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Psique

Tsubasa Toshida

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  • Nombre del Personaje: Tsubasa Yoshida
  • Raza: Pandaren
  • Sexo: Mujer
  • Edad: 26
  • Altura: 198
  • Peso: 168
  • Lugar de Nacimiento: El Alcor
  • Ocupación: Novicia del Shado Pan

 

- Descripción Física

Atlética, aunque esbelta, es una pandaren que con un solo golpe de vista entiendes que es rápida. Sus gestos y movimientos refinados y sutiles son como un eterno baile que la envuelven en una esfera refinada y elegante. Pelaje negro y blanco, de ojos muy rasgados y oscuros.

- Descripción Psíquica

Acompaña su manera de desenvolverse con una actitud pareja. Mesada en la mayor parte del tiempo, pero que dista de ser reservada. Es empática y confiada, a veces en exceso, muy segura de lo que hace. Por suerte suele encontrar la forma de disimular sus fallos con esa pizca de picardía encantadora. Es difícil alterarla, incluso en las situaciones más tensas se amolda a ellas como si no fueran tan importantes como uno se las toma.

 

 

Mi historia nace en una casa de fachada vieja y amplios salones.

Una casa refinada sin una familia propiamente dicha.

Todas mujeres, hijas de las artes y delicadas como el caer de una pluma. Un suspiro bastaba para alimentarlas, de las que se decía que podían dormir sin que su cabeza tocase la almohada. Labios carmesí, ojos rasgados y confidenciales sonrisas.

Una compañía. Mejor que ninguna otra.

 

Recuerdo dar pasos descalzos sobre el tatami, como un gato que a escondidas hurgaba en la casa de otro para hacerla suya con su caminar inquieto pero seguro. Asomar el ojo a través de las correderas del salón para ver cómo practicaban. Bailes suaves, música melodiosa y recitales adornados. Hasta verlas caminar era objeto de envidias. Yo, también quería ser como ellas, incluso mucho antes de ser mujer. Tampoco se me ocurría nada mejor en lo que convertirme, porque fuera de la casa vieja, todo eran tenderos humildes, taimados labradores y estirados guardias. Nada había tan hermoso, incluso siendo la peor de todas ellas.

 

Recuerdo que la dama de la casa solía reñirme por pillarme espiandolas. Era muy pequeña para entender en qué consistía el mundo que veía a través de esas puertas, o suponer lo que ocurría al ver las sombras contra el papel. Tras la reprimenda, me barría de vuelta a mis labores: ayudar en la cocina, encaminarme al rio con la ropa para lavarla o limpiar el suelo cuando no tenía recados que hacer.

 

Pero cuando ella no me veía y mientras las geishas practicaban en los salones, discretamente me colaba en el ropero para probarme frente al espejo uno de esos kimonos, que aunque me estuviera terriblemente enorme, yo me veía preciosa. Pintarrajeaba mi rostro con las pastas de colores y por un momento, fingía que de mi podía salir arte, tan celestial como hacían ellas. Decían que no tuviera prisa, que todo llega a su tiempo, que el melocotonero necesita florecer antes de dar sus frutos. Nunca fui paciente. Y a veces me costaba tener una pizca de prudencia. Pero era lo suficientemente pilla como para hacer lo que quisiera sin que nadie se diera cuenta -normalmente-.

 

Un día tuve la torpeza de derramar un bote de tinta sobre el kimono de la doña, y sin querer resignarme al castigo ejemplar que me caería por arruinar esa prenda para nada barata, lo envolví en una manta y me recorrí el pueblo buscando a quien pudiera ayudarme a limpiarlo. El problema de esa tinta es que una vez seca no había forma de removerla con agua. Mis apremiantes pasos me llevaron ante un viejo emporio de telas, donde se dedicaban a tejerlas y a teñirlas para venderlas a posteriori. La mujer que regentaba el negocio era una pandaren añeja de mirada lánguida y pelaje canoso elegantemente recogido en un moño alto. Se llamaba Tai Sha. Le expliqué lo que me había pasado y al ver el destrozo, empezó a reir. Luego me dijo que podía volver a teñir el trozo y recuperar el bordado que la tinta se había comido. Al verme ahí, rebuscando en mis bolsillos, asumió que no podría pagar el trabajo, así que con una sonrisa dulce me dijo que no me preocupase, que le devolvería el favor en otro momento.

 

Sorprendentemente, pudo terminar de arreglar el kimono antes de que cayera la tarde, y tan rapido como pude, volví a la casa para dejar donde estaba exhibida la prenda. Con curiosidad miré el pedazo que había arreglado, ¡seguro que nadie se daría cuenta! Como tampoco me di cuenta de lo que implicaban los favores en el mundo de los adultos.

Pasaron unos cuantos meses, y las mujeres de la casa empezaron a insistirle a la doña de que era buen momento para que empezase a instruirme. Y la verdad, parecía más fácil de lo que realmente era. Fuera de los ratos que pasaba en los salones, seguía haciendo de las mias en la casa vieja, al margen de las fiestas y los deberes que tenían ellas cuando el trabajo llamaba a la puerta. A veces, me escurría fuera de la cama y bajaba para espirar lo que hacían. Entre risas, licores, comida y bailes, ellas parecían adornar el festejo con su elegancia refinada. No había ojos que no se posasen en ellas cuando tocaban, hablaban o recitaban.

 

Noté una zarpa sobre mi hombro y ahogando un grito de susto, me quedé sentada mirando desde abajo al enorme pandaren que me miraba con una sonrisa algo hueca.

 

-Tú debes de ser Tsubasa, ¿verdad? No se yo de más gatos chismosos en esta casa.

-No soy una chismosa-le reproché-solo… bueno…

-No te preocupes, no se lo diré a nadie. Ven, acompáñame.

 

Asentí.

 

El pandaren llamado Tsu-ehn era el hijo de la tendera que me ayudó con el kimono. Me dijo que necesitaba que le devolviera el favor y que fue una suerte dar conmigo en ese momento. Me pidió algo relativamente sencillo: quería que vigilase a la doña cuanto pudiera, y que si la veía recibiendo una visita de un pandaren con una mancha en forma de aba en la mejilla derecha, pusiera un pañuelo rojo atado al poste de fuera.

 

Era fácil, ¿no? Y mucho más barato que pagarle a la mujer por las molestias. Me dio el pañuelo y se despidió de mi, mientras se encaminaba de vuelta al salón. Me lo quedé mirando mientras se alejaba.

 

Era como un juego.

 

Uno muy raro.

 

Mucha gente visitaba a la doña para cerrar tratos, o para tener charlas desenfadadas, nada fuera de lo común. Aunque seguía practicando, yo no era una geisha, y muchas veces tenía de atender recados o llevar el té cuando me lo pedían. Fue una tarde antes de cenar que a una de mis amigas, tan pequeña como yo o más, le pidieron que llevase el té. Y sí, le puse la zancadilla para que se cayera de camino. Mientras la pandaren le echaba la bronca por su torpeza, me ofrecí de muy buen grado a llevar yo el té, y dado que la doña no tenía excesiva paciencia ni perdón con las faltas de cortesía, me puso la bandeja, el té encima y me condujo a sutiles empujones hacia el pasillo. Me senté sobre mis rodillas dejando la bandeja junto a mi en el suelo y llamé a la puerta. La doña me dio permiso y entré con el té en las manos. Lo empecé a servir como me enseñaron, poniendo mucho esmero en ello. El pandaren hizo una apreciación más cortés que sincera por mi intervención. Cuando sonreía, la mancha de su mejilla se deformaba volviéndose un círculo. La doña me largó sutilmente de allí tan pronto como terminé mi trabajo. Mientras caminaba por el pasillo, saqué de mi calcetín el pequeño pañuelo que me había dado Tsu-ehn y me dirigí hacia la salida. Había dos geishas charlando frente a ella, así que no me quedó otra que salir a través del patio del otro salón. Trepé el muro por la parte “con truco”, donde un par de piedras se hundían lo suficiente como para permitir la escalada y una vez en la calle, até el pañuelo al poste de fuera. Esperé, por si ocurría algo, pero la calle estaba tan solitaria como yo ahí fuera. Volví a colarme dentro de la casa.

 

No entendí exactamente qué pasó en los días posteriores. Sólo que dos pandaren con bufandas rojas se llevaron a la doña y a dos más de las mujeres. El lugar intentó continuar con su actividad, pero había quedado tan manchada su reputación por la irrupción que poco a poco, las pandaren comenzaron a irse a buscar más suerte fuera del pueblo. Algunas se llevaron a sus hijas. Yo al parecer, me iba a quedar.

 

Una mañana mientras fui al mercado a hacer la compra, me encontré a Tai Sha. La saludé muy alegremente y le ayudé a llevar las cosas a casa cuando terminó de comprar.

 

-¿No les importará que te haya robado un ratito? No quisiera que te castigasen.

-No se preocupe, tampoco es que fueran a notarlo.

-No digas eso, seguro que te quieren mucho.

-En realidad… No importa.

 

Tsu-ehn no tardó en aparecer por la casa familiar. Me saludó animadamente y me agradeció el favor que le hice. Se le borró la sonrisa cuando vio mi cara larga. De nuevo, me pidió que me quedase un poco más, que me daría té y galletas de arroz. Por qué no.

 

-[...]Es complicado de explicar, Tsubasa. Pero diremos que la doña se llevaba demasiado bien con quien no debía.

-¿Entonces eres un matón? ¿Eso es? ¡No debí ayudarte! ¿Qué se supone que voy a hacer ahora? No creo que tarden en echarme a los campos. Todo iba mucho mejor antes de que aparecieras, tú y tu estúpido pañuelo.

 

Tsu-ehn me miró con cierta pena. Frunció el ceño, los labios y tras un parpadeo lento y cansado, volvió a mirarme.

 

-Los campos no son sitio para los niños.

-Los campos no son lugar para niños…

-Dime, Tsubasa. ¿Te gustaría hacer un viaje?

-¿Un viaje? Ssn-...no se. ¿A dónde?

 

Madre e hijo se miraron, aunque él parecía haber dado con la cable, la mujer parecía terriblemente entristecida. Pero tampoco hay mejores opciones para un huérfano.

 

-No tardarán en florecer los cerezos.

-¿De verdad estás pensando…?-Le inquirió la mujer.

-Si lo consigue podrá tener una vida más digna que la que le espera aquí.

-¡Es una niña!

-Todos lo fuimos.

 

Se hizo un silencio largo, y mientras ellos parecían continuar la discusión con miradas dispersas, yo me había quedado en la parte de “cerezos”. No tardaría en llegar el invierno.

 

-Hablaré con su tutora.-Sentenció y se levantó de la mesa. Se encaminó fuera al poco.

 

Le pregunté a su madre de qué hablaban, a lo que me respondió que se había hecho tarde y era hora de cenar. Me pidió ayuda con la cena y bueno, lo he hecho durante años, ser pinche una noche más no iba a molestarme más de lo que ya lo estaba.

 

Pasé la noche en su casa. Cuando volví a ver a Tsu-ehn, traía consigo las pocas cosas que eran mías en una caja de bambú. No le pilló por sorpresa que empezase a llorar.

 

El desapego es la mejor y la peor de las maldiciones, porque cuando algo ha dejado de dolerte es porque primero ha habido herida.

 

Mi vida se volvió mucho más dura después de aquello, como si esa caja significase un punto y final. No pude quedarme con muchas cosas de las que había dentro, en principio, porque ya no iba a necesitarlas. Un vestido no te sirve en un viaje largo, las pinturas al final se secan por el desuso y ya no tenía excusas para pasarme la tarde peinando a mis muñecas.

 

El viaje se hizo denso, en principio por mi culpa. Le guardaba rencor. El mundo era feo y desagradable fuera de la vieja casa. Costaba mucho ver su belleza. Barro, lluvia y animales hostiles. A veces pienso que el viaje era parte de la transición, lo que me desvestiría de mis costumbres estiradas y urbanitas. Y lo hizo. Cuando llegamos a las montañas del norte ya poco me importaba mancharme de barro o prescindir de comida caliente. Y Tzu-ehn empezó a caerme mejor cuando comprendí que mi día a día iba a ser ese si decidía volver. No iba a guardarme rencor por ello, y yo desde luego, no iba a aceptar volver.

 

Los edificios del shado pan eran como espigas negras semienterradas en la nieve. Y aún así, los cerezos estaban en flor.

 

No sabría decir qué me cambió más, si fue Tzu-ehn, el agua fría o el tigre al que le quité los bigotes. Lo que sí puedo decir, es que no encontré un solo momento en el que echase de menos limpiar los kimonos de las geishas. Y que la belleza que aprendí a ver aunque fuera en la naturaleza más cruel hacía que aborreciera el destino que se me escapó de las manos.

 

El día en que vi mi reflejo sobre las aguas con la bufanda blanca rodeándome el cuello me seguí viendo tan hermosa como el día en que me probé el kimono de la doña. Y un poquito más completa.

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