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Beretta

Roldán 'Callahan' Vargas

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Nombre In-Game: Roldán. Alineamiento: Neutral Bueno. 
Nombre del Personaje: Roldán Vargas, ''Callahan'' Fe: Las 3 Virtudes. La mayor parte del tiempo.
Edad: Cuarenta inviernos. Origen: Lordaeron, ciudad capital.
Raza: Humano    
Ocupación: Sacerdote/Mercenario Altura: Un metro ochenta y siete centímetros.
Afiliación: Ninguna. De momento. Peso: Ochenta y cinco quilos.

 

 

Parientes Allegados
Ninguno queda vivo ya de los que le rodeaban en su   juventud.  Murieron entre los muros de Lordaeron, como     tantos otros.              No queda ninguno ya vivo, de los que acompañaron a Roldán como sus mas cercanos. Todos yacen enterrados en algún lugar lejano.     
Complexión Tipo de ojos y color
Atlética y fuerte, de complexión robusta.  Azul cristalino.De mirada dura, y directa. Un tanto turbadora. 
Estilo de pelo y color Tono de piel
Melena, larga, y empañada por las canas.                                                                                                                                                                                        Tostada y tiznada de cicatrices. 

                                                                            

                                                                 

APARIENCIA

Un hombre alto, de complexión atlética y musculosa. Pese a que las canas poblan su corto cabello y las arrugas empiezan a hacerse muy patentes en su rostro, Roldán no parece encontrarse en mala forma. Viste con comodidad tanto sus ropas de ciudad como pesadas armaduras, como si los años lo hubieran acostumbrado a ella. No suele ir con ropas caras o armaduras vistosas, sinó que parece perferir la comodidad y lo práctico.

Sus ojos son de un color azul muy claro, lo que le confiere un cierto aspecto amenazador que desmiente -cuando le interesa - con una sonrisa bonachona y amable. Su rostro y su cuerpo reflejan tanto el paso de los años como el de las batallas vividas pues no pocas cicatrices recorren su piel. Una de ellas es especialmente visible, pues recorre su hombro izquierdo en vertical hasta la mitad del pecho, y suele sufrir de molestias en ese brazo durante los cambios de tiempo o al final de la jornada.

 

PERSONALIDAD

De personalidad pausada y tranquila, Roldán muestra siempre un trato hacia el resto que podría definirse sencillamente como cortés. Sus años entre las gentes humildes, trabajando entre mercenarios y gentes sin hogar lo han vuelto una persona pragmática y humilde, despegada de ciertas creencias o actitudes de sus compañeros. El vino, la compañía del sexo opuesto y otras muchas normas de carácter social han dejado de ser importantes para él, centrado mas en el trato cercano con las personas.

Su relación con la Luz, en ocasiones extremadamente turbulenta debido a sus propios demonios internos, le causa un cierto pesar que también refleja su carácter. Su habilidad para canalizar la luz se vio drásticamente mermada con todas las dudas y la culpa que le atenazaron tras su participación en la masacre de Stratholme. Pese a que no lamenta su papel allí, pues aun cree que todo aquello fue un acto de servicio para liberar a las gentes de la villa de un destino aún peor, el tener que haber dado muerte por su propia mano a tantos inocentes lo hizo culpar y dudar, durante muchos años, de la verdadera naturaleza de luz y sus instituciones. Son estas y otras dudas las que aún lo turban.

Editado por Beretta

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Introducción

El soldado herido

‘‘’Y verás sin duda el resurgir poderoso del guerrero, sin miedo a leyes ni a nostalgias y lo verás caer una y mil veces y levantarse de nuevo, con la pura bandera de su raza. ’’

 

Una figura ataviada con una armadura sencilla y de aspecto envejecido, pero no por ello con menos lustre, se alzaba ante la tierra abierta, observando el interior de la tumba abierta en silencio. La lluvia, que arrastraba restos de ramas y tierra al interior de la abertura, acariciaba también sus pies, filtrándose entre las placas y las botas desarrapadas. La túnica, pegada a su cuerpo por la humedad, apenas protegía su cuerpo del frío de la noche. Pese a todo, era un frío que el hombre, allí de pie, no parecía sentir ni reconocer. Los cuerpos, uno tras otro, eran depositados en el interior de la tierra, envueltos en una fina tela de lino que ocultaba el estado de los cuerpos a sus allegados.  Eran ya unas de las últimas que cavaban esa larga noche, y por suerte los cadáveres ya no daban para muchas más. Las tareas de entierro de los muertos habían ocupado sus últimos días, y apenas se había despegado de aquél camposanto en los últimos días. Las bajas no habían sido pocas, y el Imperio exigía entierros con honores para todos los defensores. 

Los comentarios y los murmullos,oraciones y quejidos se sucedían a su alrededor, pero apenas les prestaba atención. No era capaz de hacer comentario o pronunciar palabra siquiera por lo ocurrido. Un mutis se había alzado a su alrededor, mientras los diversos soldados, aldeanos y voluntarios seguían con las labores. Continuaba ayudando con los cadáveres sin apenas mirarlos, con su mente perdida lejos de todo aquello. Se apresuraban en deshacerse de los restos antes de que se convirtieran en un foco de enfermedades y trajeran aún mas desgracia a aquella villa. Apenas quedaba nada de la mayoría, consumidos por el fuego o aplastados por las mazas de los ettins que los gnolls habían llevado como armas de guerra. Muchos habían servido de carnaza también, y aquellas bestias no habían dudado en arrancar cuanto consideraran apetecible. El carro, ya vacío, se retiró, y sólo entonces empezaron a echar tierra, fangosa y pesada. Era un trabajo duro, pese a todo, agradecía encontrarse allí. Para él era casi un acto de catarsis, y una forma de aliviar su carga.

Los árboles, doblados y resquebrajados por la contienda, crujían con cada soplo de la débil brisa que soplaba acompañando la lluvia, como si su estructura ya no soportara permanecer en pie en aquel paraje, víctima de la guerra.  Los goterones de lluvia y sudor recorrían las arrugas que el tiempo había trazado entorno a sus ojos. El continuo entrenamiento y la disciplina estricta que se había autoimpuesto le habían permitido conservarse  vigoroso y saludable, pero no con ello había podido evitar que la edad se hiciera patente en su mirada y mucho menos en su carácter. 

Poco a poco los rostros, desencajados por el horror, desparecían bajo el manto de lino y tierra. El cuerpo de uno de los gigantes que habían portado los gnolls a la villa estaba tumbado sobre los restos de una casa cercana, con una de sus cabezas completamente destrozada. Algunos perros callejeros mordisqueaban sus sesos, correteando a su alrededor y totalmente ajenos a la destrucción y el terror que aquellos seres habían portado a la villa. Se hablaba por la villa que la propia Emperatriz había descendido de los cielos, terminando con sus enemigos de forma heroica. Él no la había visto, esa noche, y pese a que no dudaba de la palabra de sus compatriotas, su experiencia ya le había prevenido contra el aprecio ciego por los líderes. 

Ninguno de ellos iba a aparecer ahora allí, para ayudar a retirar los cuerpos de aldeanos y  gnolls habían quedado tirados en la calzada. Recorrer los rostros de los fallecidos tras la contienda estaba minando mucho más su moral de lo que había anticipado. Cada vez que retiraban los cascotes de alguna de las viviendas encontraban mas cuerpos, retorcidos o abrazados, tratando de protegerse inútilmente.Uno de ellos había tratado incluso de ataviarse con algunos enseres de cocina, a modo de improvisada armadura. Lo habían enterrado con ella, honrando su arrojo. Tal vez no hubiera salvado la vida, pero almenos la villa llegaría a un nuevo día. 

Con la mirada aun vagando sobre las tumbas del cementerio y las fosas abiertas, no por última vez cuestionó su decisión de abandonar a los suyos años atrás, poco después de batallar en Statholme. Recordaba una de las últimas veces que había lucido los colores del Reino y de la Mano, siguiendo un grupo de compañeros que se había lanzado a la desesperada por un flanco, en un intento de aliviar la presión sobre el grueso de las tropas. La mayoría no habían vuelto de aquello, y él bien podría -y debería, se recordaba de vez en cuando a sí mismo -haber sido uno de ellos. Los cuerpos de los caídos habían sido envueltos después en fino lino, igual que los que ahora depositaban en sus tumbas.  Le recordaban a Lordaeron, y a su caído monarca. A otras piedras solitarias, en otras villas, en otro lugar perdido de la mano de la Luz. 

Había olvidado el nombre de la pequeña, se recordó, como si ese hecho acudiera a él como un latigazo. La imagen de un tiempo pasado había vuelto a él, de forma vívida. Tras una de las batallas en las que había seguido a su príncipe, él y su teniente Lando habían encontrado los restos de una muchacha que apenas debía haber llegado a los 10 años cuando el enemigo había arrasado su aldea. La habían enterrado en silencio, quebrantado solo para pronunciar una escueta oración por aquella niña de rostro dulce y mirada suplicante, que había muerto consumida por las llamas unos días antes de que comenzara la verdadera masacre en Stratholme. Allí, su misma maza había golpeado el cráneo de muchachos que no debían tener muchas más primaveras que la joven. Su espíritu se había truncado tras aquellos muros. Habían avanzado tras su príncipe, convencidos de que Lightbringer se equivocaba y que aquello debía hacerse , no solo por el bien de su reino, sino también en nombre de la Luz. No debían permitir que todas aquellas almas fueran obligadas a servir a aquel mal, capaz de pudrir sus cuerpos y doblegar sus voluntades.  Su fe había permanecido firme durante los primeros enfrentamientos. Pero a medida que avanzaban entre las tortuosas calles, adentrándose en las casas para 'liberar' a sus ocupantes, tanto él como Lando sentían un mayor peso en sus corazones, y una menor convicción en sus golpes.  

Flaqueaban, los dos, sin apenas distinguir si la sangre que salpicaba sus túnicas era suya o de aquellos inocentes. La tela blanca y azul, reflejo de la pureza de la Orden se tañía en escarlata. Perdió a Lando allí, entre aquellas calles. Entre horcas y defensas improvisadas por los que, entre gritos de terror, condenaban a su Reino, a su príncipe y a aquellos que llevaban el símbolo de la Luz. A la luz misma, por abandonarlos a aquél destino. La muerte, entre manos de sus compatriotas o la servidumbre hueca, como miembros de la Plaga. 

Los dos se habían encaminado a morir en aquella masacre, pero solo uno lo había logrado. No sabía si alegrarse o maldecirse a sí mismo por la suerte de haber sobrevivido a aquello. Aunque hubiera sido de la forma cobarde en que fue.  No había mirado atrás mientras cabalgaba hacia el este, desertando de las tropas de su príncipe. Ni su fe ni su razón eran capaces de procesar todo lo que había ocurrido allí. 

Sus manos estaban manchadas de la sangre de inocentes desde entonces, y las pesadillas acudían a él de forma habitual. Era una herida en su corazón que ni el tiempo ni las buenas obras habían podido borrar,  pese a que trataba de convivir con ello. Desde entonces su relación con la Luz se había tornado tan tortuosa como su propio ánimo, interrumpido a menudo por el insomnio o la culpa. Había aprendido de ella que podía ser peor que una amante cruel, traicionera pero cálida. Ahorraba tratar aquél tipo de cuestiones con quienes como él habían caminado por las sendas de la fe. No era conveniente, y ni siquiera se sentía convencido de cuál debía ser su postura con respecto a todo eso. Todos los años que había pasado, vagando y como mercenario o sacerdote errante, le habían otorgado una cierta paz interior, pero no se había reconciliado aún con sus propias acciones. 

Apartando la mirada de las tristes señales que indicaban el lugar en el que reposaban otros muchachos y otras vidas perdidas, desplazó a un lado su dolor con la promesa de dedicarse a él en otro momento. No era día ni lugar para aquello. Debía que volver al campo de batalla.

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