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Psique

[Historia] Verdrares Noredril'denal

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Nombre del Personaje
Verdrares Noredril'denal

Raza
Sin'dorei

Sexo
Mujer

Edad
105

Altura
1.76

Peso
56

Lugar de Nacimiento
Quel'Thalas

Ocupación
Arquitecta

Descripción Física

Esbelta, de tez pálida y pelo negro. Expresión cansada y aburrida.

Descripción Psíquica

Tozuda, huraña y ácida. Un temperamento difícil de tratar aunque en absoluto le hace perder las formas sino parecerse a las falsas sonrisas que se esgrimen en los círculos más distinguidos. Una crueldad morbosa, con afán por el cotilleo y la desgracia ajena.

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Siempre le tuviste miedo a esa parcela llana. El lienzo en blanco, un enemigo insalvable.

Tienes talento.

Pero te contentas con favorecer el de otros por sentirte incapaz.

El peor tormento de un artista es tener miedo a crear.

 

Pinceladas de sus ojos sobre la pintura. Trazos gruesos y colmados, colores específicamente buscados. Rugosa la textura que le trasmitian las yemas de sus dedos al acariciar el cuadro de los nenúfares con añoranza. Esa sonrisa. Una felicidad privada, discreta, que ella veía en ese ángulo concreto en sus labios, genuinamente engendrado, como el de los arcos apuntados que sostienen las bóvedas de los Sagrarios. La miraba, y se la regalaba. A ella, solo a ella, mientras le rodeaban aquellos que no veían momento de convencerle para que les concediera un cuadro. Un dios entre mortales, señor de los ambientes y la expresividad. Un aura magnética que los atrapaba a todos, porque incluso por delante de su obra, estaba su personaje.

 

Su arte era vida.

 

Aún recordaba aquel día en que un lord de la casa Aus’thil le encomendó un retrato. Su cara fue un cuadro en si mismo, cuando en lugar de verse a él, vio un atardecer difuso y nubarroso, y bajo él, unas lilas nocturnas en flor con sus destellos naturales. Enojado, le exigió explicaciones y él, autosuficiente, le respondió que él no pintaba la realidad en si misma. Pintor de los ambientes, de las luces y las sombras. Ilustrador de auras. Una tarde nublada por su seriedad y ese temor que despertaba en los demás, dejándolos siempre a la defensiva. Las lilas en flor porque en el fondo de ese azul en sus ojos, había un alma delicada que sólo se manifestaba en privado. Y qué hay más privado que la noche, cuando las luces caen y solo quien hay próximo puede ver lo que subyace. Y a pesar de la breve y genérica explicación que pareció obviamente no convencerle, de día, henchido de orgullo y seriedad, le preguntó en qué se basaba cuando decía eso. Y él, sonriente, feliz, le dijo que su mujer no tenía las mejillas de color hematita roja hasta que sus miradas se cruzaban. La explicación invitó a la doña a intervenir, y aplacando la tormenta de su marido, muy encantada, aceptó el cuadro como válido.

 

Esa historia corrió de boca en boca, y fue el primer peldaño hacia la fama. Era un excéntrico, sí, un personaje exagerado, pero sabía venderse. Sabía qué querían escuchar los oidos y ver los ojos.

 

Ese afán por el cobalto, siempre cobalto, era el protagonista del cuadro de los nenúfares. Caro y exuberante. Prescindir de ese color en sus pinturas fue la evidencia de su declive, cuando su estilo, recargado, impresionista, dejó de buscarse hace cincuenta años para volver al sofisrticado academismo de las viejas castas.

 

Aedel fue muchas cosas en esta ciudad.

Fue pintor, arquitecto y escultor entre muchas cosas. Pero terminó por dedicarse al carácter sobrio de la arquitectura cuando su carrera como pintor acabó. Ahí fue que la reconoció como su aprendiz, más enamorada de las construcciones colosales, de la grandeza y la amplitud que de los susurros chivados que cuentan los cuadros y su simbología.

 

Siempre tuvo los pies en la tierra.

Y las pinceladas, en privado.

 

Algo que él insistentemente quiso romper.

 

La Caída supuso una ruptura con la vida refinada que compartían tan estrechamente. Ya no quedaban salones en pie e incluso reuniendo a cuanta casta restase, a penas llenarían el teatro real. El círculo de influencias se volvió angosto, hasta que apenas dejaba correr aire y todo, terminó por saberse.

 

Verdrades se deslizó por el amplio salón de la vieja casa, que había necesitado reconstruirse tras aquella catástrofe. Ella, la vistió con aires soberanos, jugando más con las formas que con los materiales. Había sido un arduo trabajo, pero aquel lugar, centímetro a centímetro, era la manifestación física ajustada a su idealización. Siempre la sintió más de él que de ella, pero con su desaparición repentina, se contentó con conservar las obras que dejó atrás. La casa ahora era suya. Hogar, taller, santuario y cárcel. Atrapada en la memoria sangrante, aplastada por la sombra de su predecesor.

 

Adoquines apuntados, elegantes tracerías. Muros altos sostenidos sobre columnas de nervios. Los tejos, abovedados, entrelazados bajo el aura azulona de los vidrios que filtran la luz mortecina del crepúsculo.

 

Azul cobalto.

 

Dar dos pasos era un tormento que retorcía su expresión. El bastón hacía lo que podía por ella, pero nunca era suficiente. Con la caída de la noche siempre recurría a los placebos más potentes que encontraba en la ciudad, que solían dejarla seca en cuestión de un rato. Al menos descansaba, aunque no sirviera para aplacar su temperamento Mientras inspeccionaba la herida de su muslo, donde aún restaban las marcas de dientes de aquella aberración descontrolada, dejó la vista en blanco hacia la mesa abarrotada de trabajo pendiente. La reconstrucción le había proveído de una etapa de bonanza económica, y sin tanta competencia como otrora, era extraño el día que se fuera a dormir sin trabajo pendiente. No por habilidad, sino casi como exigencia del gobierno. Todos terminaban aportando algo.

 

Aquellos cristales fueron una mejora. Empezaba a temer que las labores de reconstrucción tuvieran que ser depempeñadas por mano desnuda y eso a parte de retrasarlo, impediría que lucieran tan magistralmente como antaño, cuando la magia esculpía la piedra y deformaba la madera al gusto del artista. Por suerte no fue así. Estar próximos a ellos reportaba una vigorosidad extasiante, y efectivamente escondían más de lo que parecían. Algunos se dejaron llevar demasiado por ese frenesí e indagaron en lo profundo. Como ella hizo. Aquel mordisco fue un jarro de agua fría sobre su orgullo. Aunque la fractura de esa prisión no fue culpa suya, sino de Aedel. Pero cómo reprocharle nada. Él era el artista.

 

Esa alimaña inquieta la despertó de ese paseo entre sus recuerdos. Algo cayó fragmentándose en la cocina. Se preguntaba día tras día por qué lo mantenía, cuando sería más útil como un fragmento. Tal vez porque eso ojos discretos aliviaban su paranoia personal.

 

De nuevo olvidó cerrar con candado la despensa.

Editado por Psique
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