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Scythe

Faye Blackthorn

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Mide un metro cincuenta y cinco centímetros. Delgada y atlética, ágil y flexible. Su complexión voluptuosa la hace llamativa, sus curvas están muy bien definidas, especialmente sus caderas. Tiende a comprimir su pecho con vendas para que este no resulte una molestia en movimiento. Cuando no viste una armadura ligera, suele llevar ropa ceñida y sencilla, de colores apagados y oscuros o una túnica negra simple.

Se suele mantener siempre erguida, con la espalda recta, en una postura de superioridad y control, rara vez deja que su cuerpo transmita señales de inseguridad o debilidad si puede impedirlo, estando acostumbrada a fingir una apariencia de calma y comodidad.

Pocas veces una sonrisa se cuela en la máscara de frialdad que es su rostro en forma de corazón, de facciones aniñadas, que podría ser hermoso si no fuera quizás por la expresión estoica que la hace parecer fuera de lugar en muchas ocasiones. Su piel es exageradamente pálida y contrasta con su cabello, oscuro como una noche cerrada. Lo lleva largo hasta la espalda, aunque es muy habitual que se haga un moño o lo recoja en una coleta, dejando siempre el flequillo sobresalir hacia un costado. Es liso, con muy atenuadas ondulaciones.

Ojos de color verde, con una tonalidad muy clara y pequeñas motitas de grises repartidas por el iris. Ligeramente rasgados que le dan un aspecto exótico.

 

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Desprecia la debilidad, los sentimentalismos y las ideas románticas. Es disciplinada y muy testaruda, capaz de llevar las cosas al límite por seguir sus creencias y de desafiar a cualquiera si se cree con razones para ello.

Pese a toda la violencia que ha habido en su vida, no es una persona violenta porque sí. No le tiembla la mano, y no es piadosa, además tiene muy alta opinión de la lucha, sin embargo, no mata a no ser que lo considere necesario.

Es fácil hacerla enfadar, es una persona pasional, con tendencia a no controlar la ira, pero también es leal y confiable una vez da su palabra. Valora el honor, la sinceridad y la fuerza. Es manipulable, sin embargo, es consciente de ello, por lo que intenta siempre conseguir beneficio en toda situación, especialmente cuando se intentan aprovechar de ella, por eso siempre se antepone a si misma a cualquiera, y no suele hacer favores a nadie sin cobrarse algo a cambio.

 

Spoiler

Le encantaba jugar sobre la nieve, protegida por el grueso abrigo que su madre le había obligado a ponerse, que apenas le permitía caminar con la gracia de un pingüino y la hacía tropezar cada dos por tres. Ardía en deseos de quitárselo y correr libre por la nieve hasta que el aire helado le agarrotase la garganta y le costara respirar. Pero tendría que conformarse con aquella carrera graciosa y dar forma a pequeños intentos de esculturas de nieve el tiempo en que madre tardase en cansarse de vigilarla bajo el frío.

El sonido de una nave que pasó volando bajo la hizo levantar los brazos y dar saltos, que en última instancia acabaron hundiendo sus cortas piernas en la nieve. Su madre le dedicó una breve sonrisa antes de volver a su semblante impertérrito de siempre y la desenterró de la nieve tirando de su abrigo.

 

- Suficiente entretenimiento por hoy. - Dijo, tirando de ella por la mano. La llevó bajando la colina nevada hasta la finca en la que pasaban el invierno, más alejada de la ciudad. Su cara roja por el frío resplandecía bajo una amplia sonrisa. Se quitó el abrigo que – como había aprendido tras unos correctivos coscorrones de su madre – colgó en una percha cercana a la puerta y se sacudió la nieve de las botas en el portal antes de correr por el pasillo hacia el interior de la casa.

El momento de entrenamiento diario era su preferido del día, mucho más acorde con su necesidad de emociones que las horas de estudio. Respirando hondo para calmar su excitación al detenerse ante la puerta de la sala de entrenamiento. En épocas más cálidas del año entrenarían en el patio de su casa, pero en lo más crudo del invierno no estaba preparada, aún, para hacerlo afuera, el entrenamiento requería poca ropa y libertad de movimientos.

 

Su madre abrió la puerta y entró antes que ella. En el interior de esa cámara su excitación juvenil dejaba paso a una disciplina bien aprendida y una calma ligeramente tensa. Ambas se cambiaron, poniéndose ropas más cómodas, pantalones y camisetas ajustados que favorecían la agilidad y la flexibilidad en los movimientos y no representaban ninguna impedimenta.

El entrenamiento para ella no era una cuestión simple, era un pilar fuerte de su familia, una familia guerrera pero refinada, y tenía su base en la creencia en que el combate era la mejor forma de expresarse. Emociones o fría lógica, todo se expresaba mejor en el fragor de una batalla ya fuera a muerte o un entrenamiento, los movimientos, la respiración, la concentración necesaria. La lucha era pura expresión, y su madre era la encargada de enseñarle todo eso.

 

No era una mujer muy habladora, y pocas veces sonreía. Sin embargo era fácil ver en su forma de enseñar los movimientos básicos de la lucha a su hija, el amor que profesaba por ella y lo mucho que le importaba su familia.

Aquella tarde el entrenamiento no fue muy severo, pero en otras ocasiones Faye estaba acostumbrada a acabar exhausta y dormirse poco después del baño. Su madre estaba extraña, lo había notado mientras luchaban, por supuesto, había algo de distracción en ella, aunque sus movimientos eran tan impecables como siempre. Sabía que ella había notado su curiosidad, pero se mostraba reservada y no preguntó, si lo hubiera hecho no habría obtenido respuesta, si esperaba quizás le contara algo, fuera como fuera, la preocupación no era un sentimiento que anidase muy profundo en una niña, y al poco tiempo se le olvidó.

 

Salió del baño con el pijama puesto y una toalla en la cabeza, aún secándose el cabello, corto. El pasillo olía a estofado, y el olor la condujo hasta la cocina, donde su madre y un sirviente – el viejo Peter, se podía decir que era su único amigo – preparaban la cena. Se rió cuando el sirviente, con su voz afectada se sorprendió – como siempre hacía – al verla y la saludó. Su madre también rió, aunque más apagada, mientras Peter las miraba a ambas sin entender que era tan gracioso.

 

Ese sería el último recuerdo feliz que guardaría, y con el tiempo ni siquiera podría recordar el sonido de sus risas.

 

Era muy tarde y dormía profundamente, por lo que los golpes en el cabecero de la cama tardaron en despertarla. Incluso Peter perdió su casi infinita paciencia y la sacudió un poco con urgencia para despabilarla. Le miró abotargada mientras se frotaba los ojos y el sirviente, a su manera de hablar calmada pero con un tono de apremio, la apresuraba a salir de ahí.

 

- ¿Qué pasa “Pi”? ¿Por qué me despiertas? - El sirviente sacó su abrigo de invierno de un armario, pero ella no quiso ponérselo.

- Debe darse prisa señorita Faye. - Dijo con su voz pausada y afectada. - Su madre ha ordenado que la lleve a casa de los Loren.

- ¿A casa de los Loren? ¿Por qué? - Algo no iba bien, podía tener tan solo nueve años pero no era estúpida, su madre no haría que Peter la despertara en mitad de la noche para llevarla por la nieve a la hacienda de los vecinos. No sin una muy buena razón. - ¿Dónde está mamá?

- Dese prisa señorita Faye. Póngase el abrigo, hace mucho frío fuera.

 

Ignorando al sirviente salió al pasillo sin ponerse el abrigo, escuchó el rítmico sonido de sus pasos persiguiéndola y su voz aún más afectada de lo normal llamándola. Había luz al final del pasillo, venía del estudio, y también el ruido inconfundible de lucha que la hizo apresurar el paso hasta correr. Empujó la puerta semiabierta al entrar para detenerse de golpe junto al cuerpo de un hombre muerto, un hombre al que no había visto nunca, que descansaba en una posición antinatural sobre un charco de sangre. Se dio cuenta demasiado tarde de que ella estaba pisando esa sangre, que había empapado sus calcetines convirtiéndolos en algo pegajoso y asqueroso.

No pudo siquiera llamar a su madre debido al shock de su primer encuentro con la muerte, pero sí que la buscó instintivamente con la mirada. Allí, al fondo de la sala, junto a una estantería derribada que había desparramado por el suelo una decena de libros, luchaba sin nada más que sus manos contra un hombre y una mujer armados con alargadas hojas de metal.

No era una lucha igualada.

Su madre se movía como la brisa, sorteando los ataques confiando en su agilidad, y en algo más, era como si los viese llegar un instante antes y supiera cuanto tenía que moverse para esquivar un golpe sin malgastar ni un solo centímetro de espacio. Los movimientos avanzados de combate de Lidia eran asombrosos tanto a la vista como al tacto, eso debió sentir, asombro, el hombre cuando le partió el brazo a la altura del codo con un golpe seco tras torcerselo por la muñeca.

El hombre gritó y cayó sobre una rodilla y ella aprovechó su cuerpo para interponerlo en medio del combate con la mujer, un segundo fue tiempo suficiente para que perdiera. Vacilar era igual a morir, con una patada empujó al hombre a sus piernas y la hizo perder el equilibrio. Recuperando la espada de él, atravesó el pecho de la asesina. El grito previo a la muerte llenó la estancia por completo y despertó a Faye de su atontamiento, haciéndola saltar espantada.

 

- ¡Ordené que te marcharas! - Exclamó su madre, caminando hacia ella. Nunca la había visto tan enfadada, tanto que dio un paso atrás mientras se acercaba, solo uno, para luego estirar los brazos buscando el consuelo de su abrazo. Su madre fue a sujetarla cuando algo, una fuerza invisible, las empujó a ambas, cada una en una dirección opuesta, hasta que golpearon contra la pared.

El golpe dejó a Faye aturdida, en cambio su madre luchaba por soltarse.

 

Una mujer vestida con una túnica negra con capucha. El cabello largo y tan oscuro como una nnoche sin luna caía fuera de la capucha por delante. Irrumpió en la habitación llenándola con su presencia. Sus manos apuntaban a ellas dos y su mirada pasó de una a la otra, inquisitiva y fiera. Bajó la mano derecha y Faye cayó al suelo, jadeando, libre. La mujer se retiró la capucha y lo que vio la dejó tan sorprendida como confusa. Era igual que su madre.

No, igual no. Habían diferencias, pequeñas, tenía los pómulos más altos y la barbilla un poco más ancha, y por su puesto, la expresión en su mirada cambiaba por completo su rostro. Era soberbia, algo que nunca había visto en la cara de su madre.

Esa mujer le dio la espalda.

 

- Kara. - Dijo su madre, con la voz ahogada. - No. - Esa palabra sonó a ruego, aunque estuviera llena de odio. La tenaza con la que la sujetaba contra la pared desapareció, dejándola libre. Se arrojó sobre su hermana al instante. Intercambiaron golpes con una gracia que Faye pocas veces había visto, mezclada con una brutalidad apabullante. Sorprendida, vio algo que no había visto antes, a su madre derrotada.

 

El sonido de la magia, crepitante y antinatural, quedó grabado en su memoria, una luz verdosa bañó la sala y se acercó al pecho de su madre, deteniéndose a pocos centímetros.

 

- Me la robaste. La apartaste de mi ¡Traidora! - Escupió ira en cada palabra. - ¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudisteis, vosotros dos?

- Caíste, Kara. Mira en lo que te has convertido, no podía dejar que te la llevaras.

- ¡No tenías derecho! Me lo arrebataste todo. Me lo quitaste a él, me abandonaste tu y te llevaste a mi hija. Me arrojaste a un pozo de soledad y desdicha. ¡Por envidia!

- Perdiste el rumbo hace mucho tiempo. Hay una razón por la que esa magia está penada, te corrompió.

- ¡No! - Gritó aquella mujer y su grito cargó de poder toda la habitación, las estanterías cayeron y la pared se agrietó incapaz de soportar su angustia. Faye sentía que la cabeza iba a explotarle de dolor.

- No. Perdí al amor de mi vida, a mi hermana y a mi hija. No existe la razón de la luz, sus valores han de ser erradicados. ¡Y tu con ellos!

 

- ¡Mamá! - Gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Corrió como una loca, directa hacia la luz de la oscura magia. Pero aquella magia se disipó, lo que aquella mujer usó para matar a su madre fue una espada, una hoja normal y corriente.

La expresión de Marian se tornó sorpresa, y la de Faye terror. La espada resbaló de las manos de Kara, que sujetaron el cuerpo inerte de Marian.

Un grito volvió a llenar el aire, ejerciendo presión sobre toda la habitación, aunque ya no quedaba nada de ira, solo dolor y desespero. - Marian. - Susurró, mientras sujetaba a su hermana y la acercaba al suelo. Ella era la mayor, había pasado toda su vida cuidando de Marian, había algo antinatural en sujetar su cuerpo mientras la vida se le escapaba rápidamente, incluso si había sido ella quien la había matado. Algo que había perseguido durante años, solo para comprender lo equivocada que estaba cuando ya era demasiado tarde.

 

- ¿Por qué? - Preguntó en voz tan baja que ni siquiera ella la oyó. No hubo ninguna despedida, Marian murió en silencio, con la mirada perdida, en brazos de su hermana, junto a la que durante nueve años había sido su hija.

 

La presión fue en aumento, tanto que el dolor de cabeza hizo gritar de dolor a Faye. La pequeña se retorció en el suelo hasta que perdió la conciencia.

 

Al principio se sintió vacía. Cuando despertó descubrió que estaba en un barco, en algún lugar en el mar. Kara se largó de Trabalomas con su hija, aunque dejó atrás una parte de ella para siempre. La muerte de su hermana pequeña trajo lo peor de la venganza, la consumió, e impulsada por el fel, fue como encender fuego en un bosque en pleno otoño, las hojas secas prendieron con sorprendente rapidez y lo arrasaron todo.

 

El viaje se le antojó rápido, quizás fuera porque no consiguió dejar atrás el estupor que sentía tras todo lo ocurrido. Los días se sucedían sin que casi lo notara. Debía de estar muerta de miedo por ir a bordo de una embarcación con la asesina de su madre ¿O su tía? No importaba... Marian era su madre, eso lo comprendía, estaba ahí, grabado dentro de ella, tan seguro como que estaba muerta. ¿Y qué importaba lo que ocurriera, a donde fueran? Para ella, el mundo se había detenido, aunque el tiempo continuara fluyendo.

 

Kara entró en el camarote y se quedó a pocos pasos de la puerta, se observaron la una a la otra en silencio. No dijo nada, unos minutos después se marchó y un hombre que vestía partes de armadura sobre una túnica gris, o quizás fuera negra y estuviera descolorida, entró.

 

- Llegamos a Ventormenta. Atracaremos en veinte minutos. - Arrojó una túnica de color negro a los pies de su cama. - Ponte esto.

 

La mirada que recibió por parte de Faye fue desafiante, lo bastante como para leer en sus ojos que no obedecería. Peor para ella, pronto descubriría como se pagaba allí la falta de disciplina.

Seguía llevando el pijama, con los calcetines manchados de sangre seca cuando bajó por la rampa de salida. Estaba oscuro y hacía frío.

 

- No te has puesto tu túnica. - Constató Kara. Faye no contestó, solo la miró con odio. Esa mirada encendió la ira de su madre, ni siquiera vio venir el golpe, el revés la tumbó haciendo que su cabeza girara hacia un lado y por un momento creyó que iba a partirse el cuello. Sintió la mejilla por completo adolorida como si le hubieran puesto una plancha en ella, estaba caliente.

Un pequeño cambio sucedió en la postura de Kara, casi como si fuera a levantar a la pequeña del suelo, por un instante. Pero desapareció tan rápido como apareció, sustituido por un porte implacable.

 

- Aprenderás a obedecer. - La levantó del suelo de un tirón a la tela de su pijama y se lo sacó con brusquedad, por mucho que ella intentó conservarlo. Le puso la túnica por encima de la cabeza y la soltó.

 

- En marcha.

 

Kara avanzó delante y ella la siguió, cerraba la marcha el mismo hombre que le había arrojado la túnica.

Ventormenta solo fue un lugar de paso, el puerto más cercano. Kara dejó atrás la ciudad, marchando hacia el bosque en un carruaje. Había momentos en los que veía en los ojos de esa mujer algo extraño. ¿Cariño? ¿Anhelo? Pero cuanto más lo rechazaba, menos frecuente era.

 

Pasó todo un año, y durante todo ese año, se negó a entrenar, a oír una sola palabra de lo que Kara intentaba enseñarle. La escuchó hablar de la magia, y la ignoró. Se paró inmóvil ante ella para ser reprendida a golpes, cada día más fuertes. Cada día los ojos de su madre eran más distantes, menos humanos. Nunca entendió, irónicamente, que se hacían más parecidos a los suyos propios con cada rechazo.

Al final no quedó nada en los ojos de Kara que le recordaran a una persona.

 

El hombre al que llamaba para sus adentros Peter – nunca le había preguntado el nombre, era una versión retorcida el viejo sirviente a sus ojos – entró de nuevo en su habitación, otro día más, pensó, desayuno, lecciones que no escucharía, entrenamiento, se negaría, Kara la golpearía y la enviaría a su habitación. La dejaría sin comer y por la tarde volvería a llevarla a entrenar, volvería a negarse. Suspiró, resignada, y no vio venir el golpe.

El puño de Peter se estrelló contra su cara como un estallido, la sangre corrió enseguida por su labio partido y la nariz herida, aunque lo peor fueron las nauseas, sin duda. No se esperaba aquello, quebró por concreto su rutina, y probablemente algunas de sus costillas cuando el segundo golpe impactó en su costado y la arrojó contra la pared. Apenas pudo atrapar aire, boqueando como un pez fuera del agua.

Ese hombre la odiaba, y quería matarla. La lucha tenía para ella más significado que las palabras, y no le cabía duda alguna de que iba a moler sus huesos a golpes. Se cubrió con los brazos de otro puñetazo, y el dolor se los entumeció por completo, eran tan pequeños en comparación con los del sicario que ofrecían una defensa irrisoria. ¡Hacía tanto que no luchaba con nadie! ¿Vaya, de veras era eso lo que le venía a la cabeza? ¡La iban a matar a golpes!

Se dio en la nuca contra la pared y perdió todo sentido del equilibrio, arriba le pareció abajo y el suelo la sujetó de su caída. Estaba frío contra su mejilla, pensó. Ahora dejará de golpearme, estoy tirada en el suelo, por todas las estrellas, solo soy una niña.

La patada la hizo darse la vuelta y quedar boca arriba, no gritó hasta que él bajó su pesada bota reforzada sobre su vientre.

Entonces si gritó, y oyeron sus gritos en toda la habitación.

 

Estuvo en cama meses, a pesar de las atenciones de los curanderos que habían ido a tratarla. Fueron unos meses horribles, llenos de dolor, ira y vergüenza.

 

Cuando salió creyó que se desmoronaría como una marioneta sin hilos, pero estaba bien. Sus huesos en su sitio, sus músculos en un estado adecuado de salud y nada se desprendía de donde debía estar, ni un cardenal. Dejaron una túnica negra y botas negras sobre una silla. Por un momento se planteó la idea de hacer bandera de su rebeldía y caminar desnuda por la hacienda, pero no tenía nada más de ropa y había que dejar algo de espacio en la rebelión para el pragmatismo.

 

Peter se colocó en su puerta quince minutos más tarde.

 

- Entrenamiento. - Dijo con voz carente de emociones, firme. Voz de soldado, pensó ella, aunque no había conocido nunca a un soldado.

 

Esa vez ella asintió.

 

Las túnicas negras no estaban tan mal, eran cómodas y no sofocaban pese al calor, además tenían un cinturón de lo más práctico, perfecto para esconder cosas pequeñas.

 

Empezó a entrenar con Peter. Para ella fue algo antinatural, hasta entonces solo había entrenado con su madre, la que estaba muerta, y pese a que los entrenamientos habían sido reales, nunca había habido una intención latente de herirla. En esa ocasión era diferente, ese hombre disfrutaba con ello.

Él atacó primero, la sujetó por el cuello y la alzó, en cada ocasión probaba algo nuevo, una forma diferente de hacerle daño. ¿Se estaba volviendo Faye una cínica por preguntarse si era tan considerado que no quería aburrirla con palizas repetidas?

Sacó un clavo que llevaba oculto en el cinturón y le cortó la cara con él, dejandole una fea herida irregular que le surcaba toda la mejilla desde debajo del ojo derecho. No gritó, ni siquiera pareció sorprenderse, apretó más fuerte, poniéndola primero de color rojo y luego azul. En cuanto ella estuvo demasiado débil para debatirse, la tiró al suelo.

Ella le mordió la pierna tras agarrarse a ella como un insecto después de la primera patada.

Fue una lucha desigual y sin gracia alguna, ella arañaba, mordía, y pataleaba como un animal, y él la golpeaba con elegante eficacia, ignorando la mayoría de sus intentos por devolver el daño. Pero sin duda le hacía enfadar, porque nunca se había sentido tan cerca de la muerte como ese día.

 

Se resistió, pese a todo, a aprender de Kara. La mujer le ponía los pelos de punta, y no únicamente porque la odiara. La temía, a ella y su magia. Con el paso de los años su vida fue rehaciéndose, encontrando cierta normalidad dentro de su reclusión. Se había convertido en una aprendiz de aquel hombre, que había empezado a enseñarle algo más que a luchar. No podía pedir nada mejor que aprender a matar, iba a necesitar ser la mejor si algún día quería acabar con la vida de Kara.

 

Editado por Scythe
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