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Webley

Bertrand

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[Imagen: jaak__truths_and_lies_by_charro_art-d4xmije.jpg]

 

  • Nombre: Bertrand
  • Raza: Humano
  • Sexo: Hombre
  • Edad: 29
  • Lugar de Nacimiento: Alterac
  • Ocupación: Espada a sueldo, buscavidas.
  • Alineamiento: Caótico Neutral
  • Afiliaciones: Ninguna

Descripción física:

De una altura considerable si bien no es todo lo corpulento que debiera, es un hombre fuerte que puede aún resistir el peso de una armadura en combate. De ojos pardos y mirada seria, suele sonreír. Tiene una cicatriz bajo el pómulo derecho que la barba no alcanza a esconder, así como alguna otra en el torso, oculta bajo los ropajes. Su melena, de una longitud media, es de color castaño. Se conserva bastante bien para lo que se espera de un hombre de su condición.

Descripción psíquica:

Nunca ha sentido apego por las formas y dignidades propias de la nobleza, aunque hace gala de ellas cuando la ocasión lo merece. Los años de guerra y hambre han marcado su carácter, convirtiéndolo en un hombre marcial a la hora de dirigir a los suyos y con un profundo sentido del deber para con quien contrata sus servicios, aunque valora salvar el pellejo antes que mantener su palabra. Detrás de esta fachada, herencia de la educación que una vez recibió, se esconde un tipo ambicioso y con las ideas claras que hará lo necesario para conseguir lo que quiere.

 

 

 

Historia

 

Todavía crepitaban las últimas ascuas en aquel cadáver de hoguera cuando espabiló de manera repentina. Comenzaba a despuntar y las primeras aves silvestres emitían sus quejidos matutinos. Respiró hondo y paladeó, emitiendo una suerte de quejido; la cabeza le daba vueltas y la brisa nocturna había entumecido su cuerpo. La última parte de su ritual fue incorporarse a tientas y buscar algo que echarse a la boca, para aclarar su garganta.

La vida en general no había sido demasiado generosa con Bertrand, y tendía a arrebatarle todo casi de un modo caprichoso, aunque no se podía quejar de su suerte. Su padre era un pequeño propietario de Alterac, putañero y bebedor del que no supo ni el nombre. La madre dejó al pequeño antes de que fuera consciente si quiera del peso del mundo. Desde entonces estuvo solo en las calles de aquella ciudad en la que el invierno parecía eterno, sobreviviendo sólo gracias a algún alma bondadosa, a los recados puntuales por los que algún artesano le ofrecía y a una astucia que afloró pronto en la mente del crío.

 

Ser un crío en las calles nunca fue fácil, y serlo en las calles de una ciudad en bajo asedio mucho menos. La Segunda Guerra había estallado meses atrás, y cuando los primeros estandartes de Stromgarde perfilaron el horizonte Bertrand estaba malviviendo entre aquellos muros, y por ende encerrado. Legiones de hombres de Arathi arrasaron con todo lo que veían y pasaban a cuchillo a todo el que opuso resistencia de camino a la capital del reino, donde el miedo y el hambre comenzaban a cobrarse sus primeras víctimas. Rebuscó entre las pertenencias de muertos y moribundos más de una vez.

 

Con los arietes quebrando las puertas y los muros derrumbándose junto al resto del reino de Perenolde, parecía que el chiquillo iba a terminar sus días clavado en una estaca como el resto de sus congéneres. En última instancia, uno de los muchos guerreros que recorrían las casas saqueando y quemando se apiadó de su pobre existencia, tomándolo como paje.

 

Se acomodó junto a las brasas, palpándose sus sienes en lo que evocaba su primer golpe de suerte. Algo de sangre seca se había acumulado en una de ellas debido a un porrazo, hacía dos noches de aquello, quizá. Fuese como fuese había llegado el momento de mover ficha. Después de unos minutos se incorporó, apagó el fuego y tomando sus escasas pertenencias –su espada, un cuchillo, y el apenas abultado petate a la espalda- emprendió camino al oeste.

Nunca tuvo grandes pretensiones, aunque sí que soñaba con el día en que por fin pudiera asentarse y comenzar a mover hilos; labrarse un futuro, como quien dice. Estaba harto de la mala vida a la que hasta entonces le habían sometido los designios del destino.

En la ciudad de Stromgarde las cosas cambiaron mucho para Bertrand. Ya había concluido la guerra, con la victoria de la Alianza, para cuando alcanzaron sus puertas. Su protector resultó ser un caballero que impuso al muchacho una disciplina castrense, además de instruirlo en el uso de las armas, se encargó de que su sirviente aprendiese a leer y escribir –nociones básicas para un escudero quizá, pero algo a lo que el muchacho jamás habría podido aspirar- creció ejercitando el cuerpo y la mente, mas el pajar en el que convivía con otros dos sirvientes siempre se le antojó demasiado poco, sobre todo teniendo en cuenta la enorme cantidad de tareas que debía de hacer para su amo.

 

Fue durante aquellos años cuando sintió el anhelo de la llamada del hogar. Había habladurías de que los restos del marchito reino norteño se arremolinaban bajo el estandarte de la Hermandad, y que pretendían reclamar las colinas que en otro tiempo fueron arrebatadas. Seguro de que no volvería a pisar Stromgarde, no al menos por voluntad propia, aprovechó la noche y se escabulló, considerando su deuda más que saldada. De hecho reclamó los intereses de aquella servidumbre, robando una de las espadas que su señor guardaba con tanto recelo en el caserío.

 

Se instaló en el norte y pasaron los años. Conoció lo que quedaba de su gente, los fieles a los Perenolde, luchando una cruzada perdida por recuperar su independencia. No tardó en llegar el bandidaje, el dinero fácil y las rencillas por el botín que obtenían de aquellos que se interponían entre ellos. Estaba a punto de estallar la Tercera cuando se hizo con el liderazgo de aquella banda de golfos y ladrones. Para cuando la plaga comenzó a hacer estragos en el norte, y con las partidas de Stromgarde pisándoles los talones, convenció al grupo para alistarse como una compañía mercenaria al servicio de Lordaeron.

 

El recuerdo de aquella infructuosa guerra, aquella derrota anunciada de antemano, le resultaba amargo aún entonces. Pese a que el mundo se había tambaleado tanto durante aquellos años, las carnicerías presenciadas y tantos compañeros que terminaron siendo pasto de la muerte recorrían su médula con un trémulo escalofrío. Desertaron. Todo el que pudo huyó como una rata hacia el sur, rezando por que aquella putrefacción no lo alcanzase.  Y en el caso de Bertrand no lo hizo, pero tal vez ahí terminara su suerte.

La brisa matutina que ofrecían los bosques del sur no tenía nada que ver con aquel aire fresco y limpio que soplaba en las colinas. De hecho poco tenían que ver los urbanitas de Elwynn con su gente, recios y acostumbrados no solo a las inclemencias del clima, sino a lidiar con ogros, orcos, y todo lo que había decidido asentarse en aquel valle. Despreciaba la comodidad de los sureños en cierto modo, aunque no era estúpido: tenían oro, y el oro compraba hasta los corazones más rectos. Trabajaba de recadero aquí y allá, propinando alguna paliza, cortando leños, cargando sacos, hundiendo su hoja en el pecho de algún desdichado si la ocasión lo merecía. Nada había cambiado en aquellos años de éxodo, aunque los gnolls infestaban los bosques desde hacía tiempo. Y aquello le devolvió la suerte.

Una semana antes, encontró a dos moribundos en el linde del camino. No podía hacer mucho por los hombres, que habían sucumbido probablemente emboscados por los hombres perro. Ahorró el sufrimiento del que aún respiraba, y se dispuso a examinar sus pertenencias. Junto con algunas monedas de plata y un par de botas nuevas encontró una carta. La ojeó sin demasiados miramientos. Un tal Edric Bolster tenía que morir y aquello significaba dos cosas. La primera que era un tipo importante, la segunda que aquella información valía un precio. Y si Edric no podía pagar, quizá quienes lo querían muerto si lo hicieran. Su suerte volvía a cambiar.

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