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Psique

Teos Roberick Bottmann

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"En la guerra moderna, morirás como un perro y ni sabrás por qué."

-Ernest Hemingway-

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A veces recordaba el trueno de los arcabuces en la plaza real. Fuertes como el rugido de un león. Los desfiles en las fiestas y el apogeo que celebra a lo grande la altivez de un reino que sobrevive sin tomar la mano ajena.

 

Somos gilneanos.

 

Las palomas blancas alzando el vuelo entre guirnaldas de colores bajo un cielo encapotado. Bonanza y prosperidad se tercie lo que se tercie.

 

Los paseos elegantes de las mesnadas reales, que hacían girar sus armas entre las manos en perfecta sincronía, como extensión de su propia honra.

 

La humareda que se levanta con olor a pólvora. Su hermano siempre se abrazaba a las faldas de su madre, él sin embargo, miraba con ojos brillantes los cañones que retaban el cielo.

 

Por el rey.

Por Gilneas.

 

Era su momento favorito durante su niñez, cuando bajaban a la ciudad por el festejo, hospedados por un querido amigo de su padre que al igual que él, portaba con orgullo el título de caballero en nombre de la casa Rohdet, una casa menor vasalla de otra sensiblemente más influyente. En tiempos de paz, cuando ensillar el caballo significaba salir a enlucir su ego más que un deber. Y lo recordaba así, cuando se reunían en otoño cuando las hojas se teñían de los colores de los zorros que cazaban, y él, le dejaba acompañarle.

 

En la vieja hacienda de su padre, vecina de otras tantas, conoció a Timber y Joan, hijos de conocidos de conocidos, aunque no es que importase cuando se es niño. Recorría los campos de calabazas, contaban historias de miedo en Sanheim, siempre compitiendo, siempre metiéndose en inocentes líos cuya métrica la dictaba el enfado de sus madres cuando se recogían al caer la noche. Siempre la propia gritaba más que ninguna. Eran inseparables.

 

Hablaban de que cuando fueran mayores, se convertirían en caballeros, se casarían con una doncella noble y regentarían una casa con grandes jardines.

 

Pero la vida no esperó a esos sueños cuando irrumpió casi de golpe en sus vidas, tal vez demasiado temprano.

 

El conflicto que enfretó hermanos contra hermanos no tardó en reclamar a todo aquel que estuviera dispuesto a luchar por la causa. De repente era necesaria una alineación para poderte considerar parte de una nación que empezaba a descomponerse a escondidas tras el muro. Y ellos, ya mayores para empuñar un arma pero aún jóvenes como para no dejarse enamorar por las palabras de aquellos que sabían vender la ficción mejor que ellos la entendían, tomaron caminos diferentes.

 

Teos, siempre bajo el ala de su padre, se unió a las mesnadas de Lady Rohdet.

Timber y Joan apoyaron a sus familiares al norte.

 

Aunque joven, Teos demostró tener una puntería y ojo tan finos que no tardó en demostrar su utilidad con los alcabuceros. Su padre no esperaba menos de él, aun cuando su virtud estaba en el enfrentamiento directo y no tras las nubes de pólvora. Padre e hijo compartieron los caminos y las escaramuzas que terminaron por templarle el carácter. Nada que no pudiera digerirse escudándose en una causa justa y leal, en contrapunto a los que como él los llamaba, “perros sin correa”.

 

Pasó a formar parte de las mesnadas a los quince años, y hasta años más tarde, cuando la lucha entre hermanos empezaba a acabarse, no volvió a ver a sus amigos de la infancia que como a él, la guerra civil les había cambiado.

 

Corría el invierno del año 21 D.a.P, una estación que había sido especialmente fría e inmisericorde. Habían peinado a conciencia un puñado de aldeas perdidas en los montes de más al sur, en busca de los poco posibles reductos de rebeldes que estuvieran intentando capear el temporal y la derrota inminente. Dos hombres murieron por congelación, y la falta de motivación y los años de entrega en defensa de la Corona frente al traidor de Crowley y sus milicianos sin a penas descanso, sin vuelta al hogar, había levantado muros en sus mentes, que empezaron a deshumanizar a los rebeldes a los que culpaban de su eterna marcha. Dejaron de ser “perros sin correa” hacía ya un par de años, para ser nombrados de formas mucho peores. Su padre le decía que tras esta cruzada de justicia encontrarían reposo en el hogar, y que tal vez fuera el momento de que se comprometiera con la hija mediana de una casa tan insignificante como la suya, aunque la guerra prometiera a los caballeros engordar su renombre y no escatimaba en ensoñaciones para mantenerse avivado. A veces se preguntaba cómo era ella. Pero pocas veces se preguntó si de verdad era lo que quería.

 

Una mañana tras una noche de camino incesante entre la nieve, llegaron a la aldea de Testera, cuyo nombre difícilmente olvidaría. Las casas habían sido abandonadas hacía décadas tal vez, un lugar para no ser encontrado.

 

Pero ellos también tuvieron esa ocurrencia.

 

Los arrastraron fuera entre bufidos y amenazas. Los sacaron de sus camas y se juntaron con los heridos y los enfermos. Eran cerca de una docena de rebeldes que al verse superados en armamento y número, depusieron las armas.

 

Un ardor desagradable en la garganta y un regusto a bilis le vino cuando reconoció a dos jóvenes que formaban parte de esa manada, ya crecidos y maduros, aunque seguían siendo ellos, más o menos.

 

Su padre cabiló en silencio sobre qué hacer con ellos, pero sus hombres estaban cansados y enfermos, abatidos por esta guerra que ya había perdido hasta su significado. Hacía frío fuera y no tenía suficiente para compartirlo con ellos.

 

No conocieron otro juicio que no fuera el de la pólvora.

 

Le discutió. De repente todas las espectativas puestas en él como hijo mayor se vinieron abajo, y el lobo que seguía las huellas de su padre abrió las fauces contra él. Y este, enfadado y fatigado, le hizo entender de la peor forma que la guerra decide por uno quien es amigo y quién no lo es.

 

En aquel patio trasero de la finca cubierta por la nieve, formó en línea con sus hermanos de armas para dar muerte a sus hermanos de la infancia.

 

Apuntó por encima de sus cabezas, pero otros no fallaron el disparo.

 

Recordaría siempre como Timber, el pequeño, el más peleón de los tres se encogía de miedo como un gatito ante la muerte acechante. Y cómo Joan alzaba sus manos al aire, libre, liberado de esta guerra infernal por la que estaba dándo su vida con gusto.

 

Hacía tiempo que había dejado de ser un niño, pero el hombre que entró en esa aldea era distinto al que salió de ahí.

 

Su padre y él empezaron a distanciarse, sin peleas, sin debates. Como si la conciencia tirase de ellos hacia caminos diferentes e inescrutables para el opuesto, opacos como la más oscura de las noches en las que ni la Niña Azul resplandece en ausencia de la Dama Blanca. La guerra te la vendían de la manera más atractiva que fuera posible, para que acudieras con motivación nacionalista a defender los intereses de tu reino. Cuando fuera tarde te darías cuenta de que no son monstruos a los que das muerte, ni a rufianes ni a tiranos. Si no campesinos, levas, e incluso mujeres a los que les habían condenado al exterminio al norte, cuando el Muro para quienes lo habitaban significaba protección, para ellos fue la pared frente a la espada. O los colmillos.

 

Esos nuevos enemigos, esos monstruos, volvieron a resucitar el afán por la lucha y la justicia, llegando incluso a engrosar su heredado ego con el abatimiento de esas feroces bestias desde la seguridad de la distancia, al otro lado del cañón de su rifle. No fueron encontronazos limpios ni glorificantes, en ocasiones incluso con el protocolo implantado por el brebaje, veía cómo sus compañeros cambiaban de estar compartiendo un lugar junto a él en la hoguera del campamento, a evitarle la mirada en el recogido frío y amontonado destinado para los marcados.

 

Aunque no todos tenían esa suerte, y los que si, pronto encontraban la muerte al recibir las primeras ondonadas del fuego cruzado cuando pasaron de enfrentarse a las bestias, a volver a pelear entre hermanos, entre reinos.

 

Sus amigos murieron por Gilneas. Por otra Gilneas.

Su hermano dio la vida por Gilneas, pero cuando despertó encadenado y abandonado en las calles del Gueto, sin causa y sin dignidad, se quitó la vida.

Su prometida murió en la guerra, cuando las tropas imperiales arrasaron la población a la que llamaba hogar y tomaron cuanto quisieron y de quien quisieron de aquellos que se guarecían, indefensos, de la tempestad.

Y  Teso daría su vida por Gilneas, como lo hicieron ellos, como lo haría su padre. Como lo hubieran hecho sus hijos y sus nietos.

Como hicieron desde siempre.

 

Pero la guerra no conoce la clemencia, y a quien no se lleva, jamás queda inalterable. Una madrugada del 14 de enero del año 33 se llevarían su orgullo a golpe de artillería, cuando las tropas Imperiales avanzaron y tomaron el asentamiento donde se establecía su unidad.

 

Perdió su puntería, a costa de conservar el brazo.

 

La situación era tan desesperada que ya no quedaba hombre, mujer o niño capaz de portar un arma sin que hubiera sido reclamado a alguno de los frentes que los arrinconaba. Por qué un soldado incapacitado debía ser una excepción cuando ellos no lo eran. Con qué derecho.

 

Y ahí, empezó la caída en picado.

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