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Gauss

Ada Dolores Ferguson

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ADA DOLORES FERGUSON

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Banda sonora

 

FICHA DEL PERSONAJE

Nombre: Ada Dolores Ferguson
Raza: Humana del sur
Sexo: Mujer
Edad: 16 inviernos
Altura: 1 metro y 59 centímetros
Peso: 44 kilogramos
Lugar de nacimiento: Frontera norte de los Bosques del Ocaso
Ocupación: Criada, cocinera, escribana

 

APARIENCIA

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Las malas cosechas y los inviernos nunca habían permitido que fuese una muchacha particularmente alta o carnosa, pero consiguió alcanzar la pubertad antes de la Caída de Ocaso. Unas grasas escasas se habían empezado a acumular alrededor de sus caderas y de sus pechos, comenzando a dar forma a la mujer que iba a ser. No obstante, este crecimiento se ha truncado por la penuria extrema a la que se ha visto sometida los últimos meses. Vagabundeando de villa en villa, encontrando poco más que abandono, bandidaje, destrucción y muerte. Sin nada que echarse a la boca y con la parca pisándole los talones y acechando a cada esquina, tan solo queda la cáscara de la muchacha que una vez fue. No sería disparate pensar que se ha librado de caer presa de los herejes y los necrófagos por parecerse a uno de ellos: está desnutrida, con los brazos y las piernas escuálidos y llenos de heridas y moratones. Los cabellos, antaño siempre bien recogidos y cuidados como la etiqueta de la Casa requería, son ahora de un castaño apagado y sucio, mal recortados a navaja como a la altura del hombro. Nunca fue fea, aunque tampoco la más guapa de las doncellas. Pero ahora luce un rostro consumido por el hambre y la extenuación.

Solía llevar vestidos simples: las túnicas y faldas propias de aquellos que dan sus días y noches por servir a los que han sido más afortunados. Ahora, sin embargo, tan solo porta prendas corroídas por la escasez, que difícilmente la mantendrán viva durante un invierno más. Tampoco porta arma alguna más que un cuchillo viejo a la cintura, que apenas sabe blandir. 

 

PERSONALIDAD

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Tener siquiera una posibilidad de sobrevivir a Ocaso durante varios meses es una proeza tan solo reservada para los más afortunados, los mejores armados o los más chiflados. Desde luego, no para una cría que apenas supera la quincena de edad y que el único filo que ha blandido en su vida ha sido para pelar patatas. Cuando lo perdió todo lo único que le quedó fueron la sesera y la boca, así que ha sido de estas de las que se ha debido valer para salir del paso hasta ahora. Si alguna vez le fueron inculcados principios algunos de lealtad y honestidad, se han perdido en el abismo tan irremediablemente como la esperanza de la tierra que la vio nacer. Lo poco que ha podido comer y las veces que ha conseguido salir de situaciones comprometidas por los pelos tras perder un techo ha sido gracias a promesas falsas y palabras vacías. 

De criada, tal duplicidad y lengua mordaz no le habían costado más que unos cuantos azotes en el trasero o una riña por parte de su madre o sus superiores. Ahora, la apuesta era mucho más alta, y se jugaba el cuello cada vez que salía del paso mediante embustes y ofertas que sabía que jamás cumpliría. Dista de disfrutar la mentira, aunque tampoco le quita el sueño saber que es así como llega a ver un día más.

Fue muchacha soñadora, vivaz y bromista. Siempre con la última palabra, con un ansia irrefrenable de conocer lo desconocido. De eso también solo quedan los restos, pues a día de hoy Ada es poco más que el cascarón de una mujer que busca vencer el hambre y la enfermedad de la manera que pueda.

Las pocas noches que concilia el sueño, a pesar de todo, le gusta imaginarse que todo cambiará. Que llegará el día en el que volverá a ser la moza que alguna vez fue; la mujer que estaba destinada a ser.

 

HISTORIA

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Es pecado la riqueza; la pobreza, santidad.

 

O en eso le habían insistido desde chiquilla. No solo el patriarca y su ilustre familia, sino también los criados y las doncellas, su madre desde las cocinas y su padre desde las caballerizas. El mayordomo —que de mayor tenía mucho, tanto que nadie en el servicio se atrevía a poner en duda sus enseñanzas— aseguraba que la estirpe de la muchacha había servido a los Lerena en cuerpo y mente desde que la Corona le otorgó a Pascual Lerena la señoría y una finca que mantener y dirigir en los bosques al sur del antaño Reino de Ventormenta, por sus servicios y sacrificios en una de las innumerables guerras que habían asolado a la humanidad durante sus siglos de existencia.

Ella se había cuestionado por primera vez qué lugar ocupaba en el mundo cuando apenas contaba con una década de edad, hace no tantos inviernos, mientras transportaba una pila de prendas limpias a los aposentos del primogénito de la ilustre familia. El señorito, que a Ada le era coetáneo, le preguntó con la ignorancia propia de alguien que aún no ha asimilado los principios por los que se rige la existencia humana —y quizá con algo de picardía— que cómo era que ella se contentaba con una vida cuya propiedad se le había sido arrebatada antes incluso de que ella misma naciera. Cómo era posible, razonaba el rapaz en voz alta, que alguien aceptase el mediocre destino de la servidumbre, en lugar de cargar un petate al hombro e irse a buscar suerte por los caminos. ¡A crearse su propia fortuna, con hazañas dignas de leyendas y fábulas como las de sus ancestros!

Aunque Ada Dolores bien sabía que allí afuera no le esperaba más que una muerte rápida a manos de los bandidos o las bestias que inundaban la espesura. Desde pequeña se le había dejado bien claro, sobre todo por aquellos en similar posición a la suya, que había nacido en un estamento del que era casi imposible emerger, que la gloria y las grandes hazañas estaban destinadas para aquellos que habían nacido en circunstancias más favorables. Lo entendió rápido, pues no había tardado en granjearse la reputación de avispada y preguntona entre las filas de aquellos que ofrecían su fuerza de trabajo a la vieja familia de los Lerena. Aprendió a descifrar los misterios que esconde la palabra escrita a una edad más tierna incluso que la de los vástagos del Señor, cuando se empecinó con que su madre, a cargo de los fogones del caserón, le enseñara a interpretar los enormes volúmenes de recetas y hierbas que habían sido acumulados durante generaciones en los estantes que adornaban las cocinas. A pesar de las advertencias de los padres, que lo último que querían era que la cría destacase por impertinente, supo encontrar los momentos en los cuales dejar caer al maestre de la Casa alguna pregunta sobre la naturaleza de la raza humana, sobre su historia, sus costumbres y sus creencias, más allá de los suelos y paredes que restregaba durante el día y los hornos y calderos en los que transcurría sus noches. Incluso llegó a inquirir sobre las energías sobrenaturales que la humanidad había manejado desde hace tiempo, un asunto que a alguien de tan humilde cuna le resultaba tan llamativo como exótico e inalcanzable. Todo esto estaba fuera de lugar, claro está, pues tales enseñanzas eran reservadas por tradición a los herederos de la señoría, y si los siervos recibían educación alguna más que la necesaria para llevar a cabo sus labores diarias sería más excepción que regla.

A los ojos del maestre la edad les había arrancado la vivacidad y el brillo inquieto del que gozaron en su juventud, pero aun eran capaces de ver las cosas tal y como eran. Había aceptado con alegría cuando, durante las guerras que siguieron a la apertura del Portal de los orcos, un anciano conocido suyo, Hermógenes Lerena, le había pedido entregar sus días a la correcta instrucción de los discípulos de la familia. A pesar de todo, el destino es caprichoso. Los pequeños herederos tenían poca o ninguna fascinación por cómo el maestre había recorrido las cuatro esquinas del Mundo, cómo había conocido a guerreros tan fervientes de su fe que aseguraban que la única vez que besarían a una mujer sería a la Muerte misma cuando la hora llegase, y a hechiceros tan enamorados de su propio poder que a buen seguro causarían la desgracia si no estuviesen ocupados en servir a una autoridad o propósito mayor. Todas estas cuestiones y otras mucho más complicadas se les antojaban de un tedio inimaginable a los rapaces, que eran de seso poco hambriento y bastante lento, aunque auténticas fieras en el patio de armas.

Es por ello por lo que no sería justo echarle en cara al viejo maestre que viera en Ada, la única además de Hermógenes que parecía interesarse por lo que saliera por su boca, el receptáculo en el que verter todas sus vivencias y conocimientos. Lo que empezó como una irritación leve cuando la criada bocazas se atrevía a hacerle una pregunta sobre alguna lección a los señoritos que había oído por encima no tardó en trocarse en conversación agradecida. Dejó de ser la pequeña la que buscaba alargar los momentos en los que le servía la cena al maestre, le cambiaba las sábanas o limpiaba su alcoba, para ser él el que la mantenía atrapada en sus anécdotas y relatos, a cada cual más inverosímil y escalofriante que el anterior. Ada Dolores no se quejaba, por supuesto, y tampoco se creía la mitad de las historias, pues una vida tan cargada de aventuras y emociones era impensable para alguien que había nacido para servir a los que eran más: en su humildad, se hallaba la verdadera virtud, habían repetido vez sí y vez también los que de humilde tenían más bien poco.

No obstante, las palabras del maestre jamás cayeron en saco roto. Al contrario, tan solo alimentaron un intelecto que se hizo más y más voraz con la edad, hasta el punto en el que el anciano le pidió a Hermógenes, quien fue compañero de correrías suyo en una época más vieja pero también más simple y entendía a la perfección que sus hijos no estaban destinados a la grandeza filosófica y necesitarían a alguien que pensara por ellos cuando el maestre ya no estuviese, que la muchacha quedase relegada de sus deberes en los fogones y en las demás labores de la casa a los que una joven doncella se pudiese dedicar para ser educada como escriba y estudiosa, quedando al servicio personal del carcamal durante los años en los que entró en la adolescencia.

La vida en esos bosques, incluso desde la relativa seguridad de la finca, que descansaba junto a las orillas del río que dividía la parte buena del Reino de la que no lo era, nunca fue sencilla. Asolados por la guerra y la maldición, los hijos de Ocaso conocían de buena mano lo que era el sufrimiento y la pérdida. Pero muchos, sobre todo aquellos locos soñadores que se atrevían a vivir en una burbuja que creían irrompible, como los Lerena y su ejército de siervos, jamás pudieron imaginar que el final llegaría de manera tan repentina y tajante como cuando las noticias de la caída de Villaoscura llegaron y el Imperio cerró las fronteras. 
Tan rápido fue que Ada casi no tuvo tiempo de verlo. Regresaba de un día entero recogiendo hierbas para molerlas en tinta, como había hecho tantas otras veces durante el último par de años. Iba pensando en la pregunta que hace casi un lustro el joven Lerena le había puesto, sobre las ataduras que la sangre que corría por sus venas presentaban y sobre cómo las parecía haber roto precisamente mediante aquello que él tanto despreciaba: el conocimiento y el estudio. Era, por primera vez en su vida, realmente feliz. Feliz en una tierra en la que la felicidad había dejado de existir hace décadas, pues ni todos los malos augurios que llegaban desde las partes más centrales del bosque sobre muertos andantes y hombres ferales que de hombres tan solo tenían su pasado podían eclipsar la plenitud que sentía cuando poco a poco, estaba empezando a desentrañar los secretos y maravillas que el maestre había descubierto mucho antes de que ella naciera.
Pocas historias tienen final tan dichoso como ella lo era en esos momentos, claro. No encontró al volver los libros y la simpatía del maestre, o el abrazo cálido de su madre, sino el de las llamas que consumían con un hambre inaudita la hacienda, levantando un humo horrible. No había gritos ni gente corriendo, así que su cabeza creó de la situación una historia bien clara, no por ello menos sobrecogedora. Las noticias que venían de más al sur eran ciertas. La caída de Ocaso era inminente, y los que no fueran evacuados a tiempo perecerían o serían condenados a la desgracia eterna. Un destino parecido debía haberle aguardado aquel día a los Lerena y a sus siervos, al maestre y a los padres de Ada. Estarían al otro lado de la frontera, en los prósperos bosques de Elwynn, o consumidos por las llamas.

En cualquier caso, no era la suerte que a ella le había tocado. Jamás les volvería a ver. Estaba atrapada en su propia tierra, y no le quedaba nada. No contaba con un hogar al que regresar, una familia a la que amar, o unos tomos de los que aprender. Tan solo con la oscuridad del bosque, junto al frío, el hambre y la muerte que esta envolvía. Así que caminó hacia ella, con los tobillos trémulos y los lagrimones cubriéndole el rostro tiznado de hollín. Parecía que, al fin y al cabo, la pobreza, fuese de materia o de espíritu, no solo era santa, sino que además era para siempre.

 

Editado por Gauss
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