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Galas

Charlotte Magdalena Schneider - Sendas Luminosas

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Charlotte Magdalena Schneider

La Monja

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  • Nombre: Charlotte Magdalena Schneider
  • Raza: Humana
  • Sexo: Eclesiástica
  • Edad: 16 años (Nacida en el 16 D.d.P)
  • Altura: 1,63m
  • Peso: 48 Kg
  • Lugar de Nacimiento: Costasur, Reino de Lordaeron
  • Ocupación: Novicia de la Santa Iglesia de la Luz

 

 

 

Descripción física

Charlotte es una muchacha joven, de apariencia saludable, de carnes blandas y altura promedio. Su rostro se encuentra en las últimas etapas de la juventud, en transición hacia la adultez, sin mostrar especial armonía alguna. A la contra, sus rasgos son redondeados, de nariz pequeña y mandíbula que carece de la elegancia y altiveza de doncellas de mayor cuna.

Sus ojos son de un profundo color verdoso, de una tonalidad similar al pistacho, engalanados con unas oscuras y gruesas cejas, que acompañadas de una melena de color marrón roble enmarcan el rostro de la joven muchacha.

Su forma física carece de interés alguno. Su vida en el Monasterio hace que carezca de físico desarrollado alguno, y una saludable capa de grasa, bien alimentada más no exagerada, reposa bajo su piel tersa y joven, de una tonalidad neutra, ni pálida ni morena.

 

Descripción psicológica

 

La novicia de la Luz conocida como Charlotte es una muchacha educada en la entrega hacia los demás, la abnegación, la empatía, el respeto, la compasión. Y ha interiorizado muchas de estas virtudes, incluida la de la inocencia. Más su inocencia no es la de aquella que permanece obnubilada por la vida, ajena a lo que ocurre a su alrededor, malamente fingida con fines funestos, si no la de aquel que, en su avispada y curiosa mente, no ha experimentado todo lo que el mundo tiene por ofrecer, y desea con ahínco ser partícipe de todas las maravillas que Azeroth tiene preparadas para aquellos de puro corazón.

Sigue sin embargo, siendo joven, y una testarudez y cabezonería que más de una vez aparece en los momentos menos oportunos es propio de la muchacha, que si bien es pronta a la hora de cumplir lo que se espera de ella, sumisa ante sus superiores, es dada a plantarse cual terca mula en su posición ante una situación cuya profundidad se le escapa, y ante la cual no se encuentra cómoda. Pese a todo, rara vez discute o se cierra en banda ante razonamientos bien argumentados, o justificaciones filosóficas sabias, pues como novicia de la Iglesia sabe que aprender de los demás es una de las mayores virtudes que la Luz ha concedido a sus hijos.

 

 

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Historia

 

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La abadesa y las hermanas superioras solían hablar de como antaño todo era mejor. Los nobles reyes, por cuyas venas corría la sangre de los grandes heroes del pasado reinaban con sabiduría y fuerza. Firmeza, pero justicia, con tenacidad y valor. Muchas noches, a la hora de la cena, mencionaban las épocas donde los campos se extendían verdes hasta donde alcanzaba la vista, donde las buenas gentes se saludaban en los grandes caminos, con rostros alegres y espíritus sinceros. Donde los grandes caballeros, engalanados en brillantes armaduras , protegían a las buenas gentes de Lordaeron de bestias, que si bien salvajes y horribles, sonaban lejanas, en las montañas o los profundos bosques, y rara vez suponían problema alguno para las gentes humildes. 

Por desgracia, yo era simplemente incapaz de recordar esas épocas. Es cierto que había leído, había escuchado, había asimilado. Las grandes pinturas en los humildes pasillos de piedra del monasterio, algunas de ellas más antiguas incluso que la abadesa. ¡Si es que tal cosa era posible!, reflejaban tiempos mejores. Amplias campiñas de plata y cristal, verdes y frondosas, tendidas ante el fugaz amanecer de un cálido sol.  

Pero jamás llegué a conocer esas épocas. Nací hoy hace más de dieciseis inviernos, en el año 16. No recuerdo a mi papa o a mi mama, pues siempre he vivido entre los muros de la abadía. Supuestamente me dejaron en una cesta, envuelta en mantas, una noche lluviosa de otoño. (Creo que no era lluviosa, o eso me dijo la Hermana Superiora Dolores, pero a la Abadesa le gusta un poco decorar sus historias alegóricas). 

Lo que sí recuerdo perfectamente es que desde que tengo uso de razón, el caos y la oscuridad han estado presentes en el mundo. Apenas estaba aprendiendo a caminar, cuando el Príncipe Traidor desembarcaba en las costas y destruia nuestro querido reino, antes de que fuese siquiera consciente de su existencia. No había ni experimentado la mitad del tiempo que he caminado por este mundo, y los antaño seguros caminos de Trabalomas se habían convertido en un hervidero de bandidaje.

Incluso en mi ignorancia, propia de una niña de monasterio, era capaz de percibir los cambios en el mundo que me rodeaba cuando abandonaba el mismo en el viejo carromato, con mis hermanas, en nuestros viajes hacia aldeas vecinas, ya fuese a comprar telas y otros materiales para nuestro hogar, a vender las artesanías que realizábamos, o a ayudar a los enfermos y desvalidos. 

La Hermana Mercedes siempre me decía que me quedase dentro del carromato, tras las telas, pero yo siempre buscaba asomarme. Observaba las grandes campiñas, pero el verde que había contemplado en los cuadros no estaba. La mayoría estaban agostadas, asilvestradas y abandonadas. Las cabañas no humeaban, hogareñas, llamando a los honestos granjeros a comer una copiosa aunque humilde comida, si no que de ventanas rotas y chimeneas extintas, eran pequeños cascarones vacíos de tiempos mejores.

Ya no había valerosos caballeros de plateadas armaduras en los caminos, si no cansados soldados y apabullados milicianos que con botas embarradas de cuero siempre nos aconsejaban precaución y no marchar nunca de noche por los desgastados senderos de las Laderas. 

Los mayores siempre hablaban de tiempos mejores. Algunas hermanas decían que había nacido en tiempos malditos, de dureza, tristeza, dolor y pena. Pero yo siempre he creído que la Luz ha bendito a los que como yo han nacido en esta etapa. Los escritos santos siempre hablan de como es en la mayor oscuridad donde crecen los espíritus más nobles. 

Nosotros, la juventud, somos la esperanza de que este mundo sea iluminado de nuevo con la paz y la justicia. La oscuridad, incipiente, prolifera en la ignominia de aquellos que se creen victoriosos. 

¡Las hermanas decían que era mero ímpetu juvenil! Que equivocadas estaban. Aunque en honor a la sinceridad, hubo un punto donde su insistente derrotismo camuflado como sabiduría benigna y bienintencionada llegó a minar mi espíritu. Pero todo quedó claro cuando hace apenas un año, la Luz acudió a mi llamado. ¡Lo se, lo se! ¿Por qué alguien tan joven recibía respuesta de la Luz? ¿Acaso las tribulaciones adolescentes han permitido la paz de espíritu, la liberación de las cargas? 

No sabría decirlo, aunque probablemente el haber vivido toda mi vida en el monasterio haya ayudado. Lo que sí se es que cuando aquella mañana de rezo y meditación aparentemente normal, sentí el cálido ardor de la Luz inhundar mi pecho. Su sacrosanta pureza invadirme y bañar mi mente y espíritu. Una tranquilidad que no creía posible dejarme sin aliento, anhelando más de esos instantes que jamás se repetirían. 

Recuerdo haber corrido, llorando, junto a mis hermanas. Al día siguiente, fui aceptada por fin como novicia de la Santa Iglesia de la Luz. Probablemente, fue el momento más feliz de mi vida, y mientras agachaba con humildad la cabeza para recibir la bendición de la Luz de la Abadesa, mi corazón se henchía de orgullo, pensando en la misión divina que la santa esencia había puesto ante mi. 

Llegó el día de mi Edad de Ascensión, cuando la niñez acaba y comienza mi edad adulta, y anuncié a la Abadesa mi intención de abandonar la abadía. Claramente, se enfadó, e intentó convencerme de abandonar esas ideas, pues apenas era poco más que una niña. Más yo estaba convencida. Sabía que como adulta, mi destino era solo mio. La Luz había marcado su camino ante mi, y debía de cumplirlo. 

Cuando me preparé para abandonar la abadía, no negaré que me pudo la tristeza, y entre abrazos, besos, lágrimas, y pasteles envueltos en paños tejidos con amor y cariño, llegué a titubear y plantearme el rechazar el mundo desconocido que se habría ante mí, y volver a la seguridad de los muros de la abadía.

Más al final, la convicción se sobrepuso, y con paso firme y bolsa de tela al hombro, engalanada con mis ropajes de novicia, abandoné el gran portón de madera para perderme por los caminos empedrados de Trabalomas. 

Mi destino me reclamaba.

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