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SwordsMaster

Darius/Stahl

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  • Nombre: Darius (Conocido solo en Gilneas; Stahl fuera de ella)31whjgSFVcL._SY355_.jpg
  • Raza: Humano
  • Edad: 55
  • Altura: 1'75
  • Peso: 70
  • Lugar de Nacimiento: Gilneas
  • Fecha de Nacimiento: 03 de Marzo

 

Descripción física: Darius es un hombre que ya tiene sus años encima. Su cabello y barba son negros, pero varias canas comienzan ya a asomarse y contrastar con el color oscuro. Su piel es morena y curtida por el tiempo invertido entre las forjas en su juventud, mientras que sus ojos son de un marrón oscuro. Su complexión no excede en nada a la de cualquier otro hombre y su estado de salud está en buenas condiciones. Posee algunas cicatrices de la Primera Guerra, pero estas están en su mayoría debajo de las ropas o la armadura.

Descripción psíquica: Darius es un hombre que ha sufrido, vivido y vuelto a sufrir. Ha pasado por muchas experiencias duras que han ido marcando sus pasos y quien es desde su juventud hasta la actualidad. Ha vivido batallas y ha vivido en paz. Ha hecho cosas bien, y también ha cometido errores terribles. Su pasado está marcado en su mayor parte por una suerte de tintes agridulces. Todas esas experiencias le han vuelto una persona templada y conocedora de la vida, pero eso no le es suficiente a veces para escapar de los demonios de su pasado y sus errores.

 

 // Imagen temporal hasta que acabe fotoshopeo.

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El golpe voló por el aire, el puño cerrado dirigido a la cara de su contrincante. Un joven que no pasaba de los 10 Inviernos se enfrentaba en solitario contra tres granujas que probablemente tuviesen varios años más que él. El golpe… Fue detenido bruscamente con la mano de uno de ellos, que rió con saña. Seguido a eso, lanzó un golpe…
Luego dolor. Y luego… Nada.

 

-Prólogo-

 

-¡Dejadlo en paz!-
Era un camino, cercano a una granja. Más allá un pueblo pequeño, su nombre olvidado en las páginas de la historia y la memoria del joven. Era una de las zonas más relativamente escazas en pinos y bosques de Gilneas, además de encontrarse relativamente cerca a la costa que daba con el casi infinito Mare Magnum. En el camino había tres granujas de quizás 16 inviernos, con un pequeño animal arrinconado: un perro. Los había visto desde su casa en la granja, golpearlo, mal tratarlo. Su padre le había aconsejado prudencia y quedarse en casa, pero no pudo soportarlo y su impulsividad había sido mayor…

 

Los chillidos de agonía del animal sonaban en su mente, mezclado con el resto de sonidos pertenecientes a la realidad que cada vez iban llegando más claramente a sus oídos. Una fuerte punzada de dolor en la cabeza constante, dificultándole el concentrarse.
Cuando abrió los ojos y su vista y consciencia habían vuelto al mundo por fin, pudo reconocer su habitación. Llevaba vendajes en la cabeza...
Su padre le contó que luego de ser golpeado se dirigió a intervenir, pero los agresores huyeron. El perro no había sobrevivido, se habían asegurado de acabar con él.

Afortunadamente, no todo eran malas noticias. Recientemente su padre había estado averiguando un modo de asegurarle una mejor vida a su hijo que el campo, y lo había conseguido. El herrero del pueblo había aceptado tomar a Darius como su aprendiz para trabajar en la forja.

 

 

Así, las preparaciones comenzaron. Darius necesitaría pasar más tiempo en la aldea a partir de ese momento y probablemente dormir allí en muchos de los días consiguientes.

 

 

Capítulo 1: Sangre Joven; Sangre Ardiente

 

El sonido del martillo golpeando sobre el metal caliente, incesante y monótono, era una constante misma de la forja. El joven aprendiz de herrero, de cabello negro y largo y piel morena, forjaría su primera herramienta sin ayuda de su maestro. Un martillo de auténtico acero, pues aquel era el día en el que había nacido hacía ya 16 inviernos, y era digno de un obsequio. Pero eso no era todo, recientemente sus padres habían fallecido por enfermedad y, tras un par de semanas, había vendido la casa con todo lo que contenía. Había decidido que haría lo que su padre quería para él, saldría a recorrer el reino y sus pueblos en busca de un nuevo hogar, un mejor hogar, en el que establecerse. Su maestro y herrero del pueblo era alguien con quien tenía un fuerte vínculo, y siempre había estado allí en sus mejores y peores momentos desde que le conocía.

El joven se secó el sudor y observó su trabajo.
-Has aprendido bien, muchacho. Esa herramienta te será útil a donde sea que vayas a parar. Recuerda usar el dinero que has adquirido sabiamente, cuando encuentres un pueblo que te guste invierte en una herrería-
-No hace falta los sermones- 
Comentó con una sonrisa Darius mientras tomaba su nueva herramienta.
-Escucha muchacho. Los caminos ahí fuera son peligrosos, y tu cabezonería no te será de ayuda- El herrero veterano se dio la vuelta. Colgada en la pared, una simple y ligera lanza con punta de acero, que le tendió al joven. –Lleva esto y úsalo como última medida. Mantente a salvo-
Darius asintió lentamente mientras tomaba la lanza. En una esquina tenía empacado suministros y todo lo necesario para ponerse en marcha ya, que no dudó en tomar y colgarse a espaldas junto a la lanza enfundada. La despedida con su viejo maestro había sido corta y concisa, pues bien sabía el viejo herrero que no podría convencer a su pupilo de lo contrario. Pero le dolía verlo partir, y ambos eran conscientes de ello.

Darius fue cruzando el pueblo. El invierno estaba llegando ya y hacía frío, y el cielo permanecía nublado aquella mañana.
La noche amenazaba con ser especialmente fría.

 

 

 

Habían pasado ya dos días desde que había partido, deteniéndose en pueblos, reabasteciéndose, apegándose a alguna caravana a veces… Y perdiéndose en más ocasiones de las que le habría gustado poder contar. Era la primera noche que tendría que acampar en el camino, pues se había retrasado en llegar al siguiente poblado. Se había apartado unos metros del camino para encender una hoguera y armar una pequeña tienda con un saco de dormir. Dejó la lanza a un lado del saco de dormir y se recostó, mientras lentamente el sueño se apoderaba de él.

Abrió los ojos de pronto. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero fuera aún era de noche. Oía voces, pasos… Lentamente estiró el brazo hasta su lanza y se incorporó hasta quedar de rodillas sobre su saco de dormir. No vio a nadie fuera en un comienzo, pero pronto observó algunas figuras encapuchadas, armadas con lanzas y arcos y pertrechados con armaduras de cuero y telas oscas. Bandidos, y le habían encontrado. Pronto se dio cuenta del error de haber dejado la hoguera encendida en la noche, pero era tarde para lamentaciones. Los tres bandidos observaron al jovenzuelo en su tienda, tres de ellos, y rieron. Esa noche sería botín fácil.
En un ataque de nerviosismo, el joven aferró la lanza entre sus manos. Si maestro le había dicho que la usara como última medida, ¿y no era esto una última medida? Podía huir, claro, pero su mentalidad de joven impulsivo no jugaría a su favor aquella noche. Con un grito de batalla que más parecía un chillido molesto se arrojó contra los bandidos con la lanza en ristre. Por suerte el tiempo en la forja le había bendecido con brazos fuertes para su edad y la lanza logró penetrar la pechera de cuero del bandido más cercano, pero sin matarlo. Soltó un grito de dolor mientras maldecía al joven, que ahora se encontraba rodeado. Jadeó nervioso, sudando, sin saber qué hacer… Y entonces dejó caer la lanza y alzó los brazos, en señal de rendición. No podía permitirse repetir la historia del perro y los granujas, no cuando su vida estaba en juego. Sus asaltantes obviamente no estaban felices con la acción inicial del joven y haber dañado a uno de ellos. Uno le lanzó un golpe a la cara, y le siguió otro golpe y alguna patada de por medio, mientras los otros dos bandidos se centraban en tratar esa herida. Durante la paliza el dolor comenzó a abrirse paso a través del cuerpo del joven, un dolor insoportable y constante. Y eventualmente… La consciencia se desvaneció ante sí.

 

 

 

 

Sus ojos se abrieron un poco y lentamente. El dolor se extendía por todo su cuerpo, en cada fibra, hueso y órgano de su ser. Le habían despojado de todo, quedando solo con su camisa y su pantalón. Sentía un ojo hinchado. Sabía que, si se pudiese ver a un espejo, también tendría moratones en la cara, uno o ambos ojos morados y varios chichones en la cabeza que, de hecho, podía sentir al tacto.

-¿Ningún noble responde al rescate? Pero si iba cargado en dinero. ¡A alguien pertenece el chicuelo! Sigue buscando. Podemos sacar más de esto-

 

Se encontraba maniatado de manos y pies. Finalmente acabó por reaccionar, dándose cuenta de que además le habían amordazado, por lo cual lograr gritar por ayuda o hacer nada le era imposible.
La tienda en la que se encontraba estaba compuesta de pieles de animales y madera,  casi como salida de los cuentos de salvajes en los bosques que hasta ahora creía eran exageraciones. Hasta ahora.

-Entiendo. Pero te lo aseguro, nadie está respondiendo al rescate del mozuelo. Bien podría ser dinero robado lo que llevaba-
-Esperaremos dos días más aquí. Si ese es el caso, nos desharemos del crío y huiremos con lo que tenemos mientras podamos, es bastante. Quizás largarnos a Lordaeron-

 

La tienda permanecía cerrada por lo cual realmente no lograba ver a los bandidos fuera, pero sí oírlos. Ahora tenía claro que tenía que salir de allí. Fuese con o sin su dinero.
Pronto oyó a alguien entrar a la tienda.
-Ah, el pequeño valiente está despierto. Escucha mocoso, podemos hacer esto por las buenas, o por las malas. Nos dirás dónde se encuentra tu familia para pedir dinero por tu rescate, o si no…-
El bandido movió la cabeza de lado a lado, haciendo sonar el cuello. Por un segundo el joven barajó la posibilidad de explicarle que su familia había muerto, pero sabía que eso solo adelantaría su ejecución. Por lo que simplemente se tuvo que resignar a mantener la boca cerrada, incluso cuando la tortura le cayó encima. Golpe tras golpe, con repetidas patadas y golpes contundentes desde aquel atardecer hasta que la noche ya había caído. Sabía que al día siguiente era peor, pero no tenía otra opción… No responderles era el único modo de ganar tiempo…

 

La noche había caído hace rato. Los bandidos se turnaban para descansar y hacer guardias fuera, probablemente para evitar un intento de escape. Pero el muchacho estaba decidido a no morir allí, y definitivamente no de esa manera. Tenía la boca reseca y sentía su estómago gruñir cada pocos momentos, pero ahora mismo tenía otras prioridades.
No habían dejado nada en la tienda en la que se encontraba recluido, lo cual era esperable y predecible. Tras casi media hora de esfuerzo, había logrado zafarse de la mordaza, dando una larga bocanada de aire por la boca. Pero el problema permanecía; no solo seguían sus manos atadas tras su espalda sino también sus pies. Con bastante esfuerzo y retorciéndose por el suelo logró alcanzar con la cabeza las cuerdas de los pies. Con cuidado y convicción comenzó a mordisquear. Y mordisquear. Y mordisquear.
Y mordisquear.

Y mordisquear…

Unas tres veces en la noche habían ido los vigías nocturnos a revisar que aún se encontrase allí. En cada ocasión que oía los pasos acercarse, el joven se hacía un ovillo con la cara contra el suelo para que evitar que notasen la mordaza salida.
Y así había seguido por horas, hasta que se habían dejado de oír las lechuzas nocturnas para oírse en su lugar las primeras aves matutinas y madrugadoras, pero antes de que saliesen los primeros rayos de luz. La boca le dolía y las ansías le sangraban, pero había logrado cortar la soga de los pies. Con sumo silencio y lentitud se colocó de pie. Seguía maniatado, pero al menos tenía sus piernas. No le quedaba realmente demasiado tiempo, y era probable que al alba fuesen a revisar que siguiese allí y notarían la soga ausente en los pies, pero aún peor, por si fuese poco, estaba débil por la falta de alimento y agua.

Quedándole solo una opción, cruzó la salida de la tienda y tras un rápido vistazo echó a correr directo al bosque. Tan pronto había cruzado la salida había oído gritos seguidos de pasos detrás suya. Pasos rápidos y veloces. Corrió por entre arbustos y pinos por un pequeño trayecto antes de que uno de los bandidos le alcanzase y le placase contra el suelo. Luego otro golpe a la cabeza…

 

Un golpe en la cabeza que ahora se traducía en una fuente puntada en la misma. Tardó en reaccionar, pero eventualmente su consciencia remontó, aunque con muchas más dificultades que antes. Por debajo de las pieles que cubrían la entrada a la tienda veía ya la luz solar entrar e iluminar tenuemente su cautiverio, por lo cual podía asegurar que ya era de día.
Volvía a estar atado, pero ahora podía ver claramente los pies de un bandido justo en la salida de su tienda, parado allí durante varias horas. No iba a moverse. Sus posibilidades de escapar se habían agotado. En cuanto la siguiente luz del alba llegase, sería ejecutado antes de que aquellos bribones escapasen y se saliesen con la suya… Con su dinero… El dinero de la casa de sus padres. Aquel sería su fin, rodeado de pordioseros que vivían de atacar gente y ahora escaparían con su dinero; por su imprudencia.

Las horas pasaban. A veces los bandidos intercambiaban palabras al otro lado. No iban a encontrar a ninguna “familia noble” ni “comerciante adinerado” para pagar su rescate, y de ello comenzaban a darse cuenta. Los oía afilar hojas, por el sonido probablemente hachas, no espadas. Hasta donde él sabía, se preparaban para su ejecución.
Eventualmente su consciencia volvió a desaparecer, debilitado por el hambre, la sed y el dolor de las golpizas que había recibido. No aguantaría mucho más…

 

 

-¡Que no quede ni uno!-
El sonido de una pelea fuera fue lo que le despertó. Oía los sonidos amortiguados, pues incluso sus oídos se encontraban debilitados en aquel preciso instante.
Parecía estar en su máximo auge. Su primer instinto fue aprovechar la confusión para correr y huir de allí, pero pronto recordó que seguía atado de pies y manos, sin contar la mordaza.
Cuando los sonidos de pelea cesaron, se hizo un silencio temporal. Se oían pasos de un lado al otro, ir y venir. Sintió monedas, probablemente quien fuese había encontrado su dinero. Y eventualmente, alguien abrió la tienda y le vio allí irreconocible, lleno de moratones, heridas abiertas con riesgo de infección.
-Tenemos a alguien aquí-
Se oyó una voz grave, de lo cual parecía ser un soldado. Un explorador gilneano, con su correspondiente insignia identificando su pertenencia al ejército del reino. Pronto otros dos entraron al lugar, ayudando a desatar al joven prisionero. Pero seguía débil y, eventualmente, su consciencia volvió a desvanecerse…

 

 

 

-Darius. Darius, despierta…-
-¿madre….?-
-Despierta, Darius-

Los sonidos amortiguados se oían… Se oía una voz. Masculina, gruesa. Sentía varios vendajes en algunas zonas de su cuerpo, y aún parecía dolerle cada golpe que había recibido. Abrió levemente los ojos…
-Darius, muchacho. ¿Estás bien?-
Cuando acabó de abrir los ojos, o lo que podía del derecho ante la notable hinchazón, notó a su antiguo mentor de herrería parado a su lado, de brazos cruzados.
-Estarás confuso. Has sido traído a una clínica del ejército gilneano. Balbuceabas el nombre del pueblo y mi herrería mientras estabas en el otro mundo, por lo que me contactaron y me avisaron de… Esto-
Darius tragó saliva. Sabía que había cometido una imprudencia y que había pagado el precio.
-Te dije que no era buena idea viajar con todo ese dinero encima, muchacho. Afortunadamente, el ejército accedió a devolver parte del dinero que se encontraba en el campamento. Aunque es… Menos de lo que solía ser-
El joven bajó la mirada, pensativo. Esperaría a su recuperación y luego tomaría una caravana, no cometería el mismo error dos veces.

Se despidió de su maestro de nuevo cuando el tiempo había pasado, mientras se preparaba para volver a partir.
Ningún animal cae en la misma trampa dos veces

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Capítulo 2: Forjador del Destino

 

El sonido del martillo golpeando sobre el metal caliente, incesante y monótono, era una constante misma de la forja. El joven herrero, de cabello negro y piel morena, golpeaba con dureza el metal, una espada de acero y la última del pedido que había realizado la guarnición local de Piroleña.
Habían pasado dos años desde su casi traumática experiencia en los caminos. Había llegado a aquella aldea junto a una caravana, habiendo aprendido de su error. Con la parte del dinero que su antiguo mentor había logrado que le devolviesen había comprado una pequeña vivienda en la aldea, pero nunca pudo invertir en su propia forja como había soñado. Pero incluso así, había logrado ser contratado por una herrería local con buenos contactos y buena paga, y podía permitirse vivir en relativa paz y prosperidad gracias a su trabajo.

Arrogante y terco eran dos palabras que describían perfectamente la personalidad del joven adulto en aquel momento. Se creía superior y mejor que muchos de los herreros allí que llevaban años en las forjas y a menudo tenía roces e intercambiaba palabras de manera bastante enérgica con ellos, pero nadie en el pueblo podía negar realmente que no se le diese bien lo que hacía, incluso cuando su personalidad hacía dar ganas de lo contrario.

Habiendo acabado la última espada, finalmente era libre. Tomó su martillo, aquel que había forjado hace años, pues en su arrogancia no consideraba a nadie digno de usarlo y se negaba a dejarlo en la herrería.

Saliendo del local se dirigió a su hogar, lo cual fue pronto pues no vivía demasiado lejos de donde trabajaba. Acercándose a la puerta, insertó la llave y dio la vuelta al cerrojo, destrancando, entrando y cerrando la puerta a sus espaldas. Dejó el martillo de acero sobre una mesita cercana a la entrada y se dirigió a su habitación. Una lanza permanecía colgada en la pared por encima de la cama, en horizontal y sostenida por dos clavos. Aún la retiraba a veces para lanzar algunas estocadas al aire, tratando de mantener su precisión para evitar encontrarse en otra situación donde no pudiese defenderse. Pero hoy no la tocaría.
Avanzó por un lado de la cama, que no era nada sacada del otro mundo y aún permanecía sin hacer desde la mañana. Revisó en algunos cajones tomando ropa limpia y acto seguido se retiró y cambió las ropas usadas y sucias que solía usar cuando debía trabajar en la forja.
Necesitaba ropa limpia. Había quedado con Helene, una joven de Piroleña, para ir a comer algo en alguna zona del pueblo.

Su vida había comenzado a prosperar en aquel sitio desde que había llegado. Tenía su propio hogar, un trabajo que no consistía en arar la tierra y ahora salía con una mujer de clase media; de una cabellera larga y marrón, ojos verdes y piel clara.

Acabó de colocarse la chaqueta, de color negra y tela buena, la cual había comprado recientemente, acompañado de un sombrero bombín del mismo color que su chaqueta, haciendo juego ambas cosas. Dirigiéndose a la cocina, tomó un ramo de flores que tenía preparado para la ocasión y, tras mirarse en el único espejo de la casa, peinarse un poco las puntas del cabello y acomodarse bien el sombrero, estaba listo para su cita.

Tomó las llaves. Abrió la puerta, y trancó a sus espaldas…

 

 

 

El sonido del martillo golpeando sobre el metal caliente, incesante y monótono, era una constante misma de la forja. Darius tenía en aquel entonces ya sus 19 inviernos cumplidos. Retirándose el delantal de trabajo y dejándolo en algún rincón de la forja se puso en marcha a su hogar.

Era plena primavera. Las calles de Piroleña eran un bullicio incluso por aquellas horas de la tarde, ya comenzando a oscurecer. Al cruzar el mercado el escándalo era aún mayor, con gente yendo y viniendo constantemente de un lado al otro. Algunos haciendo las compras para el día siguiente, otros simplemente dedicándose a vender de manera ambulante por las calles. De un modo u otro, el mercado siempre estaba lleno de gente en aquellas épocas del año, cuando los cultivos comenzaban a crecer con fuerza renovada tras el duro invierno.

Una vez más y como tantas otras se detuvo frente a su casa. Insertó la llave en el cerrojo, giró, entró y cerró la puerta tras de sí. La casa era un desorden en aquel momento, llena de cajas, muebles y ropa sin ordenar por doquier. Afortunadamente había prosperado con Helene, y ahora estaba en proceso de mudarse a su hogar para poder vivir juntos. Entró a su habitación, la cual resultaba ahora más pequeña con la incorporación de una cama para dos personas. Rodeando la misma, la cual aún estaba pendiente de colocarle siquiera mantas, tomó algo de ropa limpia para poder quitarse la ropa de trabajo y colocarse algo más cómodo.
Cuando estuvo listo y había dejado su martillo en su lugar se dirigió a la cocina, observando todo en detalle. Donde fuese que mirase solo había cajas y más ropa por ordenar, lo cual le daba dolores de cabeza solo de pensar el tiempo que costaría traer el orden de nuevo a su otrora pacífico hogar.
Soltó un pesado suspiro cuando oyó golpes en la puerta. Había prometido a Helene que le ayudaría a traer las últimas cosas a la casa y, al otro día, ayudarla a acomodar todo. Se dirigió a la entrada, tomó las llaves de la casa, abrió la puerta y tras saludar a Helene por primera vez en horas desde que había entrado a trabajar, cerró y trancó con llave a sus espaldas.

 

 

 

El sonido del martillo golpeando sobre el metal caliente, incesante y monótono, era una constante misma de la forja. El joven herrero de 21 inviernos permanecía en su lugar, dándole forma al metal que formaría parte de una obra más grande; una armadura completa, un pedido que tenían pendiente. El medio día había pasado y era ya plena tarde, las dos precisamente según el reloj de bolsillo que le había regalado Helene en su último aniversario.
Jadeando y corriendo, un joven entró a la herrería apresurado, mientras todos allí centraban su mirada en él. A Darius era a quien se acercó, y por su rostro estaba claro que se hacía a la idea de qué se trataba.
-Escúpelo, ¿qué ocurre?- Preguntó el joven herrero con su herramienta de trabajo aún en la mano, observando al joven que no pasaba de los 15 años y no dejaba de jadear.
-¡El doctor! ¡El doctor dice que la señorita Helene va, va a…- Aunque el mozuelo se tomó un momento para retomar el aliento antes de hablar, lo cierto es que pronto descubrió que no haría falta.
Darius salió corriendo de la herrería con su ropa de trabajo e incluso el martillo en la mano, abriéndose paso por entre las acaloradas calles del pueblo, pues el verano había caído ya y la temperatura se notaba, como cabía esperar, bastante por encima de lo normal.

Se encontraba llegando entre jadeos a su hogar. Con apuro abrió la puerta la cual se encontraba sin trancar e ingresó dentro. La casa, a diferencia de hacía dos años, se encontraba ya ordenada y pulcra. Nuevos muebles y objetos se habían incorporado por todo el hogar, útiles o meramente decorativos. Ahora lograba vislumbrarse una puerta al fondo de la casa que antes no se encontraba allí; una habitación que con ahorros y duro esfuerzo habían mandado a edificar para que funcionase como habitación para el hijo que venía en camino.

Dirigiéndose a la habitación, Darius se encontró con la conmovedora escena de Helene sujetando una bola de paños y telas en sus manos. El partero inclinó la cabeza y, entendiendo que debía dejarles un momento de privacidad, salió de la habitación.
Con pasos dubitativos el joven se acercó al lado de la cama, junto a su pareja y fue entonces cuando observó la pequeña cabecita de quien sería su descendencia.
-Es niña- Musitó con una sonrisa Helene. La criatura poseía una piel aún clara, pero que era posible que acabase tornándose más oscura por herencia de su padre. Sus ojos aún permanecían cerrados, volviendo imposible el saber exactamente de qué color eran estos.
La mujer tendió a la niña hasta los brazos de su padre, quien la sujetó con orgullo y una sonrisa en el rostro que era difícil de opacar.
-¿Recuerdas los nombres que acordamos si era niña?- Preguntó con una indulgente sonrisa Helene desde la cama, mientras observaba a Darius sujetar a su hija. Las palabras cruzaron por la cabeza del joven, desde su mente y sus recuerdos directamente hasta su boca...

-T(...) F(...)-

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Capítulo 3: Las hermanas Pérdida y Traición

 

El sonido del martillo golpeando sobre el metal caliente era irregular. La mirada del joven de 22 inviernos se mantenía fija en el metal al que estaba dando forma y, aun así, de alguna manera su mirada se expresaba de manera irregular.

Fue sorprendido y dio un respingón cuando uno de los herreros le posó la mano en el hombro.
-Yo me encargo de esto, muchacho- 
Era evidente que algunos habían notado que el joven herrero moreno no estaba en sus máximas condiciones en aquel día y pronto le relegaron a trabajos más sencillos, asumiendo que tendría algún problema con su familia que le estaba impidiendo concentrarse.

Su problema, sin embargo, no era su familia. Tenía un trabajo, tenía una mujer que le quería con todo su ser y una hija maravillosa.
Lejos de eso, su problema radicaba en algo mucho más profundo. Hacía años sus padres habían muerto ambos por una extraña enfermedad, de manera aparentemente natural.
Pasados dos días la muerte de sus padres, un burgués había llegado a aquellas tierras ofreciendo una cierta suma de dinero por la casa y en consecuencia la granja en la que trabajaban sus padres. Evidentemente los primeros días e incluso semanas el joven se había negado a ceder nada, pero luego de que resultase evidente que no podría cuidar de los campos de sus padres él solo, había cedido a vender la tierra.
El problema ahora era aquella misteriosa carta. Sin remitente y de una letra cuidada, sellada pero sin la marca de ninguna casa u organización oficial, emitida a él y solo a él. Una carta tan misteriosa como abrumadora, describiendo con un sombrío detalle las verdaderas intenciones y maquinaciones de la persona que hacía años de joven le había comprado todo…

A la atención del ciudadano gilneano Darius (...)

03 de Enero del año XXX Después de Merendar ((-2 a.p.o))

Esta misiva tiene la intención de ser corta y concisa. Ha llegado a mis oídos información que puede interesarle respecto al comerciante llamado Karl Smith que compró su propiedad hace años tras la muerte de vuestros padres. Se han adjuntado pruebas junto a la misiva que indican el envenenamiento de vuestros padres tras repetidos rechazos de la venta del terreno. Se presupone que planeaba sacar de en medio a los adultos más tercos para poder comprar las tierras a alguien más inocente, y lo logró.

Admitiré que otorgo esta información porque la eliminación del señor Karl Smith me es beneficiosa, y a vos también. Sabemos que se encontrará hospedando en vuestra antigua casa, pero solo durante esta semana. Realizad presto este trabajo, vengad a vuestros padres, y seréis gratamente recompensado. Esperad a un mensajero en la capital de Lordaeron, pues deberéis huir de Gilneas. Si tratáis de hablar de esto con alguien o enseñáis esta carta a las autoridades, vuestra familia podría sufrir un accidente. Tenedlo en cuenta y quemad la carta antes de proceder.

Por la Luz, por el Rey, por Gilneas

 

Así acababa la nota, sin una firma o algún comprobante en lo absoluto que le diese siquiera alguna validez para solicitar protección a la guardia. La nota no decía nada respecto a ignorar el trabajo pero, ¿cómo podía estar seguro que las consecuencias de ignorarla no serían igual de catastróficas?
Permanecía en silencio en su habitación, sentado sobre la cama con la nota en la mano y observando ocasionalmente la lanza colgada en la pared sobre la misma. Cuando oyó la puerta abrirse, todo cuanto pudo acertar a hacer fue guardarse la nota en el bolsillo y sonreír a Helene. Sin embargo, la distancia había crecido entre ambos desde que aquella carta maldita había llegado a sus manos, y pocas palabras intercambiaron más que para avisar a Darius que la cena estaba lista.

 

 

 

Aquella misma noche luego de que Helene y su hija se hubiesen dormido, el joven cuidadosamente había tomado su lanza, su martillo, algo de comida, abrigo y había partido, sin mencionar nada a nadie.

En su primera parada en el camino y la primera hoguera, quemó la nota.

Para la siguiente noche había llegado a su antiguo hogar. Un dolor le recorrió el pecho con fuerza mientras observaba la casa a lo lejos. Era invierno y hacía frío, y una chimenea que antes no estaba allí humeaba tranquilamente, y por la casi oscuridad que se llegaba a traslucir a través de las ventanas podía intuir que la persona que venía a buscar se encontraba dormida.
Apartando su agotada vista hacia el campo pudo ver varios cultivos, el sitio prosperaba. Por un par de minutos se quedó observando, nostálgico y perdido en sus pensamientos.
Volviendo a la realidad, recordó la deplorable tarea que tenía aún entre manos. Observó a los lados del camino, asegurándose de que no cruzase ninguna inoportuna patrulla de soldados. Era irónico que alguna vez hubiese defendido a un animal en aquellos caminos; él estaba a punto de convertirse en algo peor que aquellos granujas adolescentes.
Comenzó a acercarse con cuidado a la casa. Nadie conocía aquel terreno, cada inclinación y desperfecto, mejor que él. La casa, aunque con cambios, seguía siendo la misma en esencia. Se dirigió a la parte trasera de la casa, donde tal y como recordaba se podía encontrar una entrada externa al sótano. Tomó de su pequeña bolsa de suministros un pequeño trozo de metal alargado, el cual sería llamado por alguien experto en el tema como “ganzúa”. Ciertamente, alguna vez había visto el proceso de creación de un cerrojo teniendo tan estrecha relación con los metales, pero aquello era algo que tendría que intentar por primera vez si no quería hacer de su horrible tarea un espectáculo de puertas rotas, gritos y persecuciones.
Finalmente, tras varios minutos de intentos se oyó un “click” proveniente del candado. Con cuidado lo abrió y retiró las cadenas, dejando la entrada al sótano libre al fin.

Sus pasos avanzaban con cuidado en un descenso silencioso a la oscuridad del sótano. Debajo se tomó un buen tiempo andando en la oscuridad, tanteando las paredes y todo lo que había guardado ahí debajo para guiarse. Afortunadamente, la escalera que ascendía al interior de la casa seguía estando donde la recordaba. Subió las escaleras hasta llegar al interior del hogar. Con lentitud avanzó hasta el pasillo que daba con las habitaciones. Desafortunadamente, la casa contaba con dos habitaciones, la que recordaba pertenecía a sus padres y la suya. Primero echó un vistazo a la habitación que solía pertenecer a sus padres, que permanecía con la puerta entreabierta. Dentro había varias camas y literas de calidad barata, donde parecían estar durmiendo criados contratados para cuidar el campo.
Alejó la vista de esa habitación y la centró en la otra, con la puerta cerrada. Se acercó unos pasos y posó la mano sobre el pomo, lo giró y empujó levemente la puerta para abrirla un poco y mirar dentro. Había dos personas dormidas en una cama extensa en lo que alguna vez había sido su habitación, y reconocía la cara de uno de ellos. Era la persona que había venido a buscar.
Empujó un poco más la puerta, la cual chirrió. Por un segundo se congeló, pero afortunadamente el sonido no había sido lo suficientemente fuerte para despertar a nadie. Aún le costaba creer lo que estaba a punto de hacer. Habría vengado a sus padres, pero no así… No de esa manera. Sin embargo, tenía que hacerlo pues ahora tenía otra familia a la que proteger. Incluso si suponía no volver a verles nunca.
Sus pasos se acercaron hasta un lado de la cama, en silencio. Tomó un cuchillo que colgaba en la parte trasera de su cinto, observando a la pareja dormida sobre la cama. Su voluntad se tambaleaba y la mano le temblaba al ser consciente de lo que estaba a punto de suceder, pero ya no había vuelta atrás. Cerró los ojos un momento y en el silencio de su mente rogó a la Luz por perdón, antes de volver a abrirlos.

Acercó la mano… Y estaba hecho. Un corte limpio en la garganta de un hombre que estaba dormido y sin posibilidad de defenderse, una imagen que quedaría grabada en su cabeza. El comerciante dio un respingón y trató de gritar, pero la única respuesta que recibió fue el ahogarse con su propia sangre. Desafortunadamente una de las manos del hombre llegó a tocar a la mujer en busca de auxilio, incluso aunque fuese ya demasiado tarde. Darius se dio cuenta que las cosas no irían tan bien cuando la mujer abrió los ojos y chilló horrorizada. No había vuelta atrás, era un asesino y los hombres y mujeres de la ley le buscarían si se quedaba allí. Echó a correr fuera de la habitación, hacia el pasillo. Un par de criados se habían asomado desde su habitación para observar qué ocurría. Sin pensarlo mucho y dependiendo su vida en ello, Darius echó a correr al fondo del pasillo para poder escapar por la ventana de la casa, ya no hacía falta hacer silencio y sin muchos problemas rompió el cristal. Uno de los criados de la granja sin embargo, robusto y envalentonado, se arrojó a correr tras el joven asesino, tratando de tomarle de una de las piernas cuando estaba saliendo por la ventana para tratar de jalarlo dentro de nuevo y evitar que el criminal escapase invicto. Con un rápido movimiento del brazo el cuchillo se enterró en la mano del valiente criado, el cual solo quería ayudar. Con un grito apartó la mano y dejó al joven libre, que echó a correr ya en el exterior. Y siguió corriendo, y corriendo en la oscuridad, incluso ya luego de llevar rato avanzando y ver luces a lo lejos en los caminos, siguió corriendo.

Avanzó por los caminos de Gilneas sin detenerse, sin tregua. No se detuvo nunca en los pueblos y evitaba a las personas. No había podido hacerlo sin llamar la atención, aquellas personas sin duda darían su descripción a los soldados.

Incluso cuando avanzó por las zonas cercanas a Piroleña jamás se detuvo, no podía mirar atrás, no debía hacerlo. Ya había cumplido, nadie haría nada a su familia…

 

 

 

Sus pasos cansados se movían ya casi por sí mismos. Había logrado cruzar la frontera y llegar a Lordaeron hacía ya días y, lejos de la zona fronteriza, había podido darse la libertad al fin de detenerse en los caminos, descansar, reponerse en los pueblos. Pero sus piernas estaban cansadas y su mente; destrozada. En menos de una semana había pasado de vivir tranquilamente con su familia a estar exiliado de su tierra, lejos de su mujer y para mayor de dolores, de su hija. No podía confiar en nadie para contactar con ellas, y hacerlo de manera directa en ese preciso instante las habría puesto en peligro. No le quedaba nada.

Sus pasos se arrastraron por la ciudad capital de Lordaeron, como le habían indicado. Allí esperó, por días e incluso semanas. Pero nadie fue. Nadie se apareció. Ningún mensajero, ninguna noticia. Por supuesto… Quien fuese que tuviese interés en acabar con el comerciante Karl Smith, ya fuese por intereses políticos o personales, ya tenía el trabajo completado y sabía que no podría volver ya, ¿por qué se molestaría en darle siquiera noticias de su familia?

No tenía ninguna clase de futuro en Lordaeron, y siendo un reino vecino de Gilneas tendría problemas si alguien se enteraba de quién era y lo que había hecho. Mientras se hospedó en aquellas tierras simplemente decidió ser llamado Stahl, evitando su verdadero nombre por precaución.
Algo estaba claro por encima de todas las cosas. No podía quedarse en Lordaeron. No en el norte. No estaba a salvo.

No tenía dinero para costearse viajes en caravana, así que aún con la lanza y el martillo que se había llevado antes de partir desde Piroleña en un viaje solo de ida decidió ayudar a escoltar caravanas en su lugar. En cualquier caso viajaba con ellas, pero sin tener que pagar dinero y ganándolo él en su lugar.
No se le hacía fácil viajar lejos del norte a base de escoltar caravanas. A veces no coincidían con su camino, a veces debía tomar algunas que regresaban y retroceder varios pasos en el mapa. Pero eventualmente acaba desplazándose más al sur que hacia el norte. Por un buen tiempo aquella había sido su vida, en un peligroso viaje escoltando distintas caravanas. Un viaje que le había costado meses completar. No todo era malo, y había conocido a muchos comerciantes y viajeros en su camino. A algunas caravanas que se dirigían al norte, a Gilneas, les dejaba a veces notas sin firma para su mujer, para que al menos supiese que estaba bien, incluso si no se mencionaba a sí mismo de forma directa. No tenía muchas esperanzas de que ninguna de las caravanas que se encontraba más al sur acabasen cruzando por Piroleña, pero nada perdía por intentarlo.
Más de una vez a esas alturas había tenido que alzar sus armas junto a otros escoltas para proteger las caravanas de bandidos y criaturas oportunistas, sumando usualmente un par de muertes más a sus espaldas.

Las ruedas del carromato giraban sobre el camino y los primeros árboles comenzaban a verse a los lados, pudiendo observar los primeros grandes bosques a lo lejos.
Habían llegado al reino de Ventormenta…

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Capítulo 4: Padre de Destinos

 

El sonido del martillo golpeando sobre el metal caliente, incesante y monótono, era una constante misma de la forja. Stahl moldeaba el acero con relativa facilidad, dando forma a alguna herramienta que se había encargado a la herrería.
Stahl… ¿En qué momento había adoptado aquella mascarada como su nombre? En algún punto se había vuelto una costumbre en los caminos y las caravanas el presentarse de aquel modo, y para cuando había llegado al sur… Las costumbres son difíciles de dejar atrás. Solo había una persona en todo el reino de Ventormenta que conocía su nombre real, su historia y su pasado. Diana Loire, una mujer de piel sonrosada, cabello marrón y ojos verdes. Llevaban 13 años juntos ya, y se habían casado durante los tiempos de la reconstrucción de Ventormenta.

Mientras observaba el fuego y los golpes del martillo dar forma al metal, no podía quitar de su mente las malas memorias de su cabeza, su pasado manchado de sangre. Había habido un tiempo hace años cuando los habitantes del reino de Ventormenta, en su orgullo y cabezonería habían asumido que podrían derrotar la amenaza de los orcos. Una confianza pegajosa, que invitaba a cualquier otro a creer. Cuando los orcos habían comenzado a invadir sus hogares, quemar pueblos y asediar la capital, estaba claro que aquel reino necesitaba ayuda. Se había enlistado como soldado temporal para colaborar durante aquella primera guerra. No por patriotismo, no por los reyes de aquellas fronteras en las que ni siquiera había nacido o por simple amor a sus tradiciones; si no su familia. Porque, una vez más, tenía algo que perder y no pensaba soltarlo fácilmente. Si alguien quería arruinar su vida de nuevo, bien podría tratar de hacerlo por encima suyo. Había ordenado a Diana huir a Lordaeron a mitades de la guerra, hasta que el sur fuese seguro de nuevo. Había sido entonces cuando se enlistó para colaborar.
La guerra, sin embargo, había probado ser mucho menos poética de lo que los cuentos o historias relataban. Pronto se dio cuenta que no se trataba de un héroe entre las filas pronto para derrotar la amenaza inminente con una espada y un escudo; muchos de los compañeros de guerra que había conocido en un principio habían muerto por ese pensamiento. Era solo un hombre, armado, como tantos otros entre las filas. No era su escudo ni su arma la que llevaría a la victoria o derrota, eso no dependía de él. Sangre se derramó, mucha sangre enemiga y aún más sangre aliada.
Las llamas, las armas de asedio, los gritos, las órdenes, las muertes, las mutilaciones; todo aquella resonaba con fuerza en la mente del herrero mientras daba forma a las herramientas que habían encargado en la forja.
Para cuando los orcos estaban lanzando su asedio a Ventormenta, ya no quedaba nada que no hubiese visto. Decidió retirarse mientras tenía tiempo junto a los refugiados que partirían a Lordaeron, y con algo de suerte lograría rencontrarse de nuevo con su familia luego de un año de guerra contra los orcos.

Y entonces, estaba la actualidad. Se acercaba a las 4 décadas, le costaba asimilar cuán rápido había pasado su vida. Aún podía recordar a su maestro herrero, a Helene, a su hija, el bullicioso mercado de Piroleña, los viajes en caravanas hasta el sur. El momento en el que había conocido a Diana, el nacimiento de su actual hijo, con la mala fortuna de haber nacido en el mismo año que aquel condenado Portal se había abierto.

El último martillazo azotó el metal, antes de enfriar la herramienta ardiente y que quedase en su forma definitiva. La dejó junto a las varias espadas, arcos y ballestas que el ejército de Ventormenta había solicitado. Se retiró los guantes de trabajo, saliendo de la herrería. Su turno había acabado.
Se dirigió a su hogar. Llegó ante la puerta, posó la mano sobre el cerrojo y la abrió. Una memoria le golpeó la cabeza como un látigo, recordando la puerta que siempre abría al llegar a su hogar en Piroleña, con aquella familia que había dejado atrás. Abrió la puerta y entró. Se dirigió a su habitación, rodeó la cama y dejó la ropa de trabajo a un lado mientras se ponía la ropa del día a día. Mientras acababa, Helene se acercó por la puerta.
-Darius, el almuerzo está listo-
-Acabo esto y voy, Helene-

Un silencio incómodo se hizo mientras acababa de colocarse la camisa. Cuando Darius se dio la vuelta para preguntar qué ocurría, entendió su error. Diana simplemente sonrió de manera apagada mientras se dirigía a la cocina de nuevo. No era la primera vez que las memorias le golpeaban con aquella dureza, trayendo a la luz memorias que debería haber superado. Lo que era peor, cuanto más tiempo pasaba con su familia, cuanto más veía a Diana y a su hijo, más pensaba en Helene, su hija y la vida que se había visto forzado a dejar atrás. Pronto, mientras salía de su habitación, su hijo entró a la casa también. Agitado se dirigió a su padre, enseñando un raspón en la rodilla.
-¡Pa, mira! ¡¿Esto dejará cicatriz?!- Extrañamente para otros que no conocieran al joven, su voz sonaba con más entusiasmo que preocupación. De hecho, no estaba preocupado en lo absoluto.
-¿No te he dicho que no necesitas cicatrices?-
-¡Pero yo quiero ser igual de grandioso que tú! ¡Derrotar a todas las bestias inhumanas que sean una amenaza!-

Su hijo, para su dolor, le consideraba un héroe. Pero tampoco podía persuadirlo de no hacerlo, ¿cómo podría alguien jamás explicar los verdaderos horrores de la guerra a una mente tan inocente? No, su hijo eventualmente dejaría la idea y viviría tranquilamente. Él estaría allí para asegurarse de ello.
-¿Pero qué dices? Déjale eso a los que saben al respecto. Vamos a comer-
Darius sacudió el cabello de la muchacha mientras se dirigía a la cocina, con ella detrás.
-¡Pero yo quiero ser una heroína como tú!- Exclamó con fuerza su hija mientras se dirigían a la mesa, donde Helene estaba ya colocando los cuencos con sopa.
Luego de sentarse en la silla del extremo de la mesa, volvió a observar a su hijo y a Diana. No podía quitárselo de la mente, no la vida que pudo haber tenido, la vida que había dejado atrás… Su hija. Había tratado de contactarles un par de veces pasada la segunda guerra, pero jamás había recibido respuesta. Quizás ya ni estuviesen en la misma casa, quizás algo les había ocurrido. Se sentía como si nunca fuese a poder saberlo, le desesperaba, le estresaba la simple idea de que sin él no les hubiese ido tan bien. Es cierto, es probable que les hubiese salvado la vida cumpliendo con lo que aquella misteriosa carta le había exigido, pero en cambio había condenado SU propia vida… ¿no?
Volvió a observar la mesa. Ahora mismo, su vida estaba bien. Tenía trabajo, una mujer que le amaba con todo su ser y su hijo. ¿No debería de estar feliz, satisfecho, dedicándose a pensar en ser el buen padre de familia que estaba fallando en ser?
¿Es que no había manera de calmar aquellas memorias, desesperantes, amenazantes con romperlo en cualquier momento?

¿Es que su condena jamás acabaría…?

 

¿Era aquello… Lo correcto?

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Capítulo 5: Rompedestinos

 

La maza, una bola metálica de acero llena de afilados pinchos, se alzó y descendió sobre la cabeza del último bandido. Era un campamento pequeño, cuatro individuos. Él y otros dos mercenarios habían sido contratados para aquella tarea. La mente se mantenía en blanco mientras mataba y cumplía. No le importaba la tarea mientras le distrajese y no le diese tregua a pensar; no se paraba a pensar y recordar en un combate. No tenía tiempo de arrepentirse de nada, de dejar que su corazón, su alma y sus dolores emergiesen.

Tenía ya cuarenta y cuatro inviernos cumplidos. Hacía seis años había discutido con Diana, cansada de que Darius no pudiese mantener la mente en tierra y, con cada vez más frecuencia, la confundiese con su pasado. Habían discutido muchas veces por ello, lo sentía en las discusiones, no pensaba, no recordaba. Nunca confundió a nadie mientras discutía con Diana, nunca dio tiempo a su mente para recordar.
Cuando Diana dejó caer, tras muchos años soportando aquella situación, que su esposo debía dejar la casa… No pudo soportarlo. No perder todo de nuevo, no vivir aparte de nuevo, no perder otra familia. En un intento de no pensar en ello, de no pensar en nada, se había separado de su familia por completo. Se había aislado, apartando su mente y centrándose en simplemente derramar sangre para subsistir.

Los años habían pasado ahora. Cuando la verdad le golpeó la cara, se dio cuenta de cuan inmaduramente había actuado para alguien de su edad. Su contratista le pagó la recompensa por acabar con los bandidos a él y a los otros mercenarios, pero las pequeñas ruedas metálicas de cobre se sentían más vacías que de costumbres. Recientemente se habían oído rumores de una guerra contra criaturas apocalípticas en el norte, bestias de pesadillas. Su hijo estaba allí. Su hijo estaba en el norte cuando ocurrió. Su hijo… Su hijo no iba a volver. El norte caería, y si Piroleña no había caído aún: lo haría también pronto, estaba seguro. En un solo año, a pensar de haberlos abandonado a ambos… Sentía por primera vez que había perdido a sus hijos. Era un sufrimiento que no podría soportar, no podía, jamás podría. ¿Cuántos errores tiene que cometer una persona para sufrir un dolor semejante? ¿Cuántos errores…?

 

 

 

Esa misma noche había desesperado, enloquecido, tranquilizado y vuelto a desesperar. No durmió, no esa noche y no las que seguiría. No tenía tampoco ganas de alzar su arma, no de nuevo, nunca podría ahogar un dolor semejante luchando. Por varios días y varias noches, lo único que se llegaba a oír desde la habitación que estaba pagando en Villa del Lago con el dinero que le quedaba eran los llantos, golpes e interrogaciones de desesperación de un hombre roto cuya determinación por seguir adelante se tambaleaba inestablemente.

Para cuando lo peor había pasado, tomó sus cosas y se dirigió a los bosques de Elwynn. Buscó el sitio más alto en las montañas, apartado y silencioso que el reino tuviese para ofrecer.

Viviría apartado de todo y todos. No quería personas, no quería compañía. Quería soledad, por primera vez pensar en paz. Dejar las memorias fluir libremente hasta que estas acabasen por destruir o reparar su mente de una vez por todas.

 

 

Epílogo

 

Ciertamente, no estaba seguro de cuantos años habían pasado. Sus memorias, aislado, habían fluido cada día sin descanso. Sus padres, su maestro herrero, Piroleña, Helene, su hija, Diana y su hijo. Los malos, también: ser apaleado por bandidos, el asesinato de un hombre mientras dormía, el abandono de Helene y su hija, su huida al sur, la guerra, las muertes, la sangre derramada, los gritos de dolor de desesperación, de civiles y soldados, las llamas.

Ahora sabía que no podía tratar de ver lo bueno que había tenido su vida sin aceptar lo malo y sus errores, ni tampoco ver lo segundo sin ver las buenas memorias que los acompañaron luego o antes.

Sin embargo, había una única cosa que no podía hacer, que jamás podría hacer si permanecía allí aislado de todo y todos en el mundo… Perdonar.
Podía ver lo bueno y lo malo, pero sus errores seguían siendo suyos, su culpa y su responsabilidad. No había sido la mejor persona, tampoco la más madura a veces. Su mente se había roto, había sido débil y otros habían pagado el precio de sus malas acciones y decisiones.

Por eso, un día se asomó a la armadura de mallas que usó en sus tiempos de mercenario, antes de la muerte de su hijo. Se la colocó una vez más. Tomó su escudo, y alzó la maza.

Mientras se encaminaba lejos de la cabaña abandonada donde se había refugiado en su aislamiento no miró atrás. En su lugar, observó el horizonte desde aquella zona elevada entre las montañas.

 

 

Era su hora de redimirse.

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