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Webley

Baldwin

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BALDWIN, BASTARDO DE HILDEBRAND

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Nombre del Personaje: Baldwin, bastardo de Hildebrand.

Raza: Humano Gilneano

Sexo: Hombre

Edad: 25

Altura: Cerca del metro ochenta.

Peso: Alrededor de los ochenta y cinco kilos.

Lugar de nacimiento: Sur de Gilneas

Ocupación: Sargento de armas.

APARIENCIA:

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Es un hombre que aún se puede considerar joven, de tez pálida, melena pajiza y ensortijada, cejas gruesas y mostacho poblado; brazo recio y mirada severa. No es el más fuerte de los que recorren Gilneas, aunque sí que tiene el cuerpo hecho al cometido que le enconmendaron siempre, el de la guerra. Por suerte no tiene cicatriz alguna, aunque le han partido el rostro en más de una ocasión. Viste pobremente, aunque a la moda de los pudientes de su tierra; unos bombachos oscuros sin adornos ni florituras y un jubón oscuro, acuchillado. Sobre el jubón suele llevar una brigantina de piel hervida y tachonada y unas grebas del mismo material sobre las calzas si la ocasión lo requiere. Del cincho cuelga una espada de mano y media, que para los estándares gilneanos sería anticuada pero que se conserva perfectamente, también pende del talabarte un puñal de buen acero.

PERSONALIDAD:

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Si le preguntasen, Baldwin se definiría como un tipo de lo más corriente. Tiene un profundo sentido del deber, y la disciplina a la que le sometieron desde crío han hecho de el un buen soldado, pero también un fiel aliado. No desprecia el combate y algunos dirían que le embriaga la sangre por la violencia de la que hace gala en el fragor de la batalla. Es un espadachín esmerado y estudiado y cuando la situación lo requiere un digno estratega. Tampoco desprecia una buena curda ni la compañía femenina, y aunque nunca ha sido una persona egoísta, desea con ahínco que le llueva el dinero y vivir alejado de toda preocupación. Sin embargo, tras esta fachada se ha ido forjando una personalidad ambiciosa que vela por sus intereses con recelo; en una era en la que más y más enemigos caen sobre Gilneas, empieza a cuestionar sus lealtades y lo que será mejor para la su porvenir. Lo que es seguro es que quien quiera que sea el mejor postor, tendrá que ganarse la lealtad de Baldwin.

HISTORIA:

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La vida tan al sur del muro nunca había sido benevolente. Siervos y campesinos padecían, pero también sufrían inclemencias los miserables señores que guerreaban e intrigaban por unos palmos más de tierra; todos vivían no exentos de dificultades. Los fríos y húmedos inviernos siempre se llevaban a los más débiles por delante; y aquel erial junto a la accidentada costa apenas lograba levantar cosechas de más de tres palmos. Aquello, sumado a la violencia con la que la lluvia podía golpear los villorrios hacia de la vida un tedio insufrible. Era una tierra caprichosa con sus congéneres pero pese a ello cada año nacían nuevas almas, entre ellas Baldwin.

Aquella comarca formaba parte de una baronía paupérrima y olvidada por las Grandes Casas, pero no sin cierto valor estratégico. En lo alto de los riscos costeros se hallaba en posición ventajosa el torreón de su amo; una edificación agrietada y rodeada por una empalizada que difícilmente resistiría un asalto, cuyos costes de reparación no podían permitirse. Desde allí controlaba aquella parte de la costa y un puñado de villas desparramadas que se dedicaban al campo. El amo de aquel rincón había luchado como mercenario en más de una rencilla entre las casas y más tarde lo haría en la Segunda y en la Guerra Civil. Cuando llegó a aquella zona con su tropa, el señor local inmolaba su hueste contra la de una familia cercana que terminaría en una contienda que terminaría por exterminar a ambas familias. No le costó poner orden allí, y tampoco en obtener el beneplácito real, dado el vacío de poder, para hacerse amo y señor del lugar a cambio de mantenerlo leal a la corona. Aunque el título prometido nunca llegaría para sí, él ya se llamaba barón y con una riqueza que -aún miserable para los estándares- jamás imaginaría, el veterano capitán se convirtió en Señor y Protector de Hildebrand. Allí sentó cabeza consumando sus nupcias con la hija del antiguo señor, buscando cimentar el linaje que acababa de crear. Tuvo dos hijos y una hija.

El nuevo señor y sus soldados convirtieron sus nuevas tierras en su propio patio de juegos. Organizaban cacerías; también ferias y banquetes. Recorrían las aldeas exigiendo cerveza, cereal y carne; también mujeres. Pese a contar con descendencia, el poder y los años lo volvieron un mujeriego. De una de las mozas que trajo a su servicio nació un vástago a la par que la horda orca comenzaba a avanzar hacia los reinos del norte. La muchacha lo llamó Baldwin. El origen del crío fue mantenido en secreto por el barón, aunque si que fue apartado del relativo lujo que pudiera aportarle la vida tras los muros del torreón y jamás fue reconocido como su hijo natural, lo que lo apartó rápidamente de las intrigas familiares y todo derecho relacionado con aquellas tierras. Algunos dicen que lo hizo como acto de clemencia, otros, por presión de su esposa, que no era ajena a las aventuras de su marido. Fue arrancado del pecho de su madre en cuanto pudo caminar y fue llevado ante el padre, quien lo delegó primero a las cocinas; después a las cuadras. Cuando tuvo edad, fue enrolado entre la soldadesca, donde endureció el carácter y curtió el cuerpo. Nunca destacó por ser el más osado de los guerreros, pero con el tiempo adquirió un buen dominio de la espada y comenzó a entender el peligroso juego que era la política, de la que no podía participar desde su posición. Gozaba de popularidad entre la tropa y aunque la mujer del barón no lo permitía, también se llevaba bien con sus medio-hermanos. Pese a ello, su condición era desconocida por todos; además, su padre cada vez más avocado a los excesos no solía prestarle demasiada atención, por lo que cada vez pasó más desapercibido. Fueron los méritos y su tesón los que hicieron que Baldwin progresara allí. Lo colocaron como segundo del maestro de armas del fortín, un tal Belfort, cuando contaba con diecisiete años. La guerra entre las casas se recrudecía y como vasallo del rey su padre fue llamado a servir bajo el pendón de los Cringrís. No se molestó en capitanear a sus soldados, sino que mandó a su primogénito al frente de su hueste de harapientos. Baldwin, aún joven, también participó en la contienda.

Fueron batallas cruentas las que se sucedieron, pero el chiquillo supo sobrevivir bajo el amparo de su nuevo protector. Allí se cobró vidas y vio la crudeza del conflicto de primera mano. Una vez disueltas las fuerzas rebeldes volvieron al sur, mermados y con el hijo mayor muerto. El viejo capitán se deshizo entre lágrimas y dolor en cuanto conoció las funestas nuevas. Al poco tiempo las cosas empezaron a torcerse. Encerrado en su torreón y dando órdenes vagas y laxas, el caos volvió a ocupar aquella tierra tras una corta paz. Cada vez más campesinos manifestaban su descontento y se levantaban en armas contra el déspota. De los tres villorrios que le pertenecían, dos se hicieron independientes de facto, y el otro apenas se mantenía en control de su señor, sólo gracias a los esfuerzos de Baldwin y Adelard, el segundo hijo natural y quien a todas luces heredaría la tierra.

Fueron tiempos cruentos y si la guerra civil había acabado, allí no se había notado. Tras años de luchas, la comarca logró pacificarse de nuevo, aunque quedó empobrecida y devastada. Los lugareños apenas tenían algo que llevarse a la boca, mucho menos después de que el  Gran Muro terminase de edificarse. Las desgracias no dejaban de sucederse y los primeros huargen comenzaban a aparecer por los bosques. Los cada vez más diezmados lugareños empezaban a afirmar que su tierra había sido abandonada por la Luz, que las fechorías y excesos del viejo capitán los habían condenado a todos. Los años que siguieron fueron menos halagüeños si cabe para aquella comarca. Cada vez más y más perecían por el hambre, la maldición huargen o la violencia cotidiana. Muchos se plantaban frente al foso del fortín exigiendo a su amo y señor protección. Adelard cayó en una de las muchas cacerías que se organizaron contra los hombres-bestia; Baldwin asumió toda la responsabilidad de limpiar aquella comarca junto a los soldados. El señor ya ni sentía ni padecía; su hija Elizabeth se encargó, con Baldwin al mando de la exigua tropa, de dirigir el lugar.

Su empresa fue más o menos fructífera, pero aquello no impidió que en cierto momento los imperiales desembarcasen un enorme ejército en las playas y pronto comenzasen a someter cuanta villa se pusiera por delante. No tardaron en enviar emisarios también al viejo y ruinoso torreón exigiendo fidelidad y mientras Baldwin y los pocos soldados que aún permanecían fieles a su familia luchaban por ganar tiempo, esperando a que el rey cumpliese con sus súbditos y enviase al ejército. No fue así. Aprovechando la debilidad del barón, otros señores rurales que ansiaban controlar aquella tierra hincaron rápidamente su rodilla ante la autoridad imperial y confabularon contra los Hildebrand. En medio de la noche asaltaron el fuerte, superaron el muro y pasaron a cuchillo a todo el que se resistió. El barón, en un último atisbo de dignidad, empuñó la espada junto a un puñado de fieles, pereciendo por el acero del enemigo.. Elisabeth fue secuestrada y obligada a firmar abusivos tratados en favor de la autoridad imperial, cediendo la potestad de la tierra a nuevos señores y quedando desposeídos de todo poder, mientras que Baldwin y la tropa se veían aislados entre el ejército imperial y los huargen salvajes.

Abandonando toda esperanza y sin mejor opción, Baldwin marchó al norte con los supervivientes, dispersándose por los campos. Deseoso de recuperar la tierra que por derecho pertenecía a su medio-hermana, él había asumido su posición como eterno segundón, pero estaba agradecido de no haber acabado como un campesino desdentado y esclavo de la tierra. Creía firmemente en que los ejércitos reales podían hacer frente al poder imperial y quizá encontrase a espadas dispuestas a ayudarle a liberar el torreón y a sus parientes.

 

 

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