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Gauss

Irma King

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IRMA KING

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FICHA DEL PERSONAJE

Nombre: Irma King.
Raza: Renegada.
Sexo: Mujer.
Edad: Veintisiete años, en vida.
Altura: Un metro y setenta y un centímetros.
Peso: Cincuenta y tres quilos.
Lugar de nacimiento: Lordaeron.
Ocupación: En vida, dada al bandidaje. En la no-muerte ha puesto su filo al servicio de los Mortacechadores.
Afiliación: Los Renegados.


APARIENCIA

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De cuerpo más bien enjuto, incluso para los estándares renegados. Todo lo ágil y flexible que la no-muerte permite. La piel es grisácea, casi verdosa, atusada con alguna que otra cicatriz y parche de piel caída. En el rostro, delgado ya en vida, ahora escuálido y consumido, se le marcan los pómulos y las cavidades de los ojos. Sus cabellos son lacios y deslucidos, de un nauseabundo tono verdoso. Calza un parche negro y viejo sobre el ojo derecho, tal vez un recuerdo de lo que alguna vez fue, pues le sería sencillo reemplazar el ojo.

Viste, como muchos de sus compatriotas, ropas oscuras y carcomidas, generalmente curtidas en cuero. Bajo el jubón conserva un colgante de madera con el símbolo de la Luz Sagrada. Al cinto suele portar espada y puñal, y en ocasiones carga arco y carcaj a la espalda.


PERSONALIDAD

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El característico pragmatismo de los Renegados se luce con todo color y brillo en la no-muerta. Este, sin embargo, no la ciega de la realidad que la rodea; sus valores la acompañaron al otro lado de la tumba, aunque estos se resuman en la preservación de su propia existencia y aquello que la asegura. En este caso, el reinado de la Dama Oscura sobre la antigua Lordaeron.
Demasiado frágil como para combatir en primera línea a los vivos, dotados de robustos músculos y huesos, y relativamente inexperta en el uso del arco como para pertenecer al cuerpo de tiradores, busca poner su filo y habilidades al servicio de los Renegados de otras formas más sutiles. 

Bajo el gesto adusto e inexpresivo de la no-muerte se esconde la misma labia de la que disfrutó cuando sus arterias aun palpitaban. Cuida sus palabras y sus acciones, es buena amiga de la discreción y recela de la arrogancia y la soberbia.
Ninguna fe religiosa ata sus acciones, pero una nostalgia latente en los recovecos de su mente la mantiene encadenada a algunas pertenencias que se llevó a su muerte.

No disfruta con el sufrimiento ajeno, pero tampoco le incomoda. Puede mostrar piedad si lo contrario no consigue nada, aunque generalmente dudará antes de jugar su pellejo al enfrentarse a quien inflija dolor por placer o cuyos métodos considere excesivos. A pesar de esto, no es la fría máquina de muerte y eficacia que muchos de sus congéneres pretenden ser —tal vez incluso ella misma—. Situaciones reminiscentes de malas experiencias en la otra vida han provocado su incertidumbre y la han hecho dudar en numerosas ocasiones, y algún remanente de justicia o de crueldad puede aflorar en ciertas coyunturas.


HISTORIA

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No había habido demasiada diferencia entre sus dos nacimientos.

La primera vez fue pocos inviernos después de la apertura del Portal Oscuro, en una hacienda familiar en el linde de una de las arboledas de Lordaeron. La segunda, menos de treinta años después, bajo la sombra de los mismos bosques, ahora marchitos e infestados, a pocas fincas de donde fue concebida. Ambas veces había dado sus primeros pasos de forma inconsciente. Babeando, y gimiendo. Ignorante de la naturaleza de su entorno. Abandonada a sus instintos, ajena al conocimiento y a la razón. Entre sangre y chillidos. A estos, aun así, sólo una de las dos veces les siguió un resquicio de cariño y afecto.
Claro que, si se ha de ser justos, se ha de admitir que su último despertar fue notablemente más turbulento. La hacienda que la vio crecer supo proveer más sustento del que muchos soñarían, más educación de la que la mayoría gozarían, y más oportunidades de las que cualquiera creería. Pero, cuando el príncipe caído decidiría arrasar con las tierras del Reino y sus habitantes, el único sustento que ella recibiría sería el de los cuerpos que habían tenido la fortuna de no ser levantados, la educación de la que había disfrutado se desvanecería y sus oportunidades se verían reducidas a la elección entre servir a un soberano depravado o a una monarca de otra tierra.

Mas la decisión, para bien o para mal, no era suya. La Dama Oscura tomó la antigua patria de nuestra mujer y a los habitantes que aun la plagaban y les dio un propósito. Un propósito que, disfrazado de venganza contra quien les había condenado a esa eternidad de tormento y rencor, no distaba del de su anterior amo. Irma, como muchos de sus compatriotas, se veía en deuda con la antaño forestal que parecía haberles liberado de dos de sus cadenas: la fragilidad de la vida humana y el dominio del príncipe traidor. Sólo cuando el discernimiento entre aliado y enemigo, entre lo racional y lo irracional, entre lo instintivo y lo consciente se hizo claro, pudo recordar lo que alguna vez fue.

Los latifundistas que la habían criado rendían cuentas a la nobleza local, y su posición les permitía detentar un pequeño séquito de siervos y braceros. Irma nació fruto del romance entre una de las cortesanas de la hacienda y el hidalgo hijo de algún noble sin afecto por los compromisos y los rumores pero con una pronunciada pasión por las tierras de la finca y sus mujeres. La madre, para alivio del aristócrata, tuvo a bien morir en el parto, y la cría quedó huérfana. El patriarca de la hacienda acordó con el padre del ilustre donjuán encargarse del cuidado y la educación de la pequeña, a cambio de que el muchacho mantuviese su entrepierna fuera de los confines del latifundio. Irma fue instruida en la lectura y la escritura, así como en todo aquello que debía conocer para servir con diligencia y aptitud a los que eran más que ella por nacimiento. Tuvo más comodidades que el resto de villanos, pero nunca se le permitió olvidar su lugar.

Pasó los primeros tres lustros de su breve existencia ayudando en las cocinas, asistiendo en los partos y llevando a cabo recados en la capital. En el último de estos debía adquirir un bien de suma importancia de uno de los burgueses más afamados de la ciudad. Tal vez una vieja joya familiar, o un documento crítico para las políticas de la comarca. Jamás lo supo, pues del benefactor sólo encontró su cuerpo inerte con una sonrisa abierta en el cuello, y despojado de todo menos de sus dientes.
Temerosa de las represalias del patriarca al volver con las manos vacías, y de la ira de la justicia de Lordaeron si fuese relacionada con el crimen, resolvió echarse a las calles más sucias y a los distritos más humildes, afanándose cualquier moneda de toda forma posible, en busca de poder echarse algo a la boca. Como en innumerables ocasiones sucede en estas situaciones, su corta edad, su cuerpo pequeño y su mente despierta llamaron la atención de uno de los abundantes gremios de ladrones y maleantes de mala muerte. El lecho de paja que le concedieron no eran los linos esponjosos sobre los que dormía en la hacienda, pero cualquier cosa era preferible a lo que a ella se le antojaba como la mayor de las cóleras sobre la faz del planeta de mano de los terratenientes que aun aguardaban su regreso.

La siguiente década transcurrió manchada de menos cambios que la anterior, pero de mucha más sangre y mugre. Cinco inviernos se sucedieron aun en la capital, entre hermandad y hermandad de timadores y cuatreros. Escapando la justicia por poco y conservando todos los dedos de ambas manos por aun menos. A los veinte años, abandonó la roña de los callejones de la capital por el frío y la severidad de la intemperie. Fue absorbida por alguna banda de salteadores de caminos, y luego por otra, y otra, y otra. Allí aprendió a blandir un filo y a disparar un arco, y también perdió un ojo en algún encuentro brutal contra la guardia.

Para cuando la Plaga exterminó al pueblo de Lordaeron, Irma era ya poco más que una ilusión de la chiquilla que despojaba a los residentes de la capital de sus preciosos cobres, y no quedaba apenas nada de la pequeña que se había criado para servir junto a las otras mujeres de la hacienda. Sabía manejarse con espadas y puñales con soltura, y podía disparar un arco cómodamente. Había visto a amigos morir y, a los que no, les había visto saquear y asesinar hasta la saciedad. Y, por encima de todo, se había descubierto a ella misma haciéndolo.

Arthas y su condenada plaga tuvieron la buena fe de librarla de una vida de remordimiento, pero en el camino olvidaron permitir que descansara para siempre. Para cuando pudo recuperar el control sobre sus acciones, la cáscara vacía que llevaba su mente de un lado a otro le asqueaba. No eran los otros no-muertos los que le hubiesen provocado náuseas en vida, sino el hecho de ser uno de ellos.

Y, del mismo modo que no tuvo el coraje de volver a la hacienda tantos años atrás, no tuvo el arrojo de quitarse lo que los que la rodeaban llamaban no-vida.

 

Editado por Gauss
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