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Galas

Calil-Esh Maliaram - Ibn Razho

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  • 𝔑𝔬𝔪𝔟𝔯𝔢: Calil-Esh Maliaram ("Calil, Pintora de Serpientes")
  • ℜ𝔞𝔷𝔞: Humana vagayermos
  • 𝔖𝔢𝔵𝔬: Femenino
  • 𝔈𝔡𝔞𝔡: 29 años.
  • 𝔄𝔩𝔱𝔲𝔯𝔞: 1,73m
  • 𝔓𝔢𝔰𝔬: 59 Kg
  • 𝔏𝔲𝔤𝔞𝔯 𝔡𝔢 𝔫𝔞𝔠𝔦𝔪𝔦𝔢𝔫𝔱𝔬: Tanaris
  • 𝔒𝔠𝔲𝔭𝔞𝔠𝔦ó𝔫:  Mercenaria

 

  • Í𝔫𝔡𝔦𝔠𝔢
    • 𝔈𝔳𝔢𝔫𝔱𝔬𝔰 𝔐𝔞𝔰𝔱𝔢𝔞𝔡𝔬𝔰
    • 𝔈𝔳𝔢𝔫𝔱𝔬𝔰 𝔄𝔰𝔦𝔰𝔱𝔦𝔡𝔬𝔰

 

  • 𝔐í𝔰𝔦𝔳𝔞𝔰

 

 

 

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Una tez bronceada por el sol del sur envuelve el cuerpo entrenado, grácil y ágil de esta mujer, que no ya muchacha. Cual espejo, sus ojos parecen haber atrapado el color de las arenas que han estado observando durante la mayor parte de su vida: Unos irises de un color marrón pálido que danzan bajo la luz , mostrando una expresividad clara enfatizada por unos ojos normalmente ahumados y delineados. 

Su rostro se ve joven, con una media melena de mechones oscuros y descoloridos, desgarbados y algo ásperos al tacto, desgastados por la salitre del mar, y el sol inclemente que suele recoger en una coleta trenzada. Su mirada profunda se ve enmarcada por unas gruesas cejas, de un intenso color oscuro, incluso más que su cabello, dándole una apariencia peculiar e indiscutiblemente extranjera de los reinos del este. 

Habla con un marcado acento: Aquel en el que derivó la lengua de los vagayermos de Tanaris, una mezcla de común y jerga pirata que con las décadas se ha entremezclado con términos trol y goblin, dando lugar a una lengua que mezcla la musicalidad con los sonidos graves y ásperos de una garganta rascada. 

Sus pasos son felinos, con una ondulación al caminar característicamente hipnótica y una seguridad cuasi predatoria. 

 

 

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La supervivencia es la máxima del desierto. Y por ello todo merece la pena ser sacrificado.

El honor del clan. La familia. La amistad. El dinero. El amor. La dignidad misma. Todo virtudes a las que aspirar pero que nunca anteponer ante el vivir un día más.

Los que olvidan eso están condenados a que sus huesos blanquecinos sean los futuros nidos de los Rocs de las arenas.

Y Calil no será hueso y polvo enterrado entre las dunas. 

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El hombre de patillas canosas, entrado ya en una edad madura a la que pocos llegaban en esas tierras observaba desde el saliente rocoso donde se asentaba su grupo la lejana costa. Envuelto en una capa de un profundo color azul, aquel que llamaban el Amigo de las Estrellas era testigo de como las banderas rojas con un particular simbolo negro estampado en ellas se mecían bajo la brisa del mar.

 

A un par de centenas de metros, más hacia el interior, un enorme campamento se había alzado. Tiendas de campaña repletas de criaturas de piel verde: La poca que llegaba a verse, pues la mayoría iban embutidos en pesadas armaduras de acero oscurecido y desgastado. Lo extraño no era eso, pues el vagayermos tenía suficientes años para haber visto ya varias veces como los extranjeros llegaban para invadir sus tierras.

¿Serían estos distintos? La mayoría acabarían enterrados bajo la arena, como casi todos. Pero según había podido ver, estos parecían estar compinchados con sus acérrimos enemigos, los trols. ¿Habían ido en busca de nuevos aliados? ¿Como desequilibraría eso las luchas de poder por Tanaris?

El desierto era grande, desde luego. Demasiado de hecho. Pero sus recursos eran escasos, y cada vez más demandados. 

Esa y muchas otras ideas pasaban por su mente cuando escucho unos pasos acercarse a él. No se giró, pues sabía que no era amenaza alguna.

-Ab, os he traido algo de té. - Inclinando la cabeza, Calil ofreció una taza humeante a su progenitor. Esta, de hierro finamente forjado y tallado contrastaba con la austera vida que vivian como nómadas del desierto. Claro está, que no la habían forjado ni tallado ellos.

 

Al-muhalled inclinó la cabeza con taciturnidad, y aceptó en silencio la compañía de su hija mientras seguía contemplando el horizonte, con un sol sangrante que tintaba de granates y violetas las blancas dunas.

-La Dama surca en solitario los cielos hoy. ¿Creeis que es eso un buen presagio? - La muchacha contemplaba el disco plateado que se intuia ya, compartiendo boveda celeste con el astro rey.

- Cuando la Madre discurre sola los cielos, es porque desea proteger a su niña de las guerras venideras. 

Con cierto deje de preocupación la muchacha torció el rostro. Señaló con el mentón hacia la lejanía. - Esas criaturas... ¿Nos darán problemas? 

Su respuesta fue el silencio. No pudo si no sonreir por su inocencia. ¿Cuando un extranjero no les había traido problemas? Los trols, originales habitantes de ese desierto, habían regado con su sangre las arenas, cada gruta ganada, cada fuente de agua obtenida, se la habían extirpado a esas criaturas con pólvora y acero.

 

Luego, llegaron los goblins. Sus máquinas humeantes oscurecían los cielos y en apenas unos años domaron las arenas, alzando en lo que antaño eran páramos inhabitados inmensas ciudades bullentes, llenas de vida y riqueza. ¿Cómo lo habían logrado? No limitandose a lo que la tierra y el cielo les ofrecía. Con sus esclavos de metal quebraron la roca y cavaron profundamente en ella, accediendo a fuentes de agua aparentemente ilimitadas para nutrir su siempre creciente población.

 

Fue entonces que empezaron las guerras por el agua. En el desierto, esta era más valiosa que el oro, y por ella miles de vidas se han perdido. Al principio fueron pequeñas incursiones, saqueando caravanas. Incluso llegaron a conquistar alguno de los pozos más alejados. Esa época fue buena. Podían beber cuanto querían, lavarse cuanto querían. Nada les faltaba, pues con tan poco se contentaban.

Pero entonces los goblins respondieron. Con armas que volvían obsoletas las artes de combate de su pueblo, con máquinas que eran inmunes a espada y bala, y con batallones de letales mercenarios que no ofrecían piedad alguna. Les cazaron como ratas, y hasta sus madrigueras les persiguieron.

A su padre lo había perdido en una de esas cacerías. Ella apenas tenia unos doce o treces años por aquel entonces. Lo había dado por muerto, como al resto de su familia, salvo a su hermano mayor. Lo que le siguió fue una década y media de malvivir en las arenas, entre las calles de aquellos que habían masacrado a su tribu. Encontró a otros de los suyos, claro, pero en el desierto la lealtad es difícil de comprar, y por ello los lazos de sangre aseguran la cohesión del grupo.

Los extranjeros, incluso entre vagayermos, no eran bien recibidos, ni bien vistos. Robó, luchó, y a veces mató y por poco no fue matada, pero sobrevivió. Dia a día.

Para su sorpresa, una década después, su progenitor había regresado.

Más viejo, con extrañas historias de tierras lejanas, de una tal Villaverde y una Sierranueva, sus sadiqs, como a él le llamaban. La reunión había sido extraña, pero en última estancia, la había agradecido. Volvía a tener una familia.

- Con la siguiente fase de la luna, zarparás lejos de estas costas.

-¿Ab? - Su sorpresa era máxima, y su piel palideció mirando a su padre. - ¿O-os he ofendido de alguna manera, Razho? Si es así decídmelo para que pueda compensároslo. - Al instante agarró la manga de su padre, de seda oscura, ancha. No solía llamarlo por su nombre, pero en esta ocasión la sorpresa le había hecho olvidarse por un segundo de la deferencia que una buena hija ofrece a un buen padre. Aunque el suyo no fuese muy buen padre, y ella, una hija no demasiado buena.

- Lo huelo en el aire. ¿Acaso tú no? 

Se tomó unos segundos para olisquear. La brisa venia a contra, trayendo los aromas de la lejanía. Sudor. Hierro. Pólvora, pelo animal. 

Guerra.

- Estas dunas se teñirán de rojo. Habremos de escondernos, pues no arriesgaré a los nuestros, no sin saber lo que nos aguarda. Pero tú te marcharás lejos. Y como yo, contemplarás lo que hay más allá del mar. Y con esa sabiduría, serás libre.

Miró entonces a su hija, sus ojos de un oscuro castaño, y sus mejillas tatuadas, daban al hombre de ojos maquillados en oscuro hollín una apariencia intimidante. Pero en ellos solo había genuina preocupación, disimulada bajo un rostro ceñudo. Tenaz.

- ¿Y qué es la libertad, bint?

- La libertad es por lo único que merece la pena vivir.

Agachó la cabeza. Podría haber protestado. Y en los dias siguientes lo intentaría, claro. Si su pueblo iba a luchar ella quería estar junto a ellos.

Sin embargo la orden de su padre no aceptaba réplica. Le aseguró que no lucharían, si no que buscarían capear la tormenta como siempre lo habían hecho, esperando, acechando, y solo actuando cuando la posibilidad de victoria fuese absoluta.

Como cazaban los escorpijones de las arenas.

 

La última vez que Calil vio a su padre fue en los muelles, mientras su barco se alejaba de las costas de Tanaris.

Ninguno alzó la mano para despedir al otro. 

No era la suya esa clase de relación.

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