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Fael

Isela Dracón

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  • Nombre: Isela Dracón.
  • Seudónimo: Isabela.
  • Raza: Humano.
  • Sexo: Mujer.
  • Edad: 55 años.
  • Altura: 175 cm.
  • Peso: 55 kg.
  • Lugar de Nacimiento: Lordaeron.
  • Ocupación: Pitonisa, filósofa.
  • Ficha: LINK.
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Descripción física

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Aquella mujer que ya ha traspasado el anteúltimo umbral de las edades de la vida humana luce una dignidad bien ganada con el paso de los años. Siempre erguida, siempre delicada y comedida, una actitud que jamás pudo ocultar pues es una expresión de su alma misma; la nobleza, y en cada expresión que de ella emerja esa verdad se verá impresa.

De sus cabellos el oro ya ha de haber perdido, en parte, reemplazado con la argéntea distinción que sobreviene a quien tantos años ha contraído. Largos, seguramente es como los lleva, recogido o suelto, pero siempre elaborado con orgullo y esmero; es un cabello hermoso, de textura tan suave como la seda más fina, que entre los dedos se desliza; etérea y brillante, perfumada con los tenues aromas de las flores.    

Cual pacífico estanque, esos ojos coloridos como el agua te invitarán a reposar el cansancio de la atención en ellos. Lentamente te perderás en tanta comodidad y créeme; desearás en ellos poder hundirte.

Su rostro ha de llevar las huellas de las edades, pero también de una sonrisa capaz de resistir cualquier adversidad, una sonrisa fuerte que transmite una tranquilidad segura y particularmente encantadora... no todas las brujas son como en los cuentos.

Carta de Nicolás, un inquisidor enamorado

 

Descripción psíquica

Ante todo, Isela se mantiene tranquila. Ella ya ha vivido entre los tórridos fuegos en los que se inmolan las pasiones, y soy consciente de que no se pierde en los anhelos de la juventud. He de admitir que envidio tamaña sabiduría.

Es cierto que el mal a nadie jamás he visto que deseara, pues suya no es la búsqueda del poder por sobre otro individuo que no sea ella misma. Ah, la libertad, su gran ideal, encontrarla dice su reto cotidiano y la pasión que enciende su corazón. Pero ten en cuenta esto; no hablo solo de la libertad en términos del movimiento sin restricción, no; es la libertad de la mente la que busca realmente.

Sobre moral, te discutirá la falacia de la amoralidad o incluso de la maldad, para ella no son más que rótulos que el lenguaje dominante pone sobre las posturas que no se adecuan al sistema de dominación y no por ello intrínsecamente negativos. Pero es un tema que, si la encuentras, debes discurrir tú mismo para entender cuanta es su pasión sobre el tema.

Espero que su cándido pesimismo ni su presunto realismo sean un impedimento para que conserves tu humor, a veces he de admitir que puede ser un poco fastidiosa la falta de vuelo de su imaginación.

Pero pierde todo cuidado y atiende a esto; ella te cuidará. Como cuida de cualquier persona que le sea valiosa.

Carta de Turandot, un amigo en la proscripción.

 

HISTORIA

Spoiler

 

Año 591 del calendario del Rey, Elwynn, Abadía de Villanorte.

Su hija era hermosa… sí; muy delicada y también frágil, pero por sobre todas aquellas cosas ella era pequeña… apenas una niña. Sus pensamientos se desvanecieron junto al último calor de aquellas níveas mejillas. La vida y el sufrimiento por fin la habían abandonado.

Muerte natural, fue la sentencia de la sanadora del pueblo. Era Destino, había dicho el sacerdote auxiliar de la abadía. ¿Qué tan natural puede ser la muerte al llevarse a quien apenas cinco primaveras había vivido? ¿Qué tan cruel podía ser el destino para arrebatarle la vida a una criatura que ningún mal sembró sobre ésta mancillada tierra?

Isela dejó caer sus párpados junto a las lágrimas de un dolor que ya no pudo contener; gritó, rugió y chilló entre los brazos de su marido. No podía aceptar tanta injusticia y quería que todos allí lo supieran… quería que todos sufrieran lo que ella sufría. En lugar de eso solo recibía miradas cargadas de lástima y un silencio misericordioso.

Cuan larga fue aquel tormento, ni si quiera ella podría precisarlo. Su angustia derrapó

“¿Por qué la Luz nos ha abandonado?” preguntó Isela, rompiendo con la suave claridad de su voz el inmenso silencio que tanta desgracia había sembrado.

“La Luz no nos ha abandonado.” Fue la pronta respuesta que obtuvo, tan firme en convicción como hueca en su razonamiento.

“Pero a Elena sí, y ella siempre será parte de nosotros.” Isela se quedó observando a su estóico marido; cuan férrea y cuan temerosa era aquella oscura mirada, que se ocultaba anclando su atención en el crepúsculo que tras los ventanales lograba colmar con alargadas sombras aquella sombría estancia. Como compañeros se conocieron en el noviciado de Villanorte y como amantes se unieron en sacro matrimonio cinco años atrás. El embarazo siguió al amor entre ambos sacerdotes recién consagrados, y aquella enorme alegría que había sido su hija fue el motivo por el que durante todos estos años habían pospuesto su peregrinaje por los reinos.

“...Partiremos al amanecer.” Sentenció Isela, con su mirada más allá del ocaso. Aún quedaba mucho camino por recorrer.

Año 17 de nuestra era, Lordaeron, Ciudad Capital.

La taberna elegida era poco más que una pocilga marginal alejada del centro de Lordaeron. El lugar, gracias a su amenazante fachada… y pese a su impúdica suciedad, era ideal para hospedar a aquella sociedad de filósofos, ya que nadie se animaría a entrar allí por mera curiosidad. Y aquel por supuesto no había sido el caso de Isela, quien traspasaba el umbral de la sala común con una afable sonrisa en sus labios, velada detrás de la holgada capucha de su abrigo.

Allí se encontraba reunido aquel grupo tan variado de personas caracterizadas por sus grados de exaltada excentricidad. El anfitrión, un afeminado mago que se hacía llamar Turandot, había elegido ésta vez destacarse usando un turbante de seda morada rematado con el símbolo dorado de Dalaran y una pluma de faisán. Uno de los más afamados herreros de la ciudad se encontraba a su lado, en una acaramelada escena que en otros contextos sería un escándalo. El bibliotecario, un hombre enjuto y pálido, bebía en soledad en su sombrío rincón desde el cual se limitaba a escuchar y tomar nota. La célebre meretriz conocida como “La Condesa” también se encontraba allí, platicando cómodamente con tres varones que deleitaban tanto la vista como el oído ante su presencia. El profesor, debatía acaloradamente con un noble filántropo que se había dedicado a contemplar el mundo desde el hedonismo y la decadencia. En fin, una fenomenal caterva de gente rara, en uno de los pocos lugares del reino donde se animaban a emerger y en su mezcla la palabra se permitía discurrir por todos los aspectos de la vida, un lugar donde la filosofía se acunaba y florecía. Isela cerró sus ojos y permitió que un suspiro cargado de tranquilidad se escape por entre sus labios.

“Isela, querida.” Dijo Turandot al ponerse de pie. “Te hemos estado esperando, ya hemos impreso tu respuesta… la respuesta de la hermana Hilde a la carta abierta del abad y ¡vaya revuelo que ha causado tu prosa, querida mía!” La voz de sus compañeros y amigos se unió en coro de disonantes comentarios.

“Gracias, amigos.” Dijo Isela, quitándose la capucha ante la congregación. "Tengo la firme convicción de que la fé se verá fortalecida ante la crítica basal de sus fundamentos más dogmáticos. Sin discusión, no hay progreso."

“Esto atraerá atención innecesaria.” Comentó el profesor con la habitual exaltación del mal humor impreso en cada aspecto de su expresión.

“Atención innecesaria para una crítica más que necesaria.” Lo interrumpió la condesa con tranquila liviandad mientras su copa volvía a ser llenada.

Isela se tomó un momento para oír a todos sus compañeros y tras una pausa habló con voz clara y cargada de serenidad: “Necesaria o no, al igual que en mi texto sostengo con ustedes lo mismo que para el abad y sus amigos; tanto dogmas como doctrinas propias del entendimiento de la fe en nuestra Iglesia son interpretaciones humanas, y como tales no son infalibles… por lo que conclusiones que de allí la lógica pueda descubrir, sería sin dudas una generosa osadía dotarlas con el sacro halo de la verdad que pretende ser indiscutible.”

“Al fin y al cabo, discutir es el propósito que aquí nos reúne.” Comentó Turandot con una sonrisa tras dejar en el aire algunos elegantes aplausos. Los aplausos que lo siguieron encontraron un violento final ante la irrupción de un espantoso golpe que sin modestias la puerta logró derribar. El gélido viento sacudió el interior de la taberna y el silencio inundó junto al espanto y el miedo.

Una silueta investida en metálicas dignidades atravesó el umbral… y un terror incluso más violento sacudió el corazón de Isela al ver el rostro de su marido detrás del casco del Inquisidor.

Un año después.

“Isela…”

La voz reconfortó sus sentidos, desde hacía meses que no hallaba motivos para apartarse por completo de su inmundo letargo. “Oh, Nicolás… al fin vienes a verme. Ha pasado un año, ¿verdad?”

“El Abad está dispuesto a absolverte, el consejo no ha encontrado motivos suficientes para acusarte de Herejía. Pero debes disculparte ante el abad y retractarte de lo escrito en público.”

“Entonces es lo que haré, si mi humillación es deseo el Abad tendrá lo que quiere… pero también yo tendré lo que quiero; algo mucho más valioso y de lo que él jamás podrá disfrutar.”

Nicolás pestañeó, confundido. Los días anteriores había comenzado a preparar un discurso en sus fueros internos, imaginándose la forma más efectiva para hacer entrar en razón a su mujer. Tras un instante de tartamudeo terminó por asentir y al carcelero le indicó con su mirar que ya era hora de liberarla.

Y así fue. Atrás quedaría su vida como sacerdotisa, sus votos y obediencia a una iglesia ciega. También la clandestinidad y el temor desde la que formaba su filosofía.

Gélidos vientos rugían tras las puertas exteriores, un invierno que hacía un año había dejado atrás ahora volvía para recibirla, y ella volvía para reclamar el invierno que le habían arrebatado. Sus mejillas se tiñeron con el carmín del rubor cuando la emoción abrazó en silencio la intimidad de su corazón; un sentir muy particular, muy valioso… cerró sus ojos para degustar aquel reconfortante calor, era libre… por fin, realmente libre.

“¿Cómo están los niños?” Preguntó mientras el camino hacia su hogar emprendía de la mano de su marido.

Año 19 de nuestra era, Dalaran.

El hogar de Turandot estaba exquisitamente decorado según su estilo marcado por los excesos; pese a la comodidad de la que presumía tan elegante estancia allí no había rincón donde la atención pudiera hallar descanso; libros, retratos, pinturas, esculturas, cortinas y abalorios, miles de colores y brillos se unían para deslumbrar los sentidos. Pese a ser la tercera visita, aun no podía dejar de sentirse como una extraña entre las magnificencias de la ciudad y sus habitantes.

“... No, perdí la necesidad y también el sentido de volver a invocar la Luz tras renunciar a mis votos.”  

“Muy bien, pero en caso de quererlo… ¿podrías?”

“Es que ese es el caso, Turandot; no quiero. La conexión con la Luz es mucho más intrincada de lo que piensas, ya que a diferencia de las energías arcanas se necesita establecer un firme vínculo emocional que supere toda racionalidad; llámalo fe, si eres romántico.”

“¡Ay de mi, Isela! debo insistirte en que escribas sobre éste tema, tus novedosos puntos de vista serán muy apreciados tanto en ésta ciudad como…”

“No, cada cosa tiene su tiempo. Estas calamidades que oscurecen el horizonte…”

“… podrían volverme rico.”

Isela sonrió en complicidad y ambos rieron con la pausada elegancia que ambos apreciaban el uno del otro. Tantos años de amistad había creado un vínculo muy especial entre ellos; la confianza. Ella sabía que en él podía depositar sus pensamientos más intrincados sin ser juzgada, y a cambio, ella disponía de todo su intelecto para estar a la altura de devolverle ese favor a su amigo.

“Sobre el tema por el cual me has invitado… tengo que decirte esto y sabes que en mi hay autoridad para sentenciar lo siguiente; todo culto es una trampa, Turandot. La expansión de una nueva lógica religiosa en una sociedad tan resentida por las adversidades solo nos llevará a justificar novedosas formas de barbarie e ignorancia.”

“Tal vez debemos dejar el romanticismo de lado y aceptar que ambos son atributos basales de ésta sociedad… pero bien sabes que no son sus sermones lo que me atrae.”

“Lo sé. Pero… esto es peligroso.”

“¿Desde cuándo el peligro te ha impedido avanzar? Sé que tienes el potencial para manejar estas energías Isela, juntos podríamos desentrañar las herramientas que reescribirán no solo la historia de éste mundo; también la comprensión del mismo.”

Esas últimas palabras resonaron con intensidad en la mente de Isela. El mago llevaba algo de razón en su sentencia; al fin y al cabo, así como tras el ocaso el anochecer se vuelve inevitable, es en vano luchar contra la oscuridad; solo la comprensión de la fuerza motriz del cambio puede evitar que el mismo resulte en destrucción.

Siendo así, se vuelve menester ser lo suficientemente realista como para ver al mundo tal y como es; un lugar cada vez más oscuro y peligroso. Un lugar donde la oscuridad es la condena de los necios y posiblemente; la última esperanza para quien tenga la osadía de buscarla.

“… ¿Hola?” La llamó el mago con un tonito sarcástico, interrumpiendo el ahora incómodo silencio de sus cavilaciones.  

“Enseñame lo que sepas, Turandot. Pero no me pidas que te acompañe hacia las puertas de éste nuevo templo de sombras.”

Año 20 de nuestra era, Lordaeron.

Incluso en aquellas horas, el templo estaba lleno. El Azote aún estaba lejos, y sin embargo en el corazón de cada suplicante su presencia palpitaba como un miedo intenso y constante. Las noticias llegaban, una más nefasta que la otra y ante eso, la religión era el único consuelo que ofrecía seguridad para tanto desconsuelo. Al fin y al cabo, la Luz no puede ser vencida.

“¿… Verdad?” Volvió a insistir el herrero del pueblo al notar la ausencia de respuestas por parte de la mujer. Isela bajó su mirada hacia el pobre hombre, y ante la desesperación de aquellos enormes ojos marcados por el llanto seco, terminó por ceder y decidió guardarse. Asintió y repitió alguna de esas oraciones hechas para infundir seguridad en su iteración. Antes de que pueda retomar el desesperante hilo de la conversación, ella tomó el doblez de su falda y se internó hacia la profundidad del templo.

Nicolás allí estaba, detrás de un escritorio con su mente hundida en el desastroso papeleo que lo rodeaba. Malas noticias. Tres meses atrás su hijo Evaro había sido arrastrado por las cadenas de su deber directo hacia una horrenda muerte a manos de la plaga. Su ausencia pesaba más en su conciencia que en su corazón; ese mismo sistema al que combatía desde la pluma y la palabra había reclamado la vida de su amado hijo, y pronto arrastraría a toda su familia al abismo… y no podía detenerlo.   

“Nicolás.” Se anunció Isela, acercándose hasta rodear el escritorio para poder abrazar a su esposo. “Cuéntame.”

“Los muchachos… Teodoro, Leonardo. Los reportes son terribles, la derrota fue aplastante.” Isela cerró sus ojos, reencontrándose con su amargura, pero ésta vez… ya estaba preparada. “No han encontrado sus cadáveres, ni rastros de ellos.”

“Entonces no están muertos.” Comentó Isela con pausada tranquilidad y ambos ojos bien abiertos, aquel cuidado en su pronunciación pretendía facilitar lo implícito. Pero su esposo no lo entendió, o no quiso, pues simplemente asintió.

“Los entrené para sobrevivir, y la Luz los guiará.” Ella sabía muy bien a donde la Luz guiaría a sus hijos, y a cualquiera que la siga desde la devoción y la fe, pero no dejó que sus pensamientos se manifestaran más allá de una alargada mueca en sus labios.

“Aun no es tan oscura la noche.” Agregó Isela, con ese acento cantarín que agregaba a su voz cuando de doble sentido teñía sus palabras, pero esta vez no esperaba que su esposo la entendiera. “También tengo noticias, amor mío.”

“Por tu semblante, supongo que temes que no sean buenas noticias. El cansancio marcaba el rostro de su esposo, cuantos años había pasado cargaba ahora todos en su mirada.”

“Pocas son las buenas noticias que aún quedan y temo que no seremos nosotros quienes las recibamos… Mi hermano nos ha enviado ésta carta.” De su faltriquera sacó la carta aun lacrada y sobre el escritorio la depositó.

Sin demora alguna Nicolás quebró el sello y extrajo la carta. Rápida fue la lectura al igual que rápida su angustia. Su agotada mirada subió al encuentro de los ojos de su esposa. “Nuestro hijo, nuestro último hijo ha caído enfermo.”

La expresión de Isela ni se inmutó, ya estaba preparada para recibir aquella noticia. “En ese caso es momento de partir”

“Ésta gente…” Él se puso de pie, dándole la espalda para observar la ventana y el pueblo que yacía tras el cristal. Ella lo siguió y entre sus brazos lo sostuvo.

… están perdidos. Pensó ella, pero de sus labios emergió con sutileza: ”…estarán bien. Vamos.”

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La Luz, que algunos deciden llamar sagrada, envolvía el cuerpo de su hijo más pequeño. La plegaria había sido ejecutada con la necesaria precisión según Isela, o también podría decirse con gran devoción. Sin embargo, no había respuesta por parte del niño.

“No soy digno de tal milagro.” Farfulló su esposo. Su fatigado cuerpo cedió a la languidez que le sigue a la derrota.

“No es cuestión de fé, Nicolás, es cuestión de límites…” Isela se tomó un instante para calcular sus palabras, las cuales emergieron con extremada suavidad y perfecta pronunciación. “…Ambos sabemos que la Luz no es la fuente de toda salvación; tiene sus límites.”

Él se volteó lentamente hacia ella, con la rabia contenida y la amargura que aun rumiaba en su quijada. “¡No te atrevas a esbozar esas he…! Esas… ideas aquí, no ahora, no en éste momento.”

“Tienes razón. Pero atiende, amor; ya hemos pasado por esto. No vuelvas a golpearte contra la misma piedra.”

“¡No hay otra salvación que no sea la Luz!”

“¿No?” Preguntó con tajante simpleza y la impasibilidad de su mirada obligó a su esposo a hundirse en la turbación, fugando su atención hacia el niño.

“No quiero escucharte más … si hay alguien que no tiene salvación; eres tú. Has perdido el rumbo; has perdido la fe.”

“La fé me ha perdido a mí y por suerte para nosotros; ahora puedo ver más allá de ella. Me llevaré al niño, él aún tiene esperanzas de vivir.”

“No lo permitiré.” Susurró él, y una lágrima destelló en su camino hacia el suelo, pero fue sobre el filo de la espada ahora empuñada donde fue a caer. “Hereje.” Fue su sentencia y hacia ella avanzó. La sangre se derramó y el vacío se desató… en la confusión una vida se perdió.

Año 25 de nuestra era, Bosque del Ocaso.

El Inquisidor había atravesado la maleza hasta el punto indicado. Predecible. Isela se preguntó mientras lo veía desenvainar hasta qué punto aquel hombre se dejaba guiar hacia el estéril fracaso. Era demasiado débil como para afrontar las consecuencias que traería su victoria y lo suficientemente idiota como para aceptar la paz del olvido. No… él necesitaba de ésta persecución constante para no arrepentirse. No podía detenerse o su mundo colapsaría.

“Juré que de mí no ibas a poder escapar, Isela, estoy aquí para cumplir esa promesa.”

“Estas equivocado, Nicolás, tu eres el que no puedes escapar de ti mismo. Mira a donde nos has llevado, estás dispuesto a arrojarnos a la muerte con tal de no ver que hay otro camino; con tal de no permitirte dudar por más vidas que cueste esa ceguera que tu llamas virtud.”  

“Pagarás por tus crímenes.”

“Crímenes que no he cometido.”

“Has matado a un niño; a tu propio hijo.”

“Fue tu espada la que llevó la sentencia.”

“Fue tu magia oscura, bruja.”

“Miéntete todo lo que quieras. Cuando te permitas ver, tal vez tengas la oportunidad de hallar la paz y el perdón.”

Ella no podría enfrentarlo. El conocimiento que había logrado aunar y dominar sobre las fuerzas del Vacío no serían suficientes para enfrentarse a los años de entrenamiento y fervor con que su esposo empuñaba la Luz. Por lo que solo podía usar su intelecto y escapar. Y cuando el brillante paladín comenzó su heroica carga para llevar la punta de su espada hasta Isela, en el fango terminó enterrado.

Y así, Isela se perdió entre las sombras una vez más.

Unas semanas atrás.

La caravana por fin llegó al pequeño pueblo costero.

Isela bajó de su carruaje con su típica sonrisa destellando ante la lumbre de aquel nuevo día. Se ensortijó su plateada melena entre las suaves caricias de un viento fresco, realmente placentero.

Exactamente hoy se cumplían 6 años desde la última vez que vio a su marido. Más de 10 años escapando de su férrea persecución, de las garras de la iglesia y el fuego de la inquisición. Diez años… que hoy los sentía como una victoria, y por eso sonreía.

Aquella falsa identidad; Isabela, bien le había servido para dejar detrás de sí una estela de engaños que con el paso de los años cada vez más distancia sembraba con respecto a su pasado, diluyendo algunas pistas, dándole el respiro para entretejer algunos engaños que desviarían la atención innecesaria. Allí era tan solo una amable pitonisa que a cambio de unas monedas leía el destino a los transeúntes.

Jamás se hubiese imaginado aquel destino, pero estar siempre en movimiento tenía sus ventajas y mantenerse en el camino la acercaban a los lugares más interesantes por los que discurrir su curiosidad y alimentar su obsesión por el conocimiento, especialmente por el prohibido; al fin y al cabo, develar el misterio que aun suponía el vacío se había transformado en su meta más ansiada. Dominar no solo las energías, sino también los prejuicios; había usado la mal llamada magia oscura para sanar y proteger. La ignorancia era su único enemigo.

 

 

Editado por Fael
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