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Lorea

Eudora Acechabruma

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EUDORA ACECHABRUMA

Sacerdotisa de la Luz Sagrada

|  44 años  | Poblado de Valletormenta (Sur de Gilneas)  |  “Gilneas es su gente”  |

 

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En las lindes del Monte Negro, cerca de Valletormenta, los Acechabruma tienen su modesta granja desde hace generaciones. Con los años se han convertido en buenos cazadores y mejores criadores de mastines. La necesidad de cazar huargen y tener las haciendas bien protegidas de las bestias ha favorecido a su negocio lo suficiente para darles una vida cómoda. Actualmente, la mayoría de la familia vive cerca de Valletormenta.

Los gemelos Eudora y Víctor nacieron cuando la vida de los Acechabruma todavía era dura. Crecieron trabajando con la familia, aprendieron a cazar, a sembrar, a criar perros, a curtir y a cocinar. Al final de su adolescencia ambos decidieron poner sus vidas al servicio de la Luz. Se formaron como sacerdotes, y aunque el aprendizaje les obligó a permanecer separados durante largos periodos de tiempo, no se distanciaron.

 Desgraciadamente, Víctor fue asesinado durante la Gran Purga. Tras la muerte de su hermano, pasó varios años recluida en el sur. A las pocas semanas de volver a los caminos, en la primavera de año 26 d.P., fue atacada y mordida. Sus primeros años como huargen fueron duros, pero como sacerdotisa de la Luz nada había cambiado: su lugar estaba con los más necesitados, y los más necesitados en Gilneas eran los malditos. Su destino estaba con ellos.

Eudora ha dedicado la mayor parte de su vida al servicio de la gente corriente. Sus ocupaciones principales durante la última década han sido resolver disputas, enseñar, aconsejar o acompañar en los momentos de dolor. Siempre que se lo han permitido ha realizado una labor itinerante, visitando los pueblos y las aldeas donde se reclamaba la presencia de sacerdotes.

 

Humano

Huargen

 

78 kg

96 kg

 

1.72 m

1.90 m

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Descripción física

Físicamente, Eudora es de complexión recia y piel cetrina. Su pelo está salpicado de canas y en su cara ya se notan las primeras arrugas de expresión. La vida en el campo moldeó su cuerpo en la juventud, y su devoción por el servicio a la comunidad la ha llevado tanto a las aldeas perdidas en las montañas como a las comodidades de la ciudad. Eudora es activa, ágil y entiende que un sacerdote con una mente sabia solo puede llegar a su pueblo si tiene unas piernas sanas que le lleven y una voz fuerte que lance su mensaje. Tener una alimentación adecuada y dormir las horas necesarias también es un deber. Su pelo oscuro ya está salpicado de canas, y en su cara llena de pecas se reflejan las primeras arrugas. Sobre sus ojos castaños los parpados han empezado a descolgarse. Afortunadamente, no padece enfermedad o mutilación que le dificulte su día a día. A parte de estar maldita.

Como huargen, tiene el pelaje pardo rojizo, con manchas negras y ocres y ojos amarillos. Destacan sus grandes orejas.

Descripción psicológica

Le gusta: Los perros, la Luz, la vida, el caramelo salado. | No le gusta: Lo vil, las mentiras, madrugar, el pescado.

            Virtudes: Empática, misericordiosa, amorosa, responsable. | Defectos: Distraída, hiriente, rara, temeraria.

A pesar de su carácter humilde y benevolente, es firme en sus creencias y fiel en sus compromisos. Considera la disciplina un pilar fundamental para una vida buena. Las sonrisas, la compasión y la calidez son virtudes benevolentes si son sinceras. Los años han afilado su ingenio y su lengua. La justicia, la paz y el altruismo no pueden existir en una sociedad que se miente a sí misma. Tenacidad significa valentía, perseverancia y rectitud; Respeto significa honestidad, empatía y responsabilidad; Compasión significa misericordia, altruismo y perdón. Y en la suma de un juicio al espíritu, valen más los actos que los pensamientos y las palabras.

La forma huargen animaliza, inevitablemente, el funcionamiento de la mente de Eudora. Con años de disciplina y brebaje, la sacerdotisa ha aprendido a canalizar sus emociones e impulsos primarios, pero el cambio afecta a su personalidad. Se acentúa su firmeza y pierde con facilidad la paciencia, llegando incluso a ser dura, inflexible e hiriente. Por la dificultad para pronunciar, acorta sus discursos, con mensajes sintéticos y concisos.

        Eudora está en paz consigo misma. Considera que la maldición es una enfermedad, y como tal debe ser estudiada y tratada. Las personas que la padecen tienen que hacer su mejor esfuerzo para seguir siendo buenos vecinos y aportar a la vida de la comunidad, en la medida de sus posibilidades. Comprende el temor, pero no permite que le arrebaten sus derechos en nombre del miedo.

 

Misiones

 

Editado por Lorea
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Historia

Spoiler

Dos días. Tres promesas

I. Viejos amigos

Spoiler

La bruma volvió antes de lo que esperaban, desplegando un manto de humedad que calaba hasta los huesos. El sol de la tarde quedó ensombrecido y solo una luz mortecina bañaba los campos. Eudora miró el cielo frunciendo los labios.

            —¡Vaya! Empieza a hacer frío. —Suspiró desencantada—. ¡Niños! —gritó con una voz cantarina—. ¡Volvamos a casa!

            Briliana y Cyrilo dejaron de perseguirse y comenzaron a protestar, de ese modo gritón y chirriante que tienen los niños de expresarse. Eudora negó con la cabeza.

            —¡No os oigo!

            Los niños se acercaron a la carrera, casi chocando contra sus piernas. Eudora le agarro un brazo a cada uno.

            —¡Os pillé!

            —¡Eh! —gritó Briliana—. ¡Nos has engañado!

            —¡Tramposa! —se quejó Cyrilo.

            —No, no, no —respondió Eudora con una sonrisa indulgente—. Ha sido una maniobra justa. Tan cierto es que no os podía escuchar, como cierto es que debemos volver a casa ya.

            —¿Pero por qué? ¿Eh? ¿Por qué? ¿Por qué? —Briliana chillaba mientras se revolvía sin oponer una resistencia real.

            Eudora miró la espesura, más allá del vallado.

            —Cuando la bruma es espesa los huargen salvajes bajan de las colinas a devorar humanos tiernecitos, cómo nosotros.

Los niños palidecieron y dejaron de resistirse. Satisfecha, Eudora los arrastró de vuelta a la casona de piedra. En cuanto entraron por la puerta, los niños echaron a correr hacia el gran fuego del hogar. Allí, sentada un gran sillón, dormitaba una señora de largo pelo gris con un mastín pardo a sus pies.

            —¡Abuela! —gritó Cyrilo, agarrándose a las faldas de la señora.

La abuela se despertó con un brinco. Miró a su alrededor, desubicada. El mastín ni se inmutó.

—¡Demonios! ¿Pero qué os pasa, niños?

—¡Hurgen! ¡Hurgen! —gritó Briliana.

Sin pensárselo, la abuela echó mano de la escopeta de doble cañón que tenía junto al sillón.

—¡Tranquila, Sofronia! —replicó Eudora, sonriente—. Se ha levantado una bruma muy espesa, eso es todo.

—¡Los lobos vienen con la bruma! —afirmó la abuela Sofronia, asintiendo un par de veces.

Eudora asintió también y comenzó a trastear en la cocina. La abuela puso una mano sobre la cabeza de su nieta, y ésta dejó de protestar.

—¿Quiere una taza de té? —preguntó amablemente.

—¡Oh! Sí, querida. Sería perfecto. Creo que tengo algo de bizcocho de limón. ¿Os apetece niños?

Los ojillos de los niños se iluminaron, desterrando todo atisbo de temor.

—¡Síiii! —gritaron al unísono.

           

El mastín soltó un ronquido húmedo y luego un suspiro silbante. Se removió en sueños, como si paladeara alguna presa. La abuela Sofronia dejó la taza sobre su plato. En el silencio de la sala solo les acompañaba el crepitar de llamas.

            —Ah… ¿Cuándo hace desde tu última visita?

            —Hace más de un año, Sofronia. Mi familia me necesitaba en casa.

            —Ah, es verdad —la abuela desvió la mirada al fuego—. Tienes más canas. El sufrimiento te ha hecho envejecer.

            Eudora sonrió: —El tiempo me ha hecho envejecer.

            La abuela Sofronia rió. Durante un rato permanecieron en un cómodo silencio.

            —Te agradezco que hayas traído a mis nietos, querida.

            —¡No tiene que hacerlo! Ellos tenían tantas ganas de venir a verte que no pude negarme.

            Los niños dormían acurrucados junto al mastín, arropados por la mullida alfombra.

            —¿Cómo está mi hijo? —preguntó la abuela Sofronia, con una mirada melancólica.

            —Bastante bien. El negocio de las flores está prosperando gracias a los alquimistas y los entierros. Y lo que es mejor, ¡la plaza ya no huele a pescado! Ursina pone una mezcla de incienso deliciosa todas las mañanas.

            Eudora le dedicó a su amiga una amplia sonrisa, la abuela Sofronia frunció el ceño.

            —¿Te gusta esa perra? Todo lo que sale de ella está maldito. ¡Escúchame! Dentro de ella vive un demonio. Cuando mira a la gente solo ve como exprimir hasta la última gota de lo que tienen. Tendría que haberla echado de mi casa la primera vez que oí su lengua de serpiente.

            Eudora parpadeó sorprendida, su sonrisa se congelo en un gesto incómodo. La conversación estaba escalando rápido: —Bueno, es cierto que es ególatra y narcisista, pero rara vez hacemos las cosas por una sola razón. Incluso si en su corazón ella cree que lo hace por su propio beneficio, pone todo su esfuerzo en ser amable, considerada y leal, para que todo el mundo la tenga en estima. Puede que no sea completamente sincera con sus sentimientos hacia los demás, pero cuando tiene que actuar, casi siempre elige el camino del bien. Gilneas siempre ha vivido atravesada por nubes de tormenta, es normal que entre tanta desgracia la oscuridad se asiente en nuestros corazones. Diré más, ser malvado parece la vida fácil. Creo que hay mucha fuerza y perseverancia en actuar con rectitud cuando crees con firmeza que el resto del mundo es basura.

            El gesto de la abuela Sofronia se relajó, y soltó una risa.

            —¿De verdad te crees eso? Bueno, quizás tengas razón.

            —A mí me gusta su tienda. Si yo muriese mañana, me gustaría que hubiese hermosas flores en mi entierro. Porque las cosas bellas alivian el corazón y ayudan a pasar los momentos difíciles. Me gustaría que mi familia sufriese lo menos posible, que pudiesen recuperarse pronto.

            —Claro, querida.

            —Aunque, si es que las flores pudiesen sentir algo, supongo que nos odiarían por matarlas para adornar a nuestros muertos. Ser asesinado para aliviar a los vivos del dolor de la muerte. ¡Qué paradoja!

            La abuela Sofronia volvió a fruncir el ceño.

 

El frío arreciaba, la bruma seguía siendo espesa, pero todavía le acompañaba la claridad del día. Eudora cerró la puerta del cercado tirando del cerrojo. Estaba un poco oxidado. Se miró la mano llena de polvo rojizo. Sonrió. ¿No es el mundo fascinante? El hierro, duro y resistente, bajo la bruma, ligera y casi inexistente, se deshace con el tiempo en polvo. Incluso las cosas más pequeñas e insignificantes tienen el poder para deshacer las cosas más grandes y duraderas. Si tienen paciencia. Su sonrisa se ensombreció. El dolor atravesó su brazo con un calambre. Se dejó caer sobre la cerca, sofocada. Su frente estaba caliente, sus manos heladas.

            —¡Vaya, vaya! ¡No tengo tiempo para meditaciones! —Se subió la manga de la túnica. El brazo se había inflamado bajo el vendaje—. Todavía tengo que ir con Víctor y a casa de Cassandra.

            Dejó caer el brazo y tomó el camino empedrado tarareando un cántico sacro. ¿Podría encontrar alguna rosa? Mientras caminaba, echaba un vistazo a los arbustos junto al camino. ¡Oh! ¿Pero qué tonterías estaba pensando? Lo mejor sería pasarse por la floristería de Jeremiah. Eudora se recogió los faldones manchados de barro y echó a correr, camino abajo.

           

Eudora paró en seco en el umbral de la puerta: —¡Jeremiah! —gritó, casi sin aliento.

El barbudo Jeremiah alzó la mirada, quedando petrificado en el sitio, con los ojos abiertos como platos.

            —¿Todavía no has cerrado? —preguntó ella, jadeante.

            Jeremiah suspiró con alivio: –¡Qué susto, hermana! ¡Pero si aún es muy pronto! ¿Por qué tanta prisa? —Jeremiah dejó en el suelo la caja con ramos que iba cargando y se sacudió restos de tierra de las manos—. ¡Creía que le había pasado algo a mi madre!

            Eudora rio: —¡Oh, no! La abuela Sofronia está perfectamente. ¡Y los niños también! Te los traerá a casa mañana temprano.

            Jeremiah volvió a mirarla como si trajese la muerte con ella.

            —¿A mi casa? ¿La casa de mi familia? ¿Mi casa en el pueblo?

            —Ah…. ¿Supongo? —Eudora se encogió de hombros, confundida— ¿Tienes otra casa?

            Jeremiah parpadeó, incrédulo.

            —¡Odia a mi mujer! Nunca se han soportado. ¡No he visto a mi madre desde que me casé!

            —Es cierto que la juzga con dureza, pero no creo que abuela sea capaz de odiar en verdad a nadie.

            —¿Qué? ¿Hablamos de la misma persona?

            —Lo que ocurre es que ama apasionadamente, especialmente a ti. Quiere protegerte, y teme los peligros que puedas sufrir tomando decisiones que le parecen arriesgadas. Es algo que sufren todos los padres. A ti también te ocurrirá con tus hijos algún día —señaló Eudora—. No tendrías que haber dejado de ir a verla, Jeremiah. La muerte siempre está cerca de nosotros, pero lo está aún más con la edad.

            —¡Ya lo sé! Es complicado, hermana —Jeremiah apartó la mirada—. Ella… ¿Ha preguntado por mí?

            —¡Por supuesto! Se ha pasado la tarde preguntándome por el estúpido de su hijo y la perra de su mujer.

            —¡Perra! —exclamó Jeremiah—¿Ha dicho perra?

            —¿Te molesta? —preguntó Eudora, confusa—. ¿Por qué? No puede ser nada malo. Tu madre ama a los perros.

            Jeremiah quedó completamente atónito ante el razonamiento: —¿Qué?

            —Si hubieses ido a verla habrías visto a su nueva compañera, Reina roja. ¡Tiene un pelaje rojizo precioso! ¡Y cómo salta! Está sanísima. La abuela se desvive por sus perros. Solo les da lo mejor. Por eso estoy segura de que aprecia y admira a Ursina desde el fondo de su corazón. El problema es que, como pareja, no sois nada buenos.

            —¿Eh? —Jeremiah levanto una ceja, todavía confuso por la deriva de aquella conversación.

            —Ella es decidida, ambiciosa y egoísta, tú eres apocado, trabajador y sumiso. Todas las cualidades pueden ser virtudes, eso está claro. Pero unas cualidades son más fáciles de dominar que otras. Lo ideal sería que os apoyaseis el uno al otro, pero es que no os complementáis para nada.

            Jeremiah negó con la cabeza: —¡Por la Luz, hermana! Estás más arrolladora que de costumbre. No sé si entiendo lo que quieres decir —Jeremiah se rascó la barba—. ¿También crees que no debería haberme casado con ella?

            —¿Eh? —Un escalofrío recorrió la espalda de Eudora. Una chispa prendió su interior, y las palabras surgieron como un torrente—. ¿Es que no has entendido nada? ¡Escucha con atención! —Jeremiah se puso firme y asintió un par de veces, atento—. Si os amáis y habéis decidido estar juntos esa es ahora vuestra responsabilidad, ¿entiendes? Y como no os complementáis tenéis mucho trabajo pendiente. El tiempo pasa y la vida cambia constantemente. No sabes lo que puede pasarte mañana, esta noche podrías morir. ¡Por eso mismo tenéis que empezar a trabajar ya! —Jeremiah tragó saliva—. Porque la vida es corta, tienes que vivir cada día con todas tus fuerzas, poniendo tu corazón en todo lo que haces. El presente que está ante ti es lo único que es verdaderamente tuyo, y cada cosa que hagas está dando forma a un futuro. Y ese presente y ese futuro lo compartes con tu mujer, tus hijos, tu madre y todos tus hermanos gilneanos. ¿Lo entiendes? ¡Si siempre dejas que los demás te arrastren de un lado para otro solo terminarás siendo una carga para la gente que te quiere y para ti mismo! ¡No puedes trabajar por hacer realidad tus deseos si realmente no sabes lo que quieres! Tienes que dejar de lamentarte y afrontar la persona que eres hoy. Así que asegúrate de hacer las paces con tu madre.

            Jeremiah estaba pálido, con la espalda tiesa como un tablón, retorciendo sus manos nerviosamente. Abrió la boca, inseguro, y dijo: —De acuerdo, lo haré lo mejor que pueda.

            Eudora sonrió ampliamente: —Eso es. La Luz está contigo, hermano.

            Eudora comenzó a pasear por la tienda. No era propio de ella hablar con tanta insistencia, ni tener esa agitación interior. Por un momento, el joven Jeremiah la hizo enfadar. ¿Estaba siendo demasiado dura?

            —¿No tendrás un rosal por aquí, Jeremiah?

            —¿Eh? ¿Un rosal? Pues, me temo que no. Las rosas no crecen bien con la brisa salada.

            Eudora se desinfló, desilusionada: —Vaya, ¿en serio? Había pensado llevárselas a mi hermano Víctor.

            No tenía tiempo para más. Tendría que irse con las manos vacías. Jeremiah esbozó una sonrisa incómoda.

            —¡Oh! ¡Claro! ¿No querrías otra cosa? Dame un momento. Creo que tengo justo lo que necesitas.

           

Eudora llegó a lo más alto de la loma con paso firme y una maceta en las manos. El viento frío agitaba su túnica como si un espíritu travieso se hubiese colado bajo sus faldas. Se internó en Reposo de Aderic, tarareando un cántico sacro. Sus pies la llevaron casi sin pensar entre el mar de lápidas, hasta una tumba coronada con una losa de piedra oscura. Eudora se arrodillo, acariciando la superficie fría y rugosa.

            —Hola, Víctor. ¡Cuánto tiempo sin verte! —De repente, el dolor golpeó su pecho como un martillo golpea un yunque. Sus emociones estallaron, nublando sus pensamientos. Durante un rato no pudo decir nada más. Tragó saliva y sonrió—. Yo… Te echo de menos. Bueno, sé que todos te echamos de menos. Pero, ¿sabes? Hay días en los que despierto, de pronto recuerdo que no volveré a oír tu voz y no puedo respirar. Se me olvida como caminar, cómo mirar al presente, como se retoma una vida.

            Eudora rió.  Abrió su bolsa y un doloroso calambre recorrió su brazo. Lo sacudió un par de veces para aliviar el hormigueo y rebuscó hasta encontrar su cuchillo de caza. Con su ayuda comenzó a horadar la tierra.

            —¡Te he traído un regalo! Tenía planeado venir a verte desde hace semanas, pero no paran de ocurrir cosas. Jeremiah y la abuela Sofronia me pidieron que mediara en sus disputas familiares. Bueno, ya sabes como son. Solo han ido a peor. La familia Oswick ha vuelto a pasar por la misma desgracia, y Cassandra me ha pedido ayuda para la ceremonia, ¿te lo puedes creer? Con lo mal que nos hemos llevado siempre. —Sus manos se detuvieron—. Una vez que me vaya, no sé cuándo podré volver a verte. Quería traerte rosas, porque siempre fueron tus favoritas, pero Jeremiah no tenía ningún rosal. Dice que no crecen bien por aquí. En su lugar, me ha dado esto —Eudora tomó la maceta y la colocó frente a la lápida—. ¡Mira! Flores de paz. Igual que las crecían junto a las perreras en primavera. Son muy bonitas, ¿verdad? Teniéndolas aquí estarás un poco en casa.

            Sacó con cuidado la planta de su tiesto y la introdujo en el agujero que había excavado. La plantó bien recta, cuidando no romper las raíces. Terminada su obra, sonrió mientras se sacudía la tierra de las manos.   

            —Sí, es como estar un poco en casa. Seguro que ahora madre vendrá a verte —sonrió ampliamente a la lápida—. No tienes que preocuparte. Si viene poco es porque le cuesta dejarte marchar. A todos nos cuesta dejarte marchar.

            Eudora suspiró largamente. La tristeza se aferró a su garganta, ahogándola. Las lágrimas brotaron solas, y durante un rato solo lloró en silencio. Luego sacó su pañuelo del bolsillo y se sonó los mocos.

            —Realmente espero que no puedas oírme. Espero que estés con la Luz, y que ya no tengas que sufrir por los pesares de otros en esta tierra. Pero si estás ahí, y si sufres por mí, entonces ten por seguro que no tienes que hacerlo. Sé que estoy agotada, y las cosas pintan muy mal para mí. Pero no voy a rendirme. Le daré un sentido a todo este sufrimiento. Será una prueba, me hará mejor —Eudora sonrió ampliamente—. Siempre me siento bien después de llorar un poco. Me quedo tan tranquila que me da sueño. ¡Ah! Me gustaría poder irme a dormir ya, pero tengo una visita más. Adiós, Víctor. Espero que te hayan gustado las flores. Y si todo sale mal… Espero que volvamos a vernos.

 

II. Viejos rivales

Spoiler

Caía la tarde sobre Gilneas, el cielo nublado brillaba con un resplandor enfermizo. ¿Cuántas horas quedarían para el anochecer? Se palpó los bolsillos, ¿dónde había puesto su reloj? En cuanto cruzó la verja, tres perros salieron a recibirla. Eudora se dejó caer con ellos, entregándose a un festival de mimos y lametones. Con solo abrazarlos, su ánimo mejoró.

            —¡Eudi! —dijo Cassandra al llegar junto a ella—. ¡Por fin has llegado! ¿Todo bien?

            Riendo, Eudora se puso en pie. Ahora tenía la túnica salpicada de babas y barro, pero valió la pena.

            —La Luz esté siempre contigo, señora Oswick. Estoy un poco cansada, pero preparada para cumplir con mi deber.

            Cassanda hizo una mueca de desagrado y asintió: —¡Siempre tan seria! ¿Nunca cambiarás? ¡Nah! ¡No me hagas caso! Hay cosas más urgentes de las que ocuparse. Nos estamos volviendo todos locos, Eudie. Hay gente que lleva días sin dormir. Empiezan a comportarse de un modo extraño, sospechando de todo el mundo, reaccionando de forma exagerada por la mínima molestia —Cassandra suspiró. Eudora se fijó en su rostro, con oscuras ojeras y un rictus forzado en una sonrisa que casi dejaba ver todos los dientes—. Tanta muerte nos está colapsando, Eudi. Nos hace falta un poco de luz.

            Con una risa bronca, Cassandra le dio un par de palmadas en la espalda y la condujo a través de los campos, más allá de la arboleda de los manzanos. Allí se alzaba una pequeña casa desvencijada. Eudora se detuvo, frunció el ceño y su corazón se aceleró. El muerto estaba justo allí.

            —¿Te encuentras bien? Quizás es demasiado pronto para ti —preguntó Cassandra, tensándose visiblemente.

            —O quizás es demasiado tarde —respuso Eudora, sonriente. Lo que estaba sintiendo en esa casa le ponía los pelos de punta.

            —¿Y eso que quiere decir?

            —Que no importa. Mi deber es mi deber —Eudora respiró hondo—. Voy a necesitar agua, velas, flores, cadenas, incienso y bocadillos.

            —¿Bocadillos?

            —¡Es que me muero de hambre! ¡Ah! Y una tetera llena.

 

La casita desvencijada era mejor por dentro que por fuera. Las puertas principales daban a un gran salón, completamente despejado excepto por tres largas mesas. Dos estaban dispuestas a ambos lados de la estancia. Sobre ellas varios cuencos llenos de agua y flores, platillos con incienso, varios platos con comida y teteras llenas de té caliente. La tercera mesa presidía el salón ocupada por el cuerpo de Augustus. Detrás de él estaban concentradas casi todas las velas que iluminaban la sala. Un hermoso pañuelo bordado le tapaba la cara. Estaba impregnado de algún tipo de esencia o perfume con un olor muy penetrante. En cuanto dio la misa correspondiente, Eudora se retiró a un rincón lejos del cuerpo. El resto de la sala lo llenaba la familia de Augustus, los Oswick. Embargados por la sorpresa, la confusión y el dolor, deambulaban por la habitación tratando de consolarse o distraerse con conversaciones banales. Eudora atendía a los familiar y amigos con sus problemas espirituales mientras picaba algo. Se sirvió su cuarta taza de té con una sonrisa calmada.

            —Que tiempos más oscuros nos toca vivir, hermana —comentó en voz baja una joven a su lado—. La muerte se ceba con nosotros.

            Eudora dio un sorbo a su taza de té. Todos le decían algo parecido. Estaban devastados, desesperados. Por eso, a pesar de su cansancio, Eudora se esforzó en mostrarle una bonita sonrisa llena de comprensión.

            —Es normal sentirse mal en semejante situación. Cuatro muertes este mes, es demasiado para cualquier familia. La fuerza no está en ser inmune al dolor, todos los vivos sentimos intensamente.

            —Exacto. El dolor es abrumador —interrumpió la joven con voz afectada—. Pero, además, es tan extraño, que casi resulta sospechoso, ¿no os parece? Algunos empiezan a dar signos de estar perdiendo la cabeza. Se está hablando de una maldición, pero yo no creo que sea eso. Nadie se fía de nadie y es normal. ¡Esto necesita ser investigado!

            —¿Investigado? ¿En qué sentido, pequeña?

            —Detrás de estas muertes hay una voluntad oscura. Estoy segura.

            —¿Te refieres a un espíritu maligno?

            —¡No! ¡Es mucho peor que eso!

            —Hablas de asesinato —Eudora dio otro sorbo a su taza de té—. ¿Intentas confesarte?

            La chica esbozó una sonrisa incómoda: —¿Yo? No, claro que no. ¡Imposible! Yo solo digo… Yo solo digo… He oído que perdió a varios de sus primos y su hermano no hace tanto. También con muy poco tiempo de diferencia. ¿No lo entiende?

            Una punzada de dolor le atravesó el pecho. Eudora parpadeó varias veces antes de mirar a la joven.

            —¿Qué intentas decir? —La joven se tapó la boca con la mano, bajando la mirada. Eudora suspiró. Se estaba enfadando—. Sí. Así fue. Perdimos a unos cuantos en muy poco tiempo, pero nuestra familia se mantuvo unida. Lo superamos con amor y paciencia —Eudora dio un trago a su té. Aquellas palabras erráticas eran ofensivas. En un instante, una parte de su ser despreciaba la existencia de aquella joven. ¡Un pensamiento inadmisible para una sacerdotisa! La fiebre le estaba nublando el juicio—. No te atormentes, pequeña. Es normal que la confusión y el dolor llenen tu cabeza de pensamientos oscuros. Ante las desgracias, tratamos de encontrar un sentido. La idea de encontrar a un culpable, una persona que ha sido malvada y de ese modo puede ser castigada, nos da una falsa sensación de paz. Porque entonces sería cuestión de saldar una deuda con justicia, se nos devolvería algo a cambio de nuestra pérdida. Pero te equivocas: la muerte no es una injusticia, es parte de la vida. De todos modos, si crees que tus sospechas son fundadas, deberías denunciarlo. Ese es mi consejo.

            La joven asintió: —Si me disculpa —. Se acercó a la mesa, cogió un bocadillo—. Iré a ver cómo están mis hermanas.

            Y se alejó. Eudora suspiró. ¡Qué desastre! Aquel sofoco no la abandonaba. Estaba irascible, y la ira nunca había sido su compañera. No estaba muy segura de cómo controarlo. ¡Pero era una sacerdotisa de la Luz Sagrada! Conocía toda la teoría: La ira puede ser una herramienta, incluso un arma, pero ha de ser dominada por el espíritu benévolo. Debe canalizarse con templanza.

            Respiró hondo varias veces, recitando salmos en silencio para traer la calma a su espíritu. El revoloteo de los asistentes era constante, como si no estuvieran cómodos en ningún rincón. Era buena con los sermones, pero los velatorios nunca habían sido su fuerte. Si acudió fue porque Cassandra se lo pidió como un favor personal. Vació su taza de té con un último sorbo. El duelo ante un ser querido ya es una de las experiencias más complicadas de superar. Perdiendo a tantos, no es raro terminar abotargado por el dolor y la tristeza. Eudora se sirvió otra taza de té. Los sacerdotes de la Luz siempre han sido guías espirituales del pueblo gilneano. Pero en casos como este, el dolor es demasiado profundo para aliviarlo con unas palabras. Los corazones necesitan tiempo para sanar. Aquél lugar se estaba saturando con energías oscuras, y eso era peligroso, pero tampoco podía culparles. Luego estaba ese olor tan penetrante que le recordaba a los huevos podridos y el pescado pasado. Miró disimuladamente el cadáver. ¿Cuántos días llevaba muerto el señor Oswick? Cada minuto que pasaba, el ambiente le resultaba más nauseabundo. Pero tenía que soportarlo. Por el bien de los Oswick, por la Luz. Aunque, no hacía daño a nadie saliendo a tomar un poco el aire, ¿verdad?

            Respiró hondo, dejó su taza de té sobre la mesa y se giró hacia la puerta. Un hombre entrecano se interpuso en su camino con paso vacilante.

            —Hermana, ¿podría hablar con Tarquin? Augustus era su padre. Es quién peor lo está llevando de todos nosotros.

            Eudora asintió con una sonrisa cansada: —¿Y dónde se encuentra?

            —Está en el primer piso.

            —Iré enseguida.

            Apenas terminó de pronunciar la frase, el hombre deambulo hasta el cuerpo de Augustus. ¿El piso de arriba? El edificio lo utilizaban para almacenar cosas que no usaban, ni siquiera estaba en buen estado. Por su propia seguridad, tenía que bajarle. Eudora sumergió la punta de los dedos en uno de los cuencos de agua purificada y se santificó con unas pocas gotas. Aquél sencillo gesto refrescó su mente. Se quedó unos segundos mirando el agua resplandeciente. Seguramente a Tarquin también le vendría bien. Tomó uno de los cuencos entre las manos y subió con él las escaleras, poco a poco. Una vez arriba, solo unas velas iluminaban un pasillo que se perdía en la penumbra.

            —¿Tarquin? ¿Estás aquí?

            Nadie respondió. Solo alcanzaba a ver cuatro puertas. La más alejada estaba abierta. Allí apenas llegaba luz. Tragó saliva y comenzó a caminar. A cada paso, el pasillo parecía volverse más estrecho, más profundo. Sintió un escalofrió recorriéndole la espalda y todo su cuerpo se tensó. Un impulso violento crecía en su interior, azuzado por su enfado febril. Un bulto salió de la habitación, envuelto en sombras.

            —¿Tarquin? —preguntó Eudora.

            —Se acabó.

            Por su voz, parecía un muchacho. Eudora sonrió, aunque seguramente no podría verla con tan poca luz.

            —Tranquilo, Tranquin. La Luz está contigo. Soy Eudora, sacerdotisa de la Sagrada Luz. Traigo algo que te aliviará —Eudora bajó la mirada al aromático presente que llevaba en las manos.

            —No es tu ayuda lo que necesito, sacerdotisa.

            —Entiendo que pienses así en estos momentos —Eudora suspiró, tratando de mantener la mente en su labor, mientras desterraba aquél impulso violento—. ¿Y si hablamos un poco de cómo te sientes? Poner tus sentimientos en palabras será más beneficioso de lo que imaginas. Por ejemplo, yo…

            La figura se aproximó, casi invisible entre las sombras. Ese olor tan penetrante golpeó en la nariz de Eudora. Por un instante, un gran temor la atravesó como una espada de hielo. Lanzó el cuenco de agua sobre el joven y echó a correr escaleras abajo. Los gritos de dolor se extendieron acompañados de una oleada de energía oscura. El impulso violento ganó la batalla en su interior: tenía que huir. Tropezó al bajar el último tramo de las escaleras. Sus rodillas golpearon contra el suelo, y tal y cómo cayó se levantó. Empujó a los Oswick que se interponían en su camino hacia la puerta sin mirar atrás. Corrió hacia la puerta con los manos por delante, y se estampó contra los tablones, cayendo al suelo de espaldas. Durante varios segundos no oía nada más que su propio corazón, latiendo en su cabeza. Eudora se incorporó, todavía desorientada. Golpeó las hojas de la puerta, forcejeó con las manijas, pero estaba cerrada. Entonces se giró sobre sí misma. Los Oswick caminaban hacia ella despacio. Sus miradas se perdían en el infinito.

            —¡Por la Luz! ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué están cerradas las puertas?

            —Vaya, tenéis un aspecto terrible. ¿Y si os tomáis un descanso? —Le dijo la joven con la que había conversado hacía solo un rato.

            Eudora tomó aire varias veces, tratando de mantener la calma. Un nuevo sofoco le subió hasta la frente. La cara le ardía, y le pitaban los oídos.

            —¡Tú! —el joven Tarquin, empapado y claramente furioso, ya estaba allí, en medio de todos—. ¡Tú alma me servirá!

            Los asistentes se detuvieron, paralizados. Un momento. ¡Un momento! ¿Qué acababa de decir ese chico? Fue como la chispa que inicia un incendio. Todo su miedo se quemó en una explosión de justa ira. Eudora sacó su libro de salmos de su bolsa y lo alzó.

            —¿Quieres mi alma? ¡No la tendrás! Soy sacerdotisa de la Luz Sagrada. Estoy aquí porque tu familia me ha pedido ayuda. Estoy aquí para traer la Luz a esta casa, a este velatorio, y también a ti —Eudora bajó el tomo hasta su pecho—. Por favor, solucionemos esto hablando.

            —¿Hablando? —gritó Tarquin.

            Eudora asintió: —Estoy segura de que puedo ayudarte. No necesitas mi alma.

            —Ayudar, otra vez dices ayudar. ¿Y qué sabes tú? No estabas aquí. Los rebeldes atacaron la granja, nos obligaron a guardar sus armas. El rey nos acusó de ser simpatizantes y condenaron a mis tíos. Luego los huargen infestaron las colinas y ahora mi padre está muerto. ¡Tú no estabas aquí! ¡No sabes nada! ¡No entiendes nada! ¿Quieres ayudarme? ¡Dame tu alma!

            Un estallido dejó el mundo en silencio. Por un instante, Eudora sintió que no podía respirar. Una fuerza invisible la empujó, haciendo que espalda se estrellase contra la puerta. Tarquin la miraba con desprecio. Era pura rabia descontrolada. Eudora cerró los ojos, sentía la boca seca y el corazón desbocado. Abrazó su libro de salmos.

            —Se acabó —sentenció Tarquin caminado hacia ella.

            Y se acabó. La ola de energía se detuvo, Eudora abrió los ojos mientras su cuerpo caía hacia delante. Pero fue capaz de sostenerse a sí misma sobre sus piernas. Era horrible. Era triste. Por supuesto, Eudora lo entendía. Lo entendía bien. Por eso, mezclada con aquella ira, con el miedo, con la pena y la misericordia, se alzó una firme determinación. Eudora se incorporó, y avanzó hacia Tarquin con paso firme. Nadie la detuvo. Sus labios dibujaron una amplia sonrisa.

            —Lo siento, pero, ¿podrías dejar que te borre de la existencia pacíficamente?

            La ira de Tarquin se agravó. Su presencia se expandía y se encogía caótica, como el pecho jadeante de una gran bestia. Su siguiente paso fue más firme que el anterior.

            —Quizás no me creas —continuó la sacerdotisa—, pero a mí no me gusta pelear. No soporto que la gente se haga daño y sufra. Por eso, si quisieras, podríamos solucionarlo sin violencia.

            —No.

            Tarquin emitió una ráfaga de sombras que envolvió a Eudora como un capullo. Pero antes de que pudiese asentarse, el capullo se retorció y estalló, liberando un destello de luz cegador. Tarquin se detuvo, sorprendido.

            —Tú… ¿no eres una monja?

            —No lo entiendo —dijo ella dando un paso adelante.

            Eudora alzó el brazo derecho, y una descarga de Luz impactó contra Tarquin. El joven acusó el golpe con un grito de dolor, las tinieblas se estaban desgarrando.

            —¡Aaaaagh! ¡Me quema!

            —No puedo entenderlo.

            Tarquin elevó un muro de oscuridad frente a él. Eudora alzó la mano de nuevo, y las Sombras fueron consumidas por la Luz. Tarquin, asustado, miró a su alrededor. Las sombras que quedaban se congregaron como sabuesos que responden la llamada de su amo.

            —¡Voy a matarte, sacerdotisa! Te espera un tormento eterno.

            —¿Pero qué tonterías estás diciendo?

            Eudora alzó el brazo de nuevo, otra ráfaga cegadora abrasó a Tarquin. Su gritó retumbó en la sala y se desvaneció. La oscuridad de la habitación había quedado reducida a una suave neblina oscura. Eudora suspiró, girando sobre sí misma. Tarquin se apareció ante ella y dio un brinco, asustando. La miró con el gesto sorprendido de un niño que ha sido pillado en mitad de una trastada.

            —Vaya, vaya, te pillé. ¿Y ahora qué? —Tarquin estaba pálido como un cadáver, cubierto de sudor y con una expresión de horror patética. Tomando aire a bocanadas, empezó a mirar a todas partes, desesperado—. ¿Has tenido ya suficiente? Tanta parafernalia y, ¿para qué? Lo único que haces es huir de tus problemas y de ti mismo.

            —¡Voy a vengarme! Voy a vengarme de los asesi-

            Eudora le dio a Tarquin un golpe en la cabeza con el lomo de su libro de salmos.

            —¿De quién vas a vengarte si estás aquí, encerrado en esta casa, todo el día?

            —Yo… yo… ¡Con este poder todos se doblegarán a mi volun-

            Eudora le dio a Tarquin otro golpe en la cabeza. Todos los asistentes paralizados se desmayaron casi al unísono.

            —¡Qué tontería! ¿Qué vas a doblegar? Tener un poder no te hace diferente a los demás. Todos somos personas, no tienes derecho a usar a otros para tus fines, ni a hacerles daño. ¿Creías que la oscuridad te haría especial? ¿Más poderoso? ¿Mejor que la gente normal? Pues aquí estamos, soy una sacerdotisa corriente y estás perdiendo.

            —Aún no he…

            Eudora hizo un amago con el libro y Tarquin retrocedió tres pasos.

            —¿La Oscuridad te dijo que había atajos para lograr lo que deseabas? Sí, eso es lo que hace. Te miente para que la uses, porque el mal te hace herirte a ti mismo al herir a los demás. El atajo es sacrificarte a ti mismo trozo a trozo. ¿Quién elegiría un camino tan estúpido? Si lo que quieres es tener poder hay una veintena de opciones muchos mejores.

            —¿Eh? —El cuerpo de Tarquin temblaba, sacudido por pequeños espasmos. Apretó los dientes y clavó en Eudora una mirada asesina.

            —¡Ahí van cuatro! ¡Caballero! ¡Alquimista! ¡Mago! ¡Alcalde!

            Tarquin se debatía en una batalla consigo mismo. Eudora suspiró: —¿Cómo vas a doblegar un mundo que no conoces?

            —¡No! ¡Cállate! —Tarquin se tapó los oídos.

            —Lo que pasa es que estabas triste y furioso, y te cogiste una rabieta. ¡Todavía eres un niño! ¡Deberías avergonzarte!

            —¡Basta! —gritó Tarquin con una voz que eran muchas voces.

            —No puedo entenderlo. Montas este lamentable espectáculo completamente ridículo, sin tener un plan mínimamente coherente, y, además, tienes la desfachatez de tomar el cuerpo de tu hijo.

            Tarquin alzó la mirada y la clavó en Eudora: —¡Tú!

            Toda la oscuridad de la habitación envolvió a la sacerdotisa. Tarquin temblaba de rabia: —¡Muere! ¡Muere! ¡Muere! ¡Muere! ¡Muere!

            La Luz atravesó la capa de sombras, la envoltura estalló en jirones de niebla oscura.

            —¿Cómo puedes ser tan fuerte? —gritó Tarquin, desesperado.

            —Te equivocas. Es solo que tú eres muy débil.

            Tarquin quedó petrificado en el sitio, completamente anonadado. Eudora se acercó con paso calmado, y cuando estuvieron frente a frente le dedicó una hermosa sonrisa: —Vete de una vez.

            —¡No! ¡Necesito mi venganza! —gimoteó Tarquin.

            —No, en absoluto. Lo que necesitamos hacer no nos gusta. Lo hacemos porque no tenemos más remedio. Madura.

            Eudora sintió quebrarse la maldad dentro de Tarquin. El cuerpo del joven cayó como un saco sobre el suelo. Todo quedó en silencio. Eudora echó un vistazo a su alrededor, a todos los cuerpos caídos. ¡Menudo montón de trabajo! Respiró hondo varias veces. El ambiente estaba mucho menos cargado. Sonrió satisfecha. Mucho mejor. Con cuidado de no pisar a nadie, se encaminó hacia la puerta.

            Una brisa arrastró un gemido. Un ente se hizo visible, humanoide, traslúcido. Interponiéndose en su camino. El espíritu de Augustus la miró, abrumado por la desilusión y la culpa.

            —Yo… No tengo excusa. He cometido un grave error. Lo lamento.

            Eudora asintió: —No es conmigo con quien debes disculparte.

            El espíritu asintió y se desvaneció. Eudora suspiró largamente. Pobre Tarquin. Pobre Augustus. Le pesaban los hombros como si cargase con lingotes de hierro. Atravesó la sala, por fin, y abrió las puertas de la casa de par en par.

            —¡Menos mal! —La Luz del sol la cegó. Hasta que unas figuras se alzaron—. ¿Qué hacen ahí?

            Cassanda Oswick y una docena de personas esperaban, armados. Eudora hizo un gesto de negación con los brazos: —Dejad las armas, vais a necesitar los brazos.

            El grupo reaccionó con alivio y extrañeza a partes iguales, pero obedecieron. Entraron en la casa y su confusión no hizo más que crecer.

            —Pero, ¿qué ha pasado?  —preguntó Cassandra al cruzar el umbral.

            —¿Y Gretzel? —dijo otro.

            Eudora se encogió de hombros. Se frotó los ojos, cansada.

            —¡Eudi! ¡Ni se te ocurra dormirte! Tienes que contarnos que ha pasado.

            —A ver cómo te lo explico —comenzó Eudora.

            —¡Hemos oído sonidos de lucha, gritos y hemos visto destellos! ¿Acaso no estabas peleando?

            —Bueno, en realidad estaba dando un sermón.

            Cassandra miró a todos los asistentes inconscientes: —¿Era tan aburrido que todos se han dormido? ¡Ah! ¡Tarquin!

            Eudora sonrió, divertida: —¡Anda! ¡Es un modo de verlo!

            Cassi se dirigió hasta donde estaba Tarquin. Lo tomó entre sus brazos e intentó despertarlo. Eudora se apoyó sobre el marco de la puerta y se abrazó a sí misma. El brazo le ardía, sentía como el sudor frío le corría por la espalda. En pocas horas se cumplirían tres días desde el ataque.

            —¿No vas a decirnos que ha pasado? —gritó una mujer arrodillada sobre una muchacha.

            —No estoy muy segura. Algo que tiene que ver con el fantasma de Augustus y una venganza.

            Cassandra miró el cuerpo de Tarquin con el ceño fruncido. La mayoría de los Oswick despiertos se miraban unos a otros, pero enseguida sus ojos se rehuían con cierta vergüenza.

            —¡Por la Luz! —exclamó uno de ellos al fin—. ¿Por qué has pasado esto? Acaso Gretzel…

            —Dijo que quería venganza, pero nunca habló de nadie llamado Gretzel —respondió Eudora con calma—. Pero no sufráis por eso. Resultó que al final no la deseaba tanto. Fue más bien una confusión. Después de nuestra conversación se dio cuenta de que estaba equivocado: No quería hacer daño a su familia. No quería hacer daño a nadie. Estaba avergonzado por sus errores, y se marchó por voluntad propia.

            —¿Hablas en serio? —preguntó Cassandra—. Entonces, ¿todo fue obra de su espíritu enfurecido?

            Eudora se dejó caer hasta estar sentada en el suelo: —¿Qué es todo, señora Oswick? Siendo sincera, no la entiendo. Ni a usted, ni a su familia. Augustus poseyó el cuerpo de su hijo, o lo empujaba de algún modo a actuar, creo. Quizás no, quizás los dos estaban colaborando. Dijo que quería mi alma —Eudora observaba el rostro de Cassandra cambiar, el modo en que sus ojos la rehuían para luego enfrentarse a ella con una mirada desafiante y descarada—. ¿Para qué? Ofuscaba a su propia familia, los estaba volviendo inútiles, obedientes como marionetas. ¿Qué quería conseguir? Y, sobre todo, ¿por qué vosotros no estabais aquí? ¿Cuándo dejasteis la casa? ¿Y por qué esperabais armados?

            —Ahora ya no tiene importancia —respondió Cassandra.

            —Digamos que no —concedió Eudora—. Solo tengo preguntas y el pesar de saber que no puedo ayudaros a solucionar lo que os oprime vuestras almas y envenena vuestros corazones. Camináis hacia el abismo.

            —¿Qué quieres decir? —replicó un joven, asustado.

            —Gretzel. Vuestra furia. Vuestra vergüenza. El fantasma de Augustus. Que me pidieseis oficiar una misa funeraria a mí, cuando nunca me he llevado bien con vuestra familia. Un mal entrelaza todos estos sucesos.

            Los Oswick estaban cada vez más incómodos. El ambiente empezó a cargarse de una hostilidad latente. Eudora sonrió.

            —Hay gente a la que le gusta decir que la oscuridad está devorando nuestra nación, como si la oscuridad fuese algo que nos ataca desde el exterior, que no tiene nada que ver con nosotros. Pero somos nosotros lo que decidimos si hacer el bien o el mal. Y cada vez que elegimos el mal, la oscuridad crece dentro de nosotros, salpica a los que están con nosotros, y se extiende como una enfermedad. Cassandra, ¿dónde están las cadenas que te pedí?

            Eudora se puso en pie con esfuerzo. Cassandra le clavó una mirada de desconfianza.

            —¿Para qué las quieres?

            —Serán mi última lección para vosotros, y mi último regalo.

            Cassandra frunció el ceño, no se movió un milímetro. Eudora se levantó la manga de la manga de la túnica y, con cuidado, quitó el vendaje de su brazo para dejar a la vista su herida. Estaba inflamada y negruzca. Todos contuvieron el aliento en un silencio sepulcral.

            —Hace dos días un infectado me atacó en la aldea de Trescaminos. Sus colmillos solo me rozaron, pero estoy marcada. Aun así, he venido porque me necesitabais, porque os hice una promesa. Y he hecho lo posible para cumplirla. Ahora, solo que me queda entregarme. ¡Vamos! —les urgió Eudora, sonriendo con indulgencia— ¡Encadenadme! Os confío mi destino.

            Cassandra reaccionó. Dejó a Tarquin sobre el suelo, se puso en pie y corrió hacia el exterior. Algunos la siguieron, otros hicieron amago antes de mirar a los familiares inconscientes, los que no podrían huir. Eudora abrazó su libro de salmos y se puso a tararear su cantico sacro favorito. Cassandra y unos cuantos volvieron con las cadenas y varios martillos. Ataron a Eudora tan bien como pudieron.

            —¿Qué estáis haciendo? —gritó Cassandra—. ¡Sacad a todo el mundo de aquí! Esmeralda, Mortimer, ¡usad esos martillos! ¡Hay que asegurar las cadenas clavándolas a la pared!

            El tenue canto de Eudora quedó ahogado por el estruendo de los golpes.

            Terminada la tarea, Cassandra se aproximó con otra herramienta: Un hacha. Uno de sus familiares se interpuso, preocupado: —¿Qué haces?

            Cassandra miraba a Eudora a los ojos en todo momento. Ahora que Augustus no estaba, la sacerdotisa podía notar la presencia oscura que empañaba aquellos ojos. Cassandra Oswick alzó el hacha.

            —Una sacerdotisa de la Luz maldita. ¿No te das cuenta del horror que carga sobre sus hombros? Esto es un acto de piedad.

            El hacha voló de las manos de Cassi y se clavó en la pared a su espalda. La cazadora miró su filo atrapado más alto de lo que podría alargar el brazo.

            —¿Usas tu magia contra mí, sacerdotisa? ¿No me confiabas tu destino? —bramó Cassandra, conteniendo apenas su desprecio—. ¿Qué te pasa, Eudi? ¿Quieres convertirte en una bestia asesina? ¿Quieres vivir siendo una perra encadenada? ¿Arrastrarte por el barro comiendo ratas mientras no recuerdas ni tu nombre? ¿Dónde está tu orgullo?

            Eudora sonrió con indulgencia: —Ahora ya no tiene importancia.

            Cassandra escupió al suelo y se marchó. Su grupo la siguió, mientras sacaban a los últimos familiares inconscientes. Cerraron las puertas y, por lo que se podía oír, la atrancaron de algún modo.

            El hacha se agitó, se liberó de la pared, y voló hasta quedar flotando en mitad de la sala. La fantasmal figura de Augustus se hizo presente, agarrando su mango.

            —Lo siento, sacerdotisa. No sé cómo no me di cuenta antes de que tipo de persona era Cassandra. Y ahora mi hijo está en sus manos. —Se quedó callado un instante, mirando el hacha—. ¿Podré redimirme? ¿Podrá mi familia redimirse?

            Eudora se agitó entre las cadenas, dolorida. Lo miró, consumido por su culpa. Solo pudo decir una cosa: —Yo creo en vosotros.

            —Pero, esta familia ha hecho cosas horribles. Nos hemos desviado del camino. Y yo he muerto sin poder hacer nada de lo que tendría que haber hecho. E incluso muerto, me he vuelto a equivocar. Sacerdotisa, dime, ¿qué debo hacer?

            Los ojos de Eudora ya no alcanzaban a permanecer abiertos. Su cuerpo se descolgó poco a poco hacia delante. Tenía la boca seca de tanto hablar. El sudor la empapaba, y aun así tenía tanto calor. Tanto sueño.

            —¡Sacerdotisa!

            Antes de dormirse, Eudora solo alcanzó a mascullar una palabra: —Madura.

 

Perra vida

I. El Gueto

II. Garras y colmillos

III. Invierno

Perros de Guerra

I. Frente norte

II. Comunidad

Editado por Lorea
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