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VEY

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Banda sonora


FICHA DEL PERSONAJE

Nombre: Vey
Raza: Quel'dorei
Sexo: Mujer
Edad: Dos cientos cincuenta y tres primaveras
Altura: Un metro y setenta y seis centímetros
Peso: Sesenta y ocho kilos
Lugar de nacimiento: Afueras de Quel'Thalas
Ocupación: Aventurera, mercenaria


APARIENCIA

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Delgada y nervuda. Antaño algo agraciada, el tiempo y las cicatrices se han afanado en estropearla. La cabeza la recubre una medio melena castaña mal recortada, más propia de un chaval a punto de alcanzar la pubertad que de una elfa adulta. Los mediodías feroces del sur del continente han chamuscado su tez durante años, otorgándole un deje tostado.

De orejas algo más cortas de la media, pero aun decididamente elfas. Los ojos, envueltos en una capa vidriosa de un azul apagado, aun mantienen el brillo turquesa de su gente. El resto del rostro está marcado por facciones angulosas, a veces huesudas. Alguna que otra vieja herida le recorre el mentón y la mejilla, sin llegar a desfigurarla. Se antoja difícil acertar si su mirada es la de alguien sumido en el cansancio o en el hastío.

De voz baja, algo ronca. Gastada por los años de conflictos y penurias. Aun así, el sonido de sus palabras, hoscas como puedan parecer, es singularmente cordial. El tono de su voz es honesto, y el habla que lo acompaña suele serlo también.

Suele vestir ropas simples, de cuero acolchado, normalmente gastadas por el tiempo y el uso. Muy de vez en cuando porta pieles encima, para protegerse del frío, y al cinto siempre lleva un puñal enfundado. Cuando puede, y las leyes del lugar lo permiten, carga con arco y carcaj a su espalda, y en ocasiones se la ha visto blandiendo aceros más largos que dagas y cuchillos y disparando armas de fuego más propias de los humanos y de los enanos que de los elfos.

 

PERSONALIDAD

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Mujer ante todo franca y honesta, que rara vez se anda con rodeos a la hora de decir lo que piensa. Lejos de haber jurado un voto por la sinceridad y el buen hacer, detesta endulzar sus palabras con embustes y zalamerías. Para el observador que la desconoce, es sencillo juzgarla como adusta y algo arisca. Mas aquel que se haya molestado en hablar con ella sabrá que se trata de una elfa espabilada y locuaz, con la que mantener una conversación está lejos de ser un esfuerzo infructuoso.

No le quedan muchos seres queridos, y ha aprendido por las malas a valerse de ella misma y de nadie más. No por ello es amiga de rechazar la ayuda de quien la ofrezca, ni se refrenará de otorgarla ella misma, mas sabe que quien esté con ella alguna vez dejará de estarlo y los únicos hombros en los que siempre podrá apoyarse son los suyos propios.

Creció en un ambiente marcial, severo. Entrenada para la guerra y la disciplina. Y daría lo que fuese por cambiarlo. Las acciones que ha presenciado y cometido a lo largo de su más de dos siglos de consciencia aun le revuelven el estómago cuando se le vienen a la mente, y aborrece la guerra por encima de todo. Ha visto lo que el patriotismo y la efervescencia militar pueden llegar a hacerle a su gente y a los que resulten estar en el otro extremo del filo. No guarda ningún cariño por aquellos que abusan de posiciones de poder y causan sufrimiento a los desamparados. En sus ojos, lo único que diferencia a las cortes nobles y a los altos mandos militares de las chusmas y bandas de los barrios bajo es que los primeros son mucho más peligrosos, y oponerse a ellos es órdenes de magnitud mucho más arriesgado que caerle mal a cualquier matarife de pacotilla.

Es por todo esto que sabe que muchas veces la violencia es la única manera de resolver situaciones peliagudas. Si bien le es de alivio cuando algo queda solucionado sin necesidad de recurrir al acero, no tiene problema alguno en desenvainarlo para comer el día siguiente, defender a aquellos en necesidad o castigar a quien ella juzgue indigna. 
Autoproclamada enemiga de las sabandijas del mundo, ha matado y torturado más veces de las que gusta admitir, pero trata de evitar dañar a inocentes y desamparados, y será rara la vez que descienda a tales mezquindades.

Algunas veces le gusta fantasear con la idea de dar su vida por una causa más grande que ella misma, por una justicia que aun no ha encontrado, por un motivo más que el sobrevivir al día siguiente. En el fondo, aun así, sabe que hay unas raíces que la aferran demasiado fuerte como para hacerlo. Teme a la muerte como pocos, las ocasiones en las que se despierta jadeando con memorias de la frontera son abundantes y serían pocas las cosas que no haría por salvar el pellejo un día más.

 

HISTORIA

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Algunas pocas noches, cuando permitía que el alcohol le bañase el gaznate y los opiáceos se deslizasen por sus venas, recordaba. No eran, sin embargo, las caras y los hechos lo que evocaba. Habían pasado demasiados años. Las imágenes que le inundaban la mente eran de naturaleza más aterradora, casi primitiva.
El subidón que el opio le brindaba le devolvía a la inyección de adrenalina que sentía en esas incursiones, en esas “expediciones por la justicia”, como solían llamarlas en el cuerpo. El ardor de los licores en su garganta le hacía volver a sentir el bochorno sofocante a su alrededor, cuando más de una vez prendieron fuego a esas aldeas. Creyendo que estaban desiertas. El olor del asado en la lumbre a su lado le recordaba a cuando descubrieron que no lo estaban.

 

Para muchos hijos del Alto Reino, ganar acceso al cuerpo de forestales élfico era uno de los mayores honores alcanzables. Antes, y después de la Plaga, y de que el Príncipe Traidor diezmase la cantidad de potenciales reclutas. Para el padre de la elfa, un hombre recto, estricto y austero, perteneciente a la guardia de la ciudad, era una de las únicas cosas que importaban.
Nacida sin hermanos, y criada sin ellos también, jamás conoció figura materna. El único progenitor que tuvo debió lidiar con la muerte de su amada a manos de las fiebres pocas noches tras el parto y con el peso de sacar a una criatura adelante en tiempos en los que los trols se habían tornado particularmente osados, y los ataques a las pequeñas villas esparcidas por los bosques que los elfos habían proclamado suyas eran más y más frecuentes. Aun así, y para fortuna de nuestra protagonista, algunas de las mujeres del vecindario siempre supieron apiadarse cuando apenas era un cachorro, y se ocuparon de ella para aquellas tareas que el guarda no podía llevar a cabo. Fue una de las más ancianas, que había visto más siglos pasar por delante de sus ojos de los que la pequeña Vey podía contar con los dedos de la mano, la que le enseño a leer y escribir. A hacer cuentas y a mirar a los cielos para orientarse, con tal de darle una oportunidad si alguna vez se extraviase en la espesura y tuviese la fortuna de no ser encontrada por alguna escaramuza de los “hombres con los hocicos de jabalí”. Así es como recordaba que los niños de la época llamaban a los trols. Y era de las pocas cosas que su memoria guardaba de entonces.

 

Creciendo, las tribus Amani y su constante, sofocante amenaza eran lo que daba forma al día al día. Fuera de la seguridad de los muros de la ciudad, quienes vivían en villas y aldeas debían contar en gente como su padre para asegurar su supervivencia. Aquellos que empuñaban el filo para defender a los suyos de los terrores que acechaban más allá de los límites del villorrio eran considerados héroes locales, y no era inusual que los niños cantasen canciones y contaran historias sobre los forestales que hacían llover flechas sobre los monstruos verdes.
Vey no creció ajena a todo esto. Su padre era inflexible, adusto y exigente, falto de cariño. A veces cruel. Pero no era un bellaco. Quería, al fin y al cabo, lo mejor para su hija y para su gente. Y la vida que le había tocado llevar jamás dejó lugar para la debilidad y las carantoñas.

 

Es por eso que el día en el que nuestra elfa se hizo lugar a duras penas entre una de las oleadas de reclutamiento del cuerpo de forestales fue uno de los pocos que el hombre pudo llamarse algo parecido a feliz. Con un petate al hombro, un raro y breve beso de su padre en la frente y poco más que veinte años a la espalda, Vey partió hacia la capital. A entrenar con aquellos que solo había visto en cuentos e historietas. Con la ilusión —y, más importantemente, el temor— de ser el orgullo de su padre y de su gente. De dar la vida por una causa justa, y asegurar que otros pudieran disfrutar de las suyas.
Aprendió a tirar con el arco, a blandir el acero y a rastrear y matar bestias y trols por igual —no había para ellos, al fin y al cabo, diferencia alguna entre ambos—.Los años transcurrieron relativamente sosegados en un inicio. Cuando era poco más que una recluta, fue asignada a una patrulla en las afueras de la capital, donde los ataques eran escasos y, por lo general, inocuos.

 

A veces, muchas décadas después, soñaría con haberse quedado en esos años, en esos bosques. Hizo buenos amigos, y podía fardar de defender el Reino sin tener que llegar a mancharse las manos demasiado o que enterrar a conocidos.
Hasta que tuvo que hacerlo. Un día, tan soleado y normal como otro cualquiera, al padre se lo llevó una flecha amani en el pescuezo. Apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que estaba muriendo. A la elfa se le permitió regresar por unos días a la aldea que la vio nacer para llorar y sepultar al muerto, pero cuando tuvo que retomar el arco y las obligaciones que ello conllevaba algo había cambiado. En cuanto volvió a pisar la capital, se le reveló que ella y sus hermanos en armas partirían inmediatamente hacia el sur, nada más asomar el sol en el próximo amanecer. Mucho más al sur de lo que jamás había estado: a las tierras que más de un siglo después Arthas arrasaría por completo. A las comarcas más salvajes del Reino, donde había poco lugar para el heroísmo y la norma era no regresar a casa para contarlo.

 

Lo cierto es que jamás supo por qué les enviaron allí. Alguno de sus superiores tuvo que cabrear a la gente equivocada, o tal vez la situación era suficientemente apremiante como para justificar reforzar la zona aun más.
Para cuando lo abandonó todo, más de la mitad de la gente que había conocido era un cadáver, y los que les habían reemplazado no tardaron en serlo también. De algún modo, ella sobrevivió. Una y otra vez. Las tareas del día a día ahí abajo no eran como más al norte. No patrullaban, contando chistes y relatando historias, practicando el tiro con monigotes más por entretenimiento que otra cosa. Mataban, y lo hacían bien. La maquinaria de guerra élfica era eficiente y despiadada. Tenía que serlo. Tomar prisioneros era excepcional, y cuando se hacía el trato que se les brindaba dejaba cualquiera de las más dolorosas muertes como infinitamente más deseable. Por cada civil elfo muerto a manos de los trol en el norte, otros diez trols inocentes morían al sur a manos del cuerpo. Por cada infructuoso ataque a los poblados del Alto Reino, las aldeas de los amani estallaban en llamas, y con ellas aquellos que no lograban escapar a tiempo.
La magnitud de las represalias que el ejército llevaba a cabo haría pensar que los trols habrían sido erradicados en poco tiempo. Pero sus números no eran precisamente pocos, y su tenacidad era casi legendaria —estas habían sido, al fin y al cabo y desde que tenían uso de memoria, sus tierras— y los elfos que los combatían se reunirían a menudo con la muerte que ellos mismos habían dado tantas veces.

 

De tal guisa pasaron las siguientes décadas para nuestra joven. No era más implacable que el resto, pero tampoco lo era menos. Sabía lo que tenía que hacer y cuándo hacerlo, y había vivido para contarlo. Pero sobrevivirlo había demostrado ser más una maldición que un golpe de suerte.
En su juventud, la elfa se había regocijado en ocasión jugueteando con la idea de que se encontraba en un escalón moral por encima de su padre. Que jamás se miraría al espejo y vería la brutalidad y dureza que apreciaba cuando miraba al hombre a los ojos. En esos tiempos, aun no había comprendido que él no había sido así por decisión, si no por falta de opciones. En un mundo en el que un desliz te costaba la vida y la de aquellos a los que habías jurado proteger, jamás hubo lugar para la clemencia y las segundas oportunidades.
Con esos ojos castaños, que cada vez se asemejaban más y más a los de su padre, Vey había visto ya todo lo que necesitaba para entender. Sus propias manos y las de sus camaradas eran responsables de atrocidades solo equiparables a las que los trols cometían contra su gente día tras día, noche tras noche. Y quizá fue así cómo se lo justificó durante tantos años, pues para aquellos que vivían para ver una noche más, la confusión y el terror provocados por encontrarse en el corazón de una guerra dieron rápidamente paso al odio y a la bestialidad. El miedo se convirtió en inquina, y el desconcierto en crueldad.
En la frontera con Zul'Aman, la realidad que se había visto cubierta por un fino velo salpicado de sangre no tardó en convertirse dolorosamente obvia. Su unidad no estaba ahí para fabricar leyendas y ser la pasta de los relatos de los críos del Alto Reino. Habían ido a parar a esas endemoniadas tierras para participar en una eterna, agotadora refriega no con los trols, si no con la guerra misma. Ninguna muerte importaba, pues por cada caído en ambos bandos otro no tardaba en reemplazarlo. Ningún acto era demasiado atroz si daba aunque fuese una sola noche de respiro a un niño en una de las aldeas al norte.

 

Nunca supo realmente por qué lo hizo, pero seguramente fue esta percepción insidiosa de desesperanza la que la empujó a cometer una deshonra con la que jamás habría soñado en sus peores pesadillas de cría.
Se encontraba de noche, mirando al techo de la carpa que habían improvisado un par de días atrás cuando hacían campamento. No había nadie a su lado, pues los dos chavales con los que compartía tienda habían encontrado la muerte esa misma mañana. De forma rápida, pero aun así horrible. La elfa no podía quitarse sus rostros de la cabeza. Había visto a muchos caer, pero estos eran especiales. Su sangre colmó el vaso.
Se levantó, sudando y con el corazón palpitándole como si fuese a salírsele por la boca. Se miró las manos, le temblaban. En un impulso, se abalanzó hacia sus cosas. Metió todo lo que podía en el petate, de forma torpe y apresurada. Se ajustó los filos al cinto y colgó el arco a su espalda. Una sensación de pánico serpenteaba desde su abdomen hacia arriba, engulléndola. Tenía que salir de ahí, cuanto antes. Se asomó para cerciorarse de la posición de los guardias, y tragó saliva. Antes de salir disparada hacia la espesura, lo más sigilosa que sus piernas temblorosas le permitían.
Fue nada más cruzar la linde del bosque que el peso de lo que acababa hacer le corroyó por dentro. Pero era demasiado tarde, y ese pavor primitivo, casi irracional continuaba aferrándola. Perdería la cabeza, se continuaba repitiendo mientras corría entre los árboles en cualquier dirección, si pasaba un día más en esa condenada guerra. Si veía a alguien más matar y morir por una causa perdida.

 

Dos días después, sin saber bien cómo y con sus camaradas pisándoles los talones, se las arregló para deslizarse entre la frontera hacia los reinos humanos al sur. Anónima, sin nada en los bolsillos ni a las espaldas más que su arco y sus flechas. Aterrada, y en una tierra que no conocía con gente a la que no comprendía.
En un principio, trató de mantenerse lejos de grandes ciudades o asentamientos, en las tierras más salvajes de los reinos humanos. Como una bestia, cazó para sobrevivir y durmió a la intemperie más noches de las que jamás pudo contar.
Durante años continuó corriendo, de reino en reino y de continente en continente. Huyendo de bandidos y de autoridades locales.

Jamás se habia parado desde entonces. Las noticias de la caída del Alto Reino a manos del príncipe traidor, en la otra punta del continente, fueron las últimas que hicieron que el remordimiento la apresara de nuevo. Le gustaba engañarse con que si ella hubiese estado allí, las cosas tal vez habrían sido diferentes. Aunque sabía a la perfección que el modo en el que lo hubiesen sido es con ella bajo tierra, o vagando los territorios de la plaga con el resto de los cadáveres de su gente.
Y, tal vez, ese hubiese sido mejor destino que el que le había tocado vivir.

 

Editado por Gauss
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