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DBunbury

Celereon Cinderfate

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  • Nombre del Personaje
    Celereon Cinderfate
  • Raza
    Sin'dorei
  • Sexo
    Hombre
  • Edad
    293
  • Altura
    1.85m
  • Peso
    Sobre los 90Kg
  • Lugar de Nacimiento
    Brisa Pura
  • Ocupación
    Espada a sueldo, mercenario.
  • Descripción Física

    Con una altura y corpulencia superior a la media de sus compatriotas elfos, Celereon destaca sobre la mayoría con un porte ciertamente majestuoso, hombros anchos y brazos fuertes. Su musculatura claramente marcada por décadas de entrenamiento y riguroso cuidado, está algo ensombrecida por algunas cicatrices, fruto de varios combates en los que se ha enzarzado. Pelo negro y liso, pero con tres mechones cercanos al rostro unidos en una fina trenza, la cual finaliza en un nudo acordonado con una diminuta cinta de color burdeos. Mentón ligeramente marcado, y rostro experimentado debido a su madurez, recientemente ha decidido dejarse una perilla medianamente larga y una ligera barba incipiente que resalta especialmente cuando viaja. Curiosamente en su rostro no hay rastro de cicatrices, aunque hay un par de recortes en su oreja izquierda, insuficientes para comprometer su capacidad de escucha. Por lo general lo que más destaca de su físico es su altura y corpulencia, ya que por lo demás se trata de un elfo cuyas facciones se encuentran en la media. Su voz no obstante es grave y cálida, en contraposición quizás con el aspecto de rudeza que puede generar su cuerpo y rostro, en especial desde que decidió dejarse barba.

  • Descripción Psíquica

    Fue criado en un ambiente prácticamente bucólico, en una familia bastante liberal (para los estándares de su raza), lo cual le ha llevado a, aún considerando a los Sin’dorei como una raza favorecida, a respetar o al menos a no mirar demasiado por encima del hombro al resto de razas de Azeroth, a excepción de los no-muertos a los que considera aberraciones, o a los Quel’dorei, a los que califica de traidores a la patria. Ese sentimiento de relativo respeto se ha acrecentado debido a la naturaleza viajera de Celereon, que ha pasado cerca de medio siglo viajando por Azeroth en total. Eso también le ha permitido formarse e incluso estudiar levemente el comportamiento del resto de razas, algo que le resulta especialmente útil y que considera crucial para el combate. Es por tanto alguien bastante meticuloso y estratega a la hora de luchar, tomándose todo el tiempo necesario (dentro de lo posible) para estudiar a su adversario, aprovechando que por lo menos él “tiene todo el tiempo del mundo” a términos prácticos. A pesar de ser un mercenario que vende sus habilidades por dinero, no es alguien en exceso egoísta, y tiene un alto sentimiento del honor y de la justicia, algo que le ha llegado a pasar factura en alguna que otra ocasión. Considera que el arte y la cultura también son importantes, y no descuida su faceta intelectual. Tiene ligeros conocimientos en dibujo y sabe tocar la flauta, algo que ha amenizado bastante sus viajes. También prefiere disfrutar de momentos contemplativos o de la lectura de algún libro antes que de la compañía de los demás, haciéndole un elfo algo introvertido y solitario. Sin embargo, no es tímido ni rehúye el entablar conversación, lo cual sorprenderá a muchos, pues demuestra ser alguien con quien conversar durante horas debido a sus conocimientos en multitud de ramas. En resumen, se trata de un elfo patriota, que busca ayudar a su gente a su manera, para lo cual se debe a una férrea disciplina y voluntad, acompañada de un gusto refinado por el arte y la lectura.

  • Ficha Rápida
    No (1000 palabras mínimo)
  • Historia

    Diario de Celereon Cinderfate: Año 32 posterior a la apertura del Portal Oscuro

    Mi llamo Celereon Cinderfate, hijo de Cynaria Cinderfate y Rubidion Cinderfate. Me crié en una pequeña hacienda en la Aldea Brisa Pura, naciendo hará cerca de tres siglos. Mis padres me inculcaron los valores básicos que todo elfo perteneciente a la ahora conocida como raza de los Sin’dorei, honor, tradición y amor a la patria. Pocos inviernos tardé en conocer las maravillas del Alto Reino, aquel que considero mi hogar, la ciudad de la que me enamoré, por la que estoy dispuesto a verter mi sangre por el bienestar de mis compatriotas. No conocí más dicha que entre los jardines de Plaza Alacón, lugar donde me he sorprendido pasar tardes enteras disfrutando de cualquier banco en compañía de cualquier tomo que mereciera la pena leer, sobre todo cualquiera que incluyera a alguno de los muchos espadachines famosos que han surgido en el Alto Reino.

    Mi infancia resultó gratificante, todo lo que un niño podría querer. Mi padre decidió regalarme una espada de madera a mi decimosexto invierno y me llevó a un instructor de esgrima con el que empecé a entrenar. Me inculcó la disciplina que creo a día de hoy me caracteriza, y me mostró que la esgrima no solo consistía en agitar el acero hasta que el oponente dejara de moverse. No, en el interior de aquel arte había una milenaria tradición detrás, una que enseñaba honor y respeto por el oponente, que no solo requería estar en buena forma física, sino además conocer el valor de la vida, pues al final será inevitable que tengas que arrebatarla, y antes de arrebatar algo debes comprender el valor que tiene.

    Así pues, me dediqué durante décadas a estudiar, compaginando mis arduos entrenamientos con noches de estudio. Anatomía básica, religión, leyes, música, pintura… Comprendí que un guerrero debía apreciar el mundo que le rodeaba más que el resto, yo debía apreciar el mundo que en algún punto de mi vida quizás tendría que proteger.

    Y así fue, que fueron sucediéndose los inviernos, seguidos de hermosas primaveras y anaranjados otoños, que fui convirtiéndome en un espadachín. Mi padre optó por regalarme mi primera espada, a la que decidí bautizar como “Presta”, debido a lo ligera que era. Pasé alrededor de medio siglo en el Alto Reino, hasta que decidí conocer el resto del mundo que se abría ante mí. Poco tardé en despedirme de mis padres y marcharme, con la promesa de volver siendo una mejor versión de mi mismo.

    Mi primer viaje fue duro, no estaba acostumbrado a las largas jornadas en los caminos, ni a pasar noches a la intemperie sin más refugio que una pequeña tienda que me había fabricado con algunas telas cosidas de forma rudimentaria. Sin embargo, a pesar del frío y del hambre, conseguí establecer contacto con algunos asentamientos de mi pueblo, donde pude aprender cómo era la vida fuera del Alto Reino. Pasé varios meses conviviendo entre los míos en Quel’danil y luego proseguí mi viaje, a tierras humanas. Por el camino pude aprender algunas costumbres de los enanos de Pico Nidal, y conocer algo de su historia.

    Y así fui poco a poco empapándome de las culturas de humanos y enanos, visitando algunos de los reinos de la humanidad. Allí fue donde decidí pasar un par de años, en compañía de tan extrañas criaturas (Tan extrañas como peculiares a su modo). Aun así, también aprendí de los humanos su naturaleza impulsiva y en ocasiones carente de honor. En una taberna un truhan me sorprendió con un abrecartas e intentó acabar con mi vida en plena taberna debido a una estúpida riña que a día de hoy no tiene importancia, seguramente porque después de tres siglos y medio la descendencia de ese indeseable ya será pasto de las lombrices. De ese encuentro conseguí mis primeras cicatrices, que no las últimas.

    Después de mi aventura por los reinos humanos, decidí retornar al Alto Reino casi diez años después de mi partida. Durante todo ese tiempo traté de mantener correspondencia con mis padres, a los que relataba mis vivencias como cuando un infante le enseña su juguete nuevo a sus amigos. Al volver decidí retomar mi aprendizaje y adiestramiento, pero poco tardé en descubrir que, en esta ocasión, el mar clamaba mi nombre, y acudí raudo a su llamado. Me enrolé en un barco mercante y en aquella tripulación estuve otros quince años, hasta que la cálida luz del atardecer irrumpiendo en las vidrieras de la ciudad de Lunargenta volvieron a encandilarme en su festival de colores y brillos.

    El tiempo siguió su transcurso y pasaron las décadas, que se tornaron en tres siglos. Llegaron los orcos a Azeroth, pero yo permanecí donde debía, en mi pueblo con los míos. Pero cuando los pielesverdes se acercaron a nuestras fronteras y se aliaron con los Trols que tanto dolor habían causado a mi pueblo, decidí ofrecer mi espada para defender el reino en el que me había criado. Varias refriegas recuerdo de aquella guerra, ninguna digna de cantar alguno, pues entonces descubrí que la guerra distaba mucho de los cuentos con los que me deleitaba, donde el honor se dejaba a un lado y la sangre de unos y de otros regaba los campos arrasados por las llamas.

    Una vez acabó el conflicto, decidí retirarme de la lucha, pues necesitaba descansar de tanta muerte y destrucción. Me refugié en Quel’danas, lugar donde decidí reposar mente y cuerpo durante al menos unos años. Pero el reposo me hizo abandonar mi obligación como ciudadano y observé impotente como la Plaga arrasaba Lunargenta, para luego destruir mi hogar en su casi totalidad. Solo la fortuna sabe como mi familia se salvó de la invasión de la Plaga. Al retornar a lo que quedaba del reino, vi como además la sociedad se fracturaba cuando más juntos debíamos permanecer. Nuestro príncipe Kael’thas decidió renombrarnos como Elfos de Sangre, título que acepté con gusto y honor, pues ya no estaría dispuesto a dejar que otros luchasen y se sacrificasen por mí.

Editado por DBunbury
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