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SwordsMaster

Garlak

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  • Nombre: Garlak
  • Raza: Orco
  • Sexo: Hombre
  • Edad: 37
  • Lugar de Nacimiento: Draenor
  • Ocupación: Ha mandado al diablo a todos sus empleadores.

Descripción física:  Garlak es un orco enorme incluso entre los de su raza. Midiendo dos metros veinte y con unos robustos brazos, acompañados de una bastante ancha espalda. Sus piernas y brazos, gruesos y fornidos como robles. Este mismo tamaño descomunal es lo que vuelve a Garlak un orco de movimientos toscos, torpes, directos y ruidosos incluso al caminar. Sin embargo, a pesar de la torpeza natural que supone su tamaño, su gruesa piel y la fuerza que posee en las piernas y brazos, así como su anchura en general le vuelven una fuerza temible si se encuentra cargando de forma directa contra los enemigos de la horda, o sus enemigos en general. Como veterano de guerra se encuentra además con el cuerpo repleto de variadas cicatrices, tanto de batallas como de torturas. Todas ellas apreciables en sus brazos, tórax y espalda, incluso alguna menor en su cara. Su piel es de una tonalidad verde oscura, y su cabello negro permanece principalmente suelto.

Descripción psicológica:  Garlak es un orco terriblemente alterado por la excesiva temprana edad en la que fue arrastrado a las mareas de la guerra. Su temperamento, agresividad, hostilidad y rebeldía en general le vuelven un individuo difícil de tratar incluso dentro de los de su propia raza.
Lleva muchos resentimientos en general por los traumas causados por las atrocidades de la guerra contra los humanos, enanos y elfos, quienes en conjunto y aprovechando la traición del brujo Gul'Dan terminaron por extinguir todo su clan, exceptuando por él mismo. Estos resentimientos se han arrastrado hasta el punto que no ve con buenos ojos los tratos de la horda de clanes orcos con la raza sin'dorei y los renegados, considerándolos a ambos cobardes que han venido suplicando a los orcos luego de que los suyos les dieran la espalda. No olvida que los renegados fueron los mismos Lordaerianos que arrasaron con los orcos y por extensión su clan durante la segunda guerra, viéndose incapaz de perdonarlos. Del mismo modo, la raza sin'dorei fueron los mismos que en su día se aliaron con los humanos para expulsar a los orcos, y no los perdona.

 

Historia
| Música |


 

Capítulo primero: La llegada de la Tormenta

Era el tercer año tras la gloriosa apertura del Portal Oscuro de Draenor a Azeroth.
Una tempestuosa lluvia azotaba el sur de Azeroth, bajo las cabezas de los recién llegados orcos a aquella zona pantanosa. Orcas, junto con los orcos más jóvenes, llegaban tras una larga caminata, primero a través de Draenor, y luego en Azeroth tras cruzar el imponente Portal Oscuro. Aquellos que se habían quedado atrás por alguna razón u otra, mayoritariamente por el cuidado de los jóvenes que habrían estorbado en la guerra, llegaban ahora con la promesa de un nuevo mundo. Estos eran en particular las familias de un clan menor y de poca importancia en la balanza de la guerra, cuyo nombre, Garras Rojas, ha sido olvidado hace ya tiempo en las páginas de la historia.
El joven orco había sido entrenado antes de la guerra por su padre, tal y como había hecho su abuelo con su padre antes y su bisabuelo con su abuelo. Las técnicas de cada Garras Rojas se transferían de generación en generación, un clan pequeño pero de corpulentos orcos, lo cual les volvía devastadores y torpes al mismo tiempo, su maldición y su bendición.
El lugar al que llegaban, el Pantano de las Penas. El padre de Garlak se rencontró allí con su pareja y su hijo una vez más. El momento fue de regocijo y sería un cálido recuerdo al que tener en mente en los años venideros.

Garlak y su madre se instalaron allí. Su padre, Dorkall, fue destinado prontamente al frente de combate de nuevo. Eventualmente, pasaron un par de años y Garlak llegó a los 12 inviernos. El final de lo que a futuro se conocería como la Primera Guerra se encontraba próximo y el asedio a Ventormenta estaba ya venidero y por aquello mismo, la horda quería tropas. Todas sus tropas.
Por la noche habían llegado. Más tarde, al alba, Garlak y su madre acababan de pertrecharse con el armamento básico que la Horda les había entregado. Formados para partir junto a todos los demás afortunados para llenar las bajas que la horda hubiese podido sufrir y poder triunfar en el asedio al último gran bastión de los débiles humanos en el sur: la ciudad de Ventormenta.

El ambiente se sentía extraño y desconocido para el joven Garlak, y su mente aún inocente no podía llegar a entender aún todos los porvenires de la guerra. La ciudad se mantenía imperiosa delante de la horda de orcos; algunos veteranos de guerra, otros no tanto, otros nada en lo absoluto. Estaba junto a su madre y, desde luego, su padre Dorkall. A sus lados y rodeándole, los no muy numerosos miembros de su propio clan.
-Recordarás este día como el día en el que te has vuelto un orco, hijo mío- Dijo con ánimo dibujado en sus ojos Dorkall. Ahora entendía todos aquellos entrenamientos cuando era joven, o aún más joven. Le preparaban para esto. Le preparaban para el campo de batalla.
Garlak aferró el hacha que le habían cedido antes de ser llamado a las armas con fuerza, inspirado por las palabras de su padre. Era joven, y lo que vería aquella noche marcaría el final de su juventud, y con el final de la juventud, llega el final de la inocencia.
Y entonces, la orden de ataque se oyó. Y el resto, confusión.

Las calles humanas, de adoquines, se extendían tras Garlak adornadas de cuerpos de soldados muertos y el resplandor del fuego, fuego proveniente de los pilares de las casas de los humanos ardiendo con fuerza. Muchos otros orcos avanzaban junto a él. La confusión del combate había acabado por separarlos a todos y ahora se encontraba guardándole las espaldas a orcos que no había visto en su vida. Su hacha aún goteaba sangre fresca, sangre que no era de ninguna criatura que hubiese conocido hasta entonces. Sangre de humano. La armadura de ligero cuero que le habían facilitado al ser llamado a luchar ahora se teñía de rojo, entremezclando la sangre de los enemigos de la horda y la suya propia. Un virote fuertemente enterrado en su hombro izquierdo y una leve cojera en la pierna derecha. Incluso aunque había sido entrenado para resistir, aquella era la primera vez que algo realmente se habría paso entre su carne y piel. El dolor se extendía por todo el cuerpo mientras avanzaba para reunirse con el grueso de la horda y ser tratado adecuadamente, pero había sobrevivido. Por primera vez. Y era más de lo que otros orcos que había visto caer bajo las afiladas hojas humanas podían decir. Dorkall se limitó a observarle orgulloso mientras sus heridas eran tratadas.
El Reino de Azeroth había caído. La horda se había alzado victoriosa, una de tantas victorias que el destino parecía pregonarles. La primera gran batalla, la primera guerra… La primera victoria. La victoria de la horda.
Su victoria…


Capítulo segundo: Tempestad de guerra

Garlak sudaba. La horda no se había demorado ni un solo día tras la caída de la ciudad humana de Ventormenta para comenzar los preparativos de guerra. Entrenamientos, levantar fortificaciones, saquear los restos de los pueblos y ciudades. No se necesitaba ser un sabio para darse cuenta de que la campaña de los orcos por arrasar a los humanos no había acabado, y que planeaban seguir hasta el norte del continente.
Dorkall por su parte había centrado ese reducido tiempo entre la caída de Ventormenta y el inicio de la Segunda Gran Guerra para endurecer y fortalecer a su hijo. Los entrenamientos habían sido cortos por el reducido tiempo antes de ser llamados a luchar de nuevo, pero intensos.
La horda se preparaba para una nueva ofensiva.
Pasaron los meses. Los orcos volvían a ser llamados y reunidos para marchar al norte. La segunda gran guerra daba sus primeros pasos, y todo en su camino indicaba a Garlak un futuro glorioso para la horda. Con su padre orgulloso, él siendo recibido por su clan como un verdadero orco y gozando de las ventajas de la victoria de la Horda por sobre los humanos.

El clan Garras Rojas había sido asignado al asalto marítimo. Garlak y su padre subían en uno de los navíos con los que la horda se había hecho al tomar la ciudad. Pronto y tras una rápida instrucción para que nadie acabase ahogado antes de tiempo, partieron. El navío lleno de orcos de toda clase comenzaba a moverse por mar en dirección al norte.
La segunda guerra había comenzado.

Los orcos desembarcaron en la isla conocida como Tol Barad. Otros serían enviados a otras islas, pero el navío en el que había sido transportado el joven Garlak, ya de 13 inviernos, y los suyos era aquella y no otra isla.
Las fuerzas descendieron. Los humanos apostados allí no se esperaban el ataque y cedieron sin demasiada dificultad. Era la segunda victoria de Garlak junto a su padre. El hacha escurría con roja sangre humana mientras se movía por el fuerte en Tol Barad, observando los cadáveres que habían caído ante la supremacía de la horda. Pero aquello apenas era el comienzo, un leve calentamiento para la guerra que se avecinaba. A Garlak le costaba creer su situación, y aprovechó la relativa calma antes de seguir más al norte para poner en orden sus pensamientos. No era más que un cachorro entre los suyos, puesto allí para llenar las bajas antes del asalto a Ventormenta. Cualquier orco de su edad estaría esforzándose para entrenar y ser aceptado finalmente como un orco maduro entre los suyos. ¿Era aquel su entrenamiento acaso?
Su padre se le acercó, viéndolo con la expresión perdida. Le informó que pronto volverían a partir y le guió con los suyos de nuevo. No eran momentos de quedarse pensando. Eran momentos de lucha, de actos. Permitirse pararse a pensar era bajar la guardia, y bajar la guardia era lo que les había costado la derrota a los humanos apostados en Tol Barad. Él no deshonraría a su clan siendo derrotado. Era su prueba de madurez.

Los orcos volvieron a desembarcar, esta vez en las orillas de los reinos de los humanos. La Horda les intimidaba y a Garlak le encantaba. Se sentía fuerte, invencible, un orco más, adulto, hecho y derecho. Sentía todo lo que le habían dicho que un orco debía sentir.
Se acercaban a un sitio al que los humanos parecían llamar “Tarren” en su lengua. Unos pocos orcos de su clan, junto con su padre y él mismo acompañaron a un grupo más numeroso de la horda. Allí, Garlak descubrió por primera vez otro nuevo tipo de criaturas enemigas, escondidos como cobardes con sus arcos entre los pastizales, los elfos. Criaturas delgadas y de orejas picudas, con los ojos brillosos de energía y escurridizos. La horda los encontró y sin dudarlo fueron arrasados. Las flechas de los elfos volaron tratando de detener a los orcos, muchas de ellas certeras. Garlak no salió ileso y se llevó una dura lección aquel día, y era de no subestimar la precisión de aquellas nuevas criaturas. Por lo que los orcos pudieron averiguar, se encontraban allí para analizar la gravedad de la amenaza que la horda de los orcos suponía, pues estos se habían negado a prestar una ayuda real a los humanos. Garlak solo podía crecerse oyendo eso, sabiendo que era parte del lado ganador de la guerra. Tras acabar allí y acabar de patrullar los alrededores de Tarren, los orcos volvieron con el grueso de la horda. Mientras ellos se enfrentaban a los exploradores de los Altos Elfos, aparentemente otros se habían encargado de la liberación de unas criaturas verosas y altas de enormes colmillos que se hacían llamar trols, y que acababan de aliarse con la horda. Garlak no se fiaba de ninguna criatura que pudiese habitar en Azeroth, pero al parecer estaban enemistados con los humanos y los elfos, y habían proporcionado mapas y rutas de las tierras de Lordaeron, una ayuda que Garlak no iba a rechazar, ni estaba en posición de hacerlo. Su padre por otra parte se fiaba más rápidamente de aquellos trols, una actitud que Garlak concibió como poco sensata, pero lo aceptó.

Eventualmente la guerra demanda separaciones, y así fue con Garlak y Dorkall. Mientras que Dorkall fue enviado a luchar en las tierras de los enanos, Garlak fue destinado a permanecer vigilante en las posiciones que los orcos ya controlaban en las zonas cercanas a Lordaeron. Una tarea aburrida y más calmada comparado con las batallas en las que le habían hecho participar, pero estaba claro que la Horda prefería tener a los luchadores experimentados en el frente y no un joven cachorro. Más allá de algún explorador humano acercándose demasiado, no hubo demasiada acción en su misión mientras su padre y parte de su clan luchaban contra las fuerzas enanas.

El tiempo pasó, y Garlak fue llamado de nuevo a unirse al grueso de la horda en la ofensiva a Quel’Thalas. Volvió a reunirse con los supervivientes de su clan, que a ese paso podrían llegar a contarse con los dedos de las manos. Varios de los suyos habían caído en la lucha en las tierras enanas, pero aún prevalecían otros tantos. Entre ellos, para su fortuna, se encontraba su padre.
Comenzaron la marcha a Quel’Thalas. Los bosques ardían tras su paso y los elfos caían bajo sus hachas. La ofensiva contra el reino élfico de Quel’Thalas había comenzado bien, y nada indicaba que eso fuese a cambiar.
Pero cambió. Aparentemente las antes separadas fuerzas de elfos y humanos ahora se unían. Los humanos llegaron a asistir a sus recientes aliados y la horda fue forzada a retroceder su posición. Esta retirada costó bajas y entre ellas se encontraban muchos de los supervivientes de su clan. Para aquel momento, los supervivientes del clan Garras Rojas que participaban en la guerra se podían contar con los dedos de una mano. Garlak a ese punto había visto a los humanos y elfos acabar con la mayor parte de quienes le acompañaron en su infancia. A sus compañeros de clan, sus hermanos de armas. Aún le quedaba su padre, y su madre que se encontraría con las fuerzas permanecidas en el sur.
Los orcos acabaron retirándose de Quel’Thalas. A oídos de Garlak llegaron las noticias de que Tol Barad, aquel sitio en el que había derramado sangre en un comienzo por tomar, había vuelto a caer en las sucias manos de los humanos. Sin embargo aún no era el fin, y Garlak mantenía la fe en que la supremacía de la horda lograría alzarse. Era joven, y sus esperanzas no conocían de límites. Después de todo, habían llegado hasta allí, tan lejos. Una derrota en el norte no iba a ser el fin.


Primer intermedio: El dolor de una traición

Las fuerzas de la devastadora horda de orcos se reunían frente a las murallas de la ciudad de Lordaeron. Garlak observó la ciudad, imponente, recordándole a su primara batalla, el glorioso asedio a la ciudad de Ventormenta. Lo sabía, lo sentía en sus huesos, carne y piel, una gran victoria se avecinaba allí para la horda de los orcos, un mensaje que resultaría claro y conciso para el resto de la humanidad: la horda era superior.
Pero no todos pensaban como él. Gul’Dan. La traición de Gul’Dan. Garlak tuvo que ver como un orco era capaz de anteponer sus propias ambiciones antes que la gloria de la horda. Habían quedado a merced de las fuerzas de la Alianza de Lordaeron. Las bajas a su alrededor fueron enormes. Primero eran simples orcos, luego otros que le habían caído bien, luego sus propios compañeros de clan y finalmente, su padre. Su familia y su sangre. Aquella no era la gloriosa batalla que Garlak había visto en sus sueños. ¿Dónde estaban los hogares ardiendo y los cadáveres de soldados en las calles de adoquines? Todo cuanto veía a su alrededor eran los cuerpos de sus camaradas orcos, tras luchar y dar su vida por la horda. Y luego se hizo la oscuridad para él.


Capítulo tercero: Cuando una tormenta amaina…


 

Garlak no había muerto, y seguramente pensara que aquel destino habría sido mejor. Como uno de los primeros capturados orcos y sin los campos de internamiento preparados aún, las fuerzas humanas le encerraron. Su tamaño, superior al de cualquier orco de su edad, probablemente había fácilmente hecho pensar a los humanos que Garlak era un orco de mayor edad, y no el simple cachorro con 14 inviernos encima que en realidad era.
Algunos días pasaban en relativa tranquilidad, encerrado en las profundidades de las mazmorras. Pero otros, Garlak era tomado por la fuerza y a menudo se veían forzados a maniatarle, amordazarle o dejarle inconsciente para evitar agresiones contra los soldados. Era llevado a salas aún más oscuras. Era torturado, querían información que él no tenía, no podía darles. Observó con impotencia los cobardes métodos de interrogación de los humanos, sin oportunidad de defenderse.
Era denigrante.

Eventualmente, los campos de internamiento fueron levantados y las fuerzas de la Alianza de Lordaeron dieron por hecho que el orco no poseía ninguna información. Garlak fue uno de los primeros reclusos en aquel sitio tan desesperante. Campos de internamiento, una manera de los humanos de mantenerles encerrados sin que supongan una amenaza. Incluso ahora les temían. Ellos sabían tan bien como Garlak que aquella victoria era para la horda, estaban destinados a triunfar. Pero nada de eso servía ya, los humanos tenían su victoria, que no se habían ganaron por su fuerza si no por la división de la horda, y nada impediría que se sintiesen orgullosos del resultado de aquella guerra. Garlak lo sentía, día tras día, las miradas de los soldados apostados a vigilar el campo de internamiento. Se creían superiores, victoriosos, merecedores de estar allí. El joven orco crecería allí, rodeado de esas miradas y aprendiendo a odiarlas.
Las agresiones eran normales al comienzo en el lugar, pero eventualmente con el paso de los meses sus compañeros comenzaban a enfriarse del fulgor de guerra y la rebeldía de Garlak comenzó a dejar de pasar desapercibida. A menudo, el joven orco con una mentalidad hostil y agresiva tras participar en aquella guerra a tan temprana edad terminaba generando disputas, tumultos, discordia y agresiones a lo largo de todo el campo de internamiento.
Tras un par de años, con 17 inviernos encima, las fuerzas humanas apostadas allí se encontraban cansadas de Garlak en general. A menudo se veían en la necesidad de recordarle quienes estaban al mando allí y quienes eran los auténticos vencedores de la guerra. Y los recordatorios no eran agradables. Un método efectivo en un comienzo, pero tras pasar meses y adaptarse a las golpizas y aleccionamientos de los humanos, el orco terminó por adaptar los castigos como parte de su estadía y volvió a su estado de rebelde.
Con el paso de los años Garlak solo podía sentir que incluso habiendo crecido en edad, cuerpo y mente, había dejado de ser un orco, todos allí habían dejado de serlo. Estaban confinados y encerrados, vigilados por criaturas contra las que solían triunfar con brutal facilidad. Un orco sometido no podía llamarse orco, e incluso con sus ya 20 inviernos encima, se negaba a reconocerse a sí mismo y a sus compañeros como tal.
Eventualmente Garlak se dio por vencido en sus intentos, asumiendo su situación y la de todos allí. Una extraña paz se hizo finalmente en el campo de internamiento. Garlak finalmente había perdido su voluntad de enfrentarse y rebelarse al igual que el resto de los suyos, aunque de forma tardía, había cedido.
El campo de internamiento permanecería inmutable y en un ensombrecido silencio durante varios largos años más a partir de entonces…


Segundo intermedio: …Otra más grande se desata

Garlak tenía ya 25 inviernos encima. Llegaban rumores al campo de internamiento y los soldados se veían constantemente agitados y preocupados, yendo de un lado al otro y preparándose. Todo aquello solo podía confirmarle al orco la verdad detrás de todo aquello: la libertad estaba cerca. Y el momento de retomar las armas se encontraba próximo.
Una sonrisa de complacencia se dibujó en su rostro cuando se oyó a las fuerzas cargando desde el exterior. Una nueva horda de orcos, liderada por alguien que se hacía llamar Thrall, atacaba el campo de internamiento reduciendo a los soldados y liberando a los orcos cautivos. Fue armado con lo poco que pudo encontrar, una enorme maza arrebatada de las manos de sus opresores humanos, probablemente perteneciente a alguno de los sargentos que a menudo habían gozado ordenando sus aleccionamientos. Garlak se encargaría de destrozar tantas cabezas humanas con un arma elaborada por ellos mismos como fuese posible.
Siguieron marchando, unidos ahora a la nueva horda de orcos que marchaban bajo el paso de Thrall. Varios de los orcos cautivos eran demasiado jóvenes como para haber participado en las antiguas guerras, pero otros tantos eran reconocibles para el orco forjado entre las llamas de la batalla desde temprana edad. Liberaron al resto de orcos, campo de internamiento tras campo de internamiento, hasta acabar arrasando el fuerte de Durnholde. Los orcos volvían a ser libres y la horda volvía a alzarse.
Ahora Thrall debía demostrar a Garlak y al resto de orcos el fuerte liderazgo de sus antecesores. Ya vería si estaba a la altura…


Capítulo cuarto, primera parte: Nuevo comienzo, nuevo mundo

Garlak avanzó junto al grueso de la horda. Ahora, despojado de su clan hacía tantos años, luchaba junto a un montón de desconocidos, exceptuando algún compañero de la guerra contra los humanos hacía largo tiempo. Se acercaban a un pueblo humano a orillas del mar, probablemente dedicados a la pesca. Cuando la horda llegó no tuvieron ninguna oportunidad. La maza de Garlak, ya experimentado en la guerra, reventaba la cabeza de los civiles en el pueblo pesquero y algunos de los soldados que defendían la posición. Meramente defendido por los ropajes mugrientos y desdichados que les hacían portar en el campo de internamiento y una maza humana, y ayudado por su descomunal tamaño, el orco logró arreglárselas para salir sin apenas un rasguño de la pequeña batalla desatada allí. Comparado a lo que sus jóvenes huesos habían resistido en la segunda guerra, aquello era un mero entrenamiento para volver a entrar en el ritmo de batalla.
La nueva horda de orcos se hizo con algunos botes. Garlak y su mente forjada entre la guerra no entendía el propósito militar de aquello, pero pareció entenderlo un poco mejor cuando se le explicó que llegarían a una nueva tierra libre de humanos donde fortificarse y fundar su propio gran ejército equiparable al de los humanos. El orco pareció estar de acuerdo, y pronto embarcó junto a todos sus compañeros en un rumbo a lo desconocido.

Los botes de la horda orca eventualmente se vieron forzados a detenerse en una pequeña isla durante el viaje. Los botes necesitaban reparaciones y mantenimientos tras las tormentas que habían afrontado en mar abierto. Garlak se encargó de vigilar, junto a otros orcos, mientras estaban estacionados en la isla, dejando de ese modo a otros más capacitados las reparaciones del bote.
Los orcos terminaron encontrando a algunas criaturas ya familiares para Garlak, los trols, a diferencia de que estos poseían un tono de piel cercano al azul y no el tono verdoso que recordaba de los trols del bosque. Estos parecían en buena voluntad de ayudar. Sin embargo, fue entonces cuando un sonido extraño y desconocido llegó a oídos de Garlak, unos sonidos guturales provenientes de una horda de criaturas acuáticas que conocería como “múrlocs”, liderados por una hechicera escamosa, naga. Los orcos en conjunto con los trols lucharon para rechazar a los múrlocs. Garlak permaneció guardando la posición de los botes junto a varios más hasta que todos estuvieron listos para marcharse, incluidos los trols que no vivirían para ver un día más si permanecían allí. La isla iba a ser arrasada por la erupción de un volcán cercano, algo inaudito pues Garlak jamás había siquiese visto un volcán como tal. Para fortuna, lograron llegar a los botes y zarpar de aquel sitio, dejando la isla atrás. Garlak se limitó a acercarse a la borda observando el volcán en erupción que dejaban atrás, condenando a aquellas nuevas y desconocidas criaturas.
Ahora solo quedaba acabar el trayecto que llevaba a la nueva tierra, donde los orcos crecerían y prosperarían. Y tras eso, Garlak sabía en el fondo, que tocaría arrasar a los humanos una vez más. Ellos habían aprendido de las imprudencias y traiciones del pasado y no se los pondrían fácil, y los humanos no cometerían dos veces el error de encerrarlos. La próxima vez que se encontrara con ellos en el campo de batalla, sería un enfrentamiento de verdadera vida o muerte. Pero por ahora, debía seguir el liderazgo del joven Thrall. Un nuevo lugar les esperaba, libre de humanos, enanos y elfos.
Un sitio al que llamar… Hogar.


Capítulo cuarto, segunda parte: La Nueva Horda

Los navíos en los que ahora viajaban orcos y trols tocaron finalmente las costas del nuevo continente, Kalimdor. Muchos sedientos, hambrientos y desesperados descendieron sobre la cruda y ardiente arena, pero allí no había agua o comida en abundancia como Garlak había soñado los últimos días en medio del mar. Metros, kilómetros, decenas de kilómetros se extendían a sus alrededores repletos de ardiente arena.
La horda de orcos y trols comenzó a avanzar hasta encontrarse con unas enormes criaturas, fornidas y nobles que se autoproclamaban Taurens. Estaban en una lucha desesperada contra los centauros, y cuando Thrall aceptó asistirlos, Garlak impaciente lo vio como una oportunidad para probar la supremacía de la horda orca en batalla.
El ejército ahora compuesto por orcos, trols y taurens avanzó victoria tras victoria contra los beliciosos centauros que habitaban aquellas desérticas tierras. Para cuando habían logrado reducir los números de los centauros y conseguir suficientes victorias, los orcos habían ganado a aquellos imponentes y honorables aliados. Garlak por su parte, aunque respetaba la increíble fuerza de los tauren, consideraba que sus actitudes y modos de vida, tranquilos y calmados, era un desperdicio para toda aquella fuerza en bruto. Pero no escatimaría en aliados, ni estaba en posición de hacerlo.

La horda de orcos y los recientemente incorporados trols y taurens avanzó hasta el destino de Thrall, que no resultó ser otro que un sucio campamento humano. ¡Humanos! Se suponía que su tierra estuviese limpia de aquellos despreciables seres sin honor. Garlak aferró con fuerza la maza humana que aún llevaba consigo, conteniendo su sed de venganza como mejor pudo. Nunca llegaría a estar de acuerdo con amistarse con humanos, pero de momento no tenía otra opción. Hordas enteras de criaturas no-muertas, como aquellas que el traidor Gul’Dan había usado en su tiempo, se encontraban dirigiéndose al continente de Kalimdor, donde buscarían arrasar con toda fuente de vida en Azeroth. Y eso, le gustase a Garlak o no, incluía a los orcos. Y sin orcos, no habría horda que llevar a la victoria contra los humanos. A regañadientes, decidió hacer una excepción. Aprovecharía la ocasión para dejar claro a los humanos quienes eran los más grandes guerreros, de Draenor, de Azeroth y de cualquier mundo imaginable derrotando a cualquier abominación que amenazase la oportunidad de un nuevo hogar para la horda.

Cuando volvieron, sin embargo, Garlak no se adentró en los bosques para enfrentarse a Grommash y su clan. Permaneció guardando a los trabajadores que establecerían las bases del futuro hogar de la horda, hasta ser llamado de nuevo para la batalla. La gloriosa batalla.


Capítulo quinto: La lucha por la supervivencia

Varios campamentos se extendían a lo largo y ancho de todo el llamado Monte Hyjal. Fuerzas orcas, élficas, humanas, taurens y trols se encontraban divididas en respectivos campamentos que habían tratado desesperadamente de fortificar ante la inminente llegada de los no-muertos, pero el tiempo era reducido y todo indicaba a que la mayor defensa sería derramar la sangre de la que sus nuevos y temibles enemigos carecían.
Garlak permaneció con ansiedad observando como el bosque se extinguía ante el corrupto paso de aquel ejército de no-muertos. Una fuerza tan temible como perfecta. No sangraban, no se cansaban, no se quejaban. En momentos como aquel, el orco solo podía permitirse sentir envidia de las capacidades de su actual enemigo, y el mero pensamiento le atemorizaba.
Tomó aire y despejó su mente. El ejército de cadáveres del señor demoníaco finalmente alcanzó la posición de los orcos y la encarnizada lucha dio lugar. Fue una batalla larga y extenuante. Ellos sangraban, sus enemigos no. Ellos se agotaban, sus enemigos no. La moral entre los defensores del Monte Hyjal se sentía baja en general, una lucha desesperada por la supervivencia de toda la vida existente, aliados o enemigos.
Garlak acabó superado y rodeado, separado de sus aliados. Pero en aquel mismo instante, un sonido se extendió por todo el aire a su alrededor. Primero decenas, luego cientos, miles de luces se movían a través del cielo. Garlak no estaba seguro de qué era aquello que veía, pero se dirigían al señor demoníaco. Inspirado de una renovada moral y confianza volvió a arremeter contra las fuerzas enemigas que le rodeaban, resistiendo y haciendo tiempo para que un grupo de orcos y trols lograsen llegar con sus hachas y lanzas a asistirle en aquella desolada batalla. Las improvisadas barricadas habían caído y cientos de los suyos, honorables miembros de la horda habían caído en aquella encarnizada batalla. Para cuando todo acabó, el campo de batalla estaba desolado y arrasado en su totalidad. El señor demoníaco había sido derrotado y el precio había sido cobrado en víctimas de miles en todos los bandos. Las fuerzas de la horda se preparaban para replegarse una vez más a las tierras donde fundarían su nuevo hogar. Garlak volvió a echar una mirada atrás al campo de batalla mientras se retiraban, pues no olvidaba todas las muertes de nobles orcos que se habían sucedido frente a sus ojos mientras él sobrevivía, desde su temprana edad hasta ahora. Volvió la vista al frente y se adelantó a andar junto al resto de sus camaradas que habían sobrevivido a aquella cruda batalla.
Sin amenazas inmediatas, finalmente podrían levantar un hogar digno de la horda.


Tercer intermedio: Las bases de un hogar

Garlak seguía en desacuerdo con la delicada paz declarada entre humanos y orcos, pero ahora mismo debía centrarse en la defensa de los peones que levantaban las bases del futuro baluarte más grande del Oeste, la capital de los orcos. La que sería llamada Ogrimmar.
Más al sur, aquella hechicera humana llamada Jaina había comenzado a alzar un fuerte humano. Garlak sabía que sería un problema eliminarlo a futuro si no los arrasaban ahora, pero no podía oponerse a las órdenes del jefe de guerra, por mucho que desaprobara sus cuestionables decisiones de paz. Pero por ahora, debía vigilar, asegurándose que la horda tendría un hogar del que estar orgullosos. La era de paz acabaría eventualmente, y Garlak estaría preparado para arrojarse a una nueva era de guerras y batallas.
Tarde o temprano.


Capítulo sexto: Pasado, presente y futuro

Garlak observaba malhumorado el criadero de cerdos en el que había acabado. Vigilarlo, todo el día bajo el abrasador día de Durotar, viéndolos revolcarse como los cerdos que eran en su miseria. Cuando el jefe de Garlak se presentó, le soltó unas poco amigables palabras y se marchó, tras exigir su paga del día. Acababa de renunciar a su décimo tercer intento de trabajar en los últimos cuatro meses. Estaba claro que necesitaba trabajar para vivir, le pagasen en comida o en monedas. Pero ningún trabajo parecía servirle al orco veterano de guerra. Criar cerdos, trabajar en las minas, talar árboles. Lo había intentado todo, pero nada le brindaba esa satisfacción que tantos años de guerra y conflicto le habían llegado a brindar. Ese fuego dentro, ardiente, que llevaba brillando en su interior desde tan increíble temprana edad. Aquel fuego ya había amenazado con apagarse una vez en los campos de internamiento, y no estaba dispuesto a dejar que eso volviese a ocurrir. Recientemente, Garrosh Grito Infernal había asumido el mando de los clanes orcos como Jefe de Guerra. Finalmente sin Thrall al mando, Garlak esperaba que la horda se dirigiese a una nueva frontera de gloriosas batallas y fieras conquistas por sobre las razas de todo Azeroth.
En la actualidad, aunque Garlak podía ser fácilmente el último miembro de su pequeño clan, él no se consideraba como tal. Todos sus compañeros de clan habían muerto a manos de los humanos, elfos y enanos de los Reinos del Este, y habían acabado de morir con la traición de Gul’Dan. Para Garlak, él era un simple orco sin clan.

Mientras se alejaba de aquella pocilga de cerdos Garlak se paró un momento a pensar, observando aquella vieja maza humana que llevaba colgada en la espalda por un segundo. Su desmesurado tamaño le volvía alguien demasiado torpe como para siquiera plantearse tener un trabajo normal, pero era aquel mismo tamaño lo que le había llevado a sobrevivir a todas aquellas batallas en el pasado. Y con el actual jefe de guerra, era probable que la horda estuviese por enfrentar un cambio al fin a los intentos de paz en los que Thrall se había esforzado tanto. Quizás, su momento estaba llegando de nuevo. El inicio de un nuevo y glorioso capítulo en su vida.

Qué sería de su vida, aún estaba por verse. Más pronto de lo que podría imaginar

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