que tarde no nos atañen aquí; no es esta una historia para cantar glorias de ilustres hombres de alcurnia, sino para hablar de las miserias de algunos de los que malviven bajo sus alargadas sombras y sus pesadas botas. Fredor, de Vadociego, veló y amortajó al señor; como tantas y tantas veces había hecho con los aldeanos, ricos y pobres, del villorrio. Y Fredor, de Vadociego, engendró también a nuestro Larence. Vida y muerte, en otra ocasión (y ya es la milésima) como caras de una misma moneda que algún poder caprichoso arroja al aire.  Fredor, de Vadociego, sin apellido ni estirpe, que tenía por costumbre el apostillar su nombre con el de la solemne villa que lo acogió, no era verdaderamente de Vadociego.

Las malas lenguas decían que había llegado (huido y proscrito) de algún otro rincón de Arathor con su retoño en brazos, tal vez para evadir alguna clase de pleito, ajuste o venganza en el terruño que lo vio nacer.  Algunos decían también que había servido como maestre para alguna ilustre Casa del Reino, antes de ejercer el innoble oficio del sepulturero; razón por lo que ciertamente parecía instruido en letras y saberes (y quizá también por la que siempre se antojó tan extraño y lóbrego a ojos de sus vecinos). Con el beneplácito de la casta regente el extravagante escribano se afincó en la villa, y se ocupó con celo del negocio de la muerte y sus entresijos: vigilando el camposanto, sus criptas y panteones, tallando ataúdes, tejiendo mortajas y cincelando nichos y lápidas; y por supuesto amortajando, remendando y concediendo digna sepultura a quienes se hubieran encaminado en el lúgubre viaje hacia su última morada.

Larence nunca supo donde nació. Ni quien lo llevó en su vientre antes de venir al mundo. Sus primeros recuerdos, lejanos y trémulos, fueron en las dependencias del mortuorio. En una cabaña de mala estampa alzada en mitad del camposanto, donde él y su infausto padre compartían los días, y las noches, con cadáveres frescos a la espera de ser cosidos, hilvanados, o siquiera adecentados para el regocijo de sus otrora bienamados familiares. Nacer hijo de sepulturero fue un estigma que hubo de cargar con humildad y abnegación; pues ya siendo bien rapaz padeció el repudio y el desprecio de los otros mocosos de la villa; quizá advertidos del oficio, tan inmundo como primordial, que tenía su padre.  Semejante mácula lo hizo crecer solo y apartado del resto; sin más compañía que el silencioso letargo de los muertos y de las (año tras año más trasnochadas) fabulaciones de su progenitor.

Fredor se esforzó por enseñar a su vástago a leer y a escribir, y por ilustrarlo en todos los saberes de los que tenía noción. Mas nunca albergó para su progenie propósito distinto al de heredar su oficio; y así, entre los relatos de la Creación del Mundo, las fábulas del Imperio caído, y los rudimentos de la geometría o la alquimia, Larence aprendió a suturar la carne hedionda, a ahuyentar con romero y lavanda la peste de la corrupción, y a preservar (o al menos intentarlo) la jovialidad de la vida en los cuerpos ya inertes a través de ingenios, ungüentos y potingues de toda ralea.

Pero el extraño sepulturero también legó a su hijo otra clase de conocimiento mucho más peligroso y desquiciante. Cuando lo juzgó lo suficientemente maduro (o cuando su propio seso se hubo reblandecido ya lo suficiente) inició al joven Larence en las artes de los muertos. Quizá palabras crípticas y vacías sobre los labios para los necios, pero que harán que las gentes de bien sientan un escalofrío en el espinazo que les erice los vellos. Larence fue instruido por el desquiciado carcamal para aprender a escuchar el murmullo de las almas en pena: primero díscolas y estridentes, y al final casi tan claras y tangibles como las palabras de los vivos. Y no solo fue tutelado por su necio progenitor para afinar el tercer oído, sino también el tercer ojo; aquel capaz de discernir lo que para otros resulta vedado e invisible, hasta tornar en igual de tangible (pese a lo etéreo de su forma) la visión de las almas penitentes. Aprendió cómo, cuando y dónde conjurarlas; llamándolas y atrayéndolas en los lugares marcados como un candil en la oscuridad atrapa a los mosquitos. Y aunque al principio el pavor se adueñó de sus entrañas ante tan escalofriantes relevaciones, pronto encontró mejor compañía en las cacofónicas letanías de estos seres que en la fútil palabrería de los desgraciados que caminan entre los vivos.

De tal suerte que, cuando el corazón del viejo y loco Fredor dejó de latir, nuestro mozo abandonó Vadociego. Tenía veinte otoños. Y vagó como un pordiosero apestado por los senderos y veredas de las Tierras de Arathor. Un peregrinaje sin rumbo ni propósito, que lo llevó de aquí para allá con los bolsillos vacíos: durmió poco en fondas y posadas (durante el gélido invierno buscaba el amparo de pajares, establos y porquerizas), pasó demasiadas noches a la cruel intemperie, o cobijándose bajo antiquísimas criptas y catacumbas ya olvidadas por el tiempo. Siempre creyó que sus sueños lo guiaban de alguna manera. Una extraña, confusa y retorcida que debía ser descifrada para adquirir orden.

Creyó que algo lo llamaba a los Reinos del Sur.  Y en la eterna ciudad de Stromgarde se las ingenió para colarse como polizón en un navío mercante. Tuvo la enorme fortuna de no ser arrojado por la borda al ser descubierto, sino echado gentilmente a patadas en el primer villorrio de la costa norte del Reino de Ventormenta en el que el balandro atracó para tomar provisiones. Continuó vagando por las Tierras del Sur como lo hizo en el indómito Norte; evadió la muerte en más ocasiones de las que podría contar con los dedos mientras la calamidad desgajaba las provincias. Y poco a poco se fue adentrando más y más en el corazón del Reino en busca de una tierra que aseguraban maldita, habitada por herejes, locos y parias de todo pelaje. Gente abominable y aborrecible; gente, en fin, como él mismo. Cruzó el gran río antes de que la Emperatriz diera orden de sellar las fronteras, en la tierra maldita serpenteó entre bandas de pordioseros desesperados, y menguados cultos de profetas paganos y heraldos del fin de los tiempos. Cambio entre unos y otros; conservando la vida con la mentira y la cautela como únicas armas. Hasta que tras un desafortunado entuerto se vio perdido y solo, en el corazón de los bosques del Ocaso.

 

Editado por Murdoch
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