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Zora

Lynnete Dír'raen

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Lynnete Dír'raen

 

Apodo Lyn Raza Quel'dorei
Sexo Mujer Edad 110
Altura 1,65 m Peso 55 k
Lugar de Nacimiento

En un pueblo de

Tierras Fantasmas

Ocupación Viajera

 

Descripción Física

Como muchas elfas es esbelta, delgada, cuerpo grácil. Decora sus largas orejas con joyería, las pocas joyas que conserva de su vieja vida. Nació con piel blanca como la luna plateada, su rostro con forma de corazón es bello, pero más bello son sus ojos. Por debajo del resplandor azul se puede ver que sus ojos azules son de una tonalidad oscura, que según los colores con los que ella se engalana, pueden parecer poseer tonalidades violaceas. Para tal proposito tiñe su cabellera plateada de un color violeta.

Siempre se la ve vistiendo ropas de viaje. Ropas de cuero algo gastados. Cuando no esta viajando y puede tomarse un momento para relajarse, lo cual no es usual, ella viste prendas de tela suaves y ligeras. El color que viste, por lo general, son azules o violetas, si está a su alcance. Vestirá el color que sea, excepto el rojo. Ella huye de todo lo que sea de ese color, pues está empeñada a no relacionarse con nada de los sin'doreis.

Descripción Psíquica

Lynnete es una elfa curiosa por naturaleza y mentalmente hiperactiva. No es su costumbre centrarse en un solo proyecto. Si un tema no capta pronto su interés, ella puede abandonarlo por un tiempo, para volverlo a retomar otra vez y repetir el ciclo de manera caprichosa. Su mayor virtud es ser alguien versátil y adaptable. Sus peores defectos son su orgullo y la vanidad. 

Tras la caída de Quel'thalas y ser rechazada por su familia, ella se ha vuelto una persona solitaria, ansiosa por vivir el momento, sentirse libre y alimentar su curiosidad. Todo esto como una fachada para ocultar su dolor y melancolía. Carga con un sentimiento de culpa que intenta quitarse de encima.

 

Historia

Spoiler

 

Hace muchos años atrás nací en una cómoda familia Quel’dorei. Como muchos, fui afortunada de nacer en épocas de paz y prosperidad. Las guerras, si las había, eran lejanas, simples rumores que nos llegaban a modos de historias y canciones épicas. Recuerdo a mi madre, pasear por el bosque cantando bellas melodías a la naturaleza. A mi padre tallando su propio arco, sentado en la sombra de un árbol y disfrutando de la voz de mi madre. Me contaron que así se conocieron, en el bosque, ella ocultándose mientras cantaba y el siguiendo su voz hasta encontrarla.

 

Tras muchos años de matrimonio nos tuvieron a mi hermana y a mí. Se sintieron muy bendecidos de tener hijas gemelas. Fuimos muy consentidas por mucho tiempo.  Luego nació nuestro hermano menor y él también fue muy amado, especialmente por mi padre. Crecimos jugando libre de preocupaciones por los bosques de eterna primavera. Oíamos las historias que llegaban al pueblo de las aventuras de los defensores del Alto reino. Pero nuestras historias favoritas eran sin duda de nuestros antepasados, sabios magos y valientes forestales. Eran historias fantásticas de heroísmos que incitaban a querer seguir sus pasos. No olvidare nunca los días que jugábamos a ser alguien de esas historias, a perseguir a supuestos malvados trols que amenazaban el alto reino e inventarnos historias legendarias en nuestras pequeñas mentes. Simplemente no puedo dejar de reír con solo recordarlo, éramos tan inocentes.

 

Mi hermana y yo solíamos ser inseparables. Una era sombra de la otra, hacíamos lo que la otra propusiese, nos guardábamos todos los secretos y siempre nos protegíamos entre nosotras. Entre nuestras clásicas travesuras estaban en confundir a quienes tuviéramos adelante, intercambiando nuestros nombres. Nuestros padres necesitaron una década al menos para aprender a diferenciarnos, mientras tanto nos hacían utilizar joyas distintas para señalarnos. Joyas que, por cierto, intercambiábamos.

 

Crecimos con los años y nuestros padres se preocuparon bien en educarnos. Todo lo que unos buenos quel’dorei debían de aprender. Finalmente, cada uno fue descubriendo el camino que deseaba transitar en su adultez. Mi hermano ansiaba en ser un formidable guerrero, como los héroes del pasado y ser todo un guardián. Mi querida hermana descubrió que su mano estaba hecha para los arcos y que su vista era fina para los lejanos blancos. No tardo en decir que ser forestal sería su destino. Acosaba a nuestro padre para que le enseñase a usar el arco, para que le enseñase a crear el suyo propio. Mi padre parecía desesperado por que de tanto a mor por sus hijos no era capaz de partirse en dos para amarlos más. Yo… Bueno, Mamá estaba encantada con que me gustase cantar junto a ella, nada más.

 

No es que me faltase ambición, eso me sobraba y bastante. El problema es que yo tenía la gran bendición o maldición, según los ojos que lo mirasen, de tener una mente muy hiperactiva y ansiosa por aprender de todo. Empecé con ansias de aprender los secretos de la magia. Mis padres me apoyaron con ilusión de tener una futura hija magister. Pero los decepcione cuando al paso de varios años deje los estudios para formarme en el arte de las espadas. Creyeron que quizás me había visto influenciada por mi hermano, tampoco les pareció mal y dejaron que yo continuase. Muchos años después, sin intenciones de unirme a los errantes, termine colgando las espadas. Eso termino decepcionándolos y me miraban con preocupación. No dejaban de repetirme que mis hermanos ya se estaban encaminando a aprender los oficios que habían escogido. Yo reste importancia diciendo que yo no era ellos. Vi desde lejos a mis hermanos comenzar una silenciosa y sana competencia a ver quién atraía la atención de mi padre. Aunque él era muy hábil, ella se llevaba los elogios. Muchos la admiraban y alababan su puntería, su precisión. Inevitablemente ella ocupo el pedestal de mis padres.

 

No tome el arco, pues no me producía ningún interés en que me comparasen con mi gemela, ni introducirme en esa competencia. Sabía bien que decepcionaba a mis padres, me acercaba irremediablemente a la adultez sin una idea clara del futuro. Habiendo pasado por la magia y las armas, preferí deleitarme con el arte de la música y la pintura. Podía pasar horas mezclando las pinturas y crear formas en un lienzo en blanco. Pero pasado un tiempo, lo dejaba para volver a leer sobre magia. Me sentía muy cómoda, sentía que no tenía ningún apuro para escoger un camino en concreto y que antes podía experimentar con muchas cosas hasta encontrarme a mí misma. Estaba a decidida a encontrar aquello que fuese para mí, algo en donde pudiera perfeccionarme y también ganarme la aprobación de mis padres.

 

El camino se volvió tortuoso, reproches, reclamos y odiosas comparaciones comenzaron a caerme con más y más intensidad. Estaba acostumbrada a que nos comparasen, éramos tan iguales que eso era inevitable. Ahora me comparaban para indicar lo prodigiosa que era ella, lo superior, lo admirable. Un día le dije a mis padres “Ustedes querían diferenciarnos. Pues eso hago”. Que mi querida hermana destacase cuanto quisiera en la arquería, yo no entraría en esa competencia. A mi tiempo, a mis deseos, algo encontraría y sería la mejor. Eso me decía y no me bastaba. Cada día estaba más molesta con mi hermana, pues siempre que estábamos juntas ella parecía presumir. Los demás dejaron de exclamar “¡cuánto se parecen!” a decirme “¡cuánto te pareces a tu hermana!”. Mi orgullo se sintió herida y decidí que ya no quería parecerme en nada a ella. Así que tomé mi cabello platinado y lo teñí a purpura. El color más opuesto al de ella, el que resaltase mis ojos y alimentara mi vanidad.  No conseguí ninguna exclamación de admiración, pero me regodeé con la perplejidad de mi familia.

 

Los años pasaron, mis hermanos ya ocupaban puestos entre los Errantes y mi hermana estaba felizmente casada. Yo seguía sin definirme, pero en mi deseo de retomar las espadas decidí unirme a los Errantes. Serví y aprendí mucho dentro de la organización, quizás aprendí a disciplinarme un poco más. Porque, aunque sentía que ahí no duraría mucho tiempo estaba comenzando a analizar mucho más a profundidad el siguiente futuro proyecto que tendría, en lugar de dejarlo a la merced de mi caprichosa mente. Confiaba que el tiempo estaba de mi lado, y no lo estaba.

 

Llegó el fatídico día en que el azote amenazo nuestras fronteras. El enemigo era implacable y con cada paso engrosaba sus filas con nuestra propia gente. Luchamos con todas nuestras fuerzas, con ferocidad, todas las artimañas y solo los retrasábamos casi nada. En dos ocasiones me encontré con mi hermana en la batalla. En la primera ocasión la salve de un muerto que estaba por atacarla por la espalda. Ayudamos en la defensa de un poblado para proteger a los civiles y luego nos separamos para retroceder posiciones. La segunda vez, nos vimos en un punto cercano al poblado de Brisapura, la misión era la misma.

 

-Lynette. -Su mirada era de terror. Ella estaba ya muy herida, como todos nosotros. Estábamos fatigadas, su carcaj apenas contenía un par de flechas. Yo apenas si podía levantar un brazo por culpa de un tajo. -Si acaso...

 

-No lo digas -la corte. - Asiel. No hay tiempo.

 

No cruzamos más palabras, solo nos dimos un rápido abrazo antes de retomar nuestras posiciones. Poco había por hacer, solo huir por nuestras vidas. Una bestia comenzó a perseguir a una elfa y su hijo, la estaba por alcanzar, pero Asiel uso su última flecha para salvarla, luego se encaró a la criatura con sus espadas. Yo fui a ayudarla.

 

-¡Llévalos! -me gritó

 

-¡Pero!

 

-¡Yo los detengo! Llévalos, ¡YA! -repitió su orden desesperada.

 

Las ordenes eran ya solo evacuar a los civiles y tuve que obedecer a mi pesar. Ayudé a llevar a los que pude, cuando quise volver para ayudar a mi hermana vi como la asesinaron, no pude llegar por su cuerpo, también me matarían. Logré retroceder hasta la ciudad, donde desfallecí por las heridas.

 

Cuando desperté, todo termino. Quel’thalas cayó y la fuente había sido destruida.

 

Todo eran ruinas, las bajas eran ya incalculables y la sed resultaba tan insoportables como el recordar una y otra vez más muerte de mi hermana. Abriera o cerrará los ojos, la veía caer. Cuando bien pude caminar colabore en la ayudar al resto de heridos. Con gran dicha me reencontré con mi familia, tratamos de consolarnos. La vaga sensación de seguridad que me otorgo la presencia de ellos se desvaneció cuando el esposo de Asiel apareció, desesperado buscando a su esposa. Nadie más que yo sabía que fue de ella y duro fue para mí tener que decirlo. Sentía que mis palabras de verdad condenaban su existencia, como si fuera que si yo me guardaba aquel “secreto” daba la posibilidad de que ella regresara caminando y viva.

 

-La has… dejado morir -susurro el mago con desaliento, meneando la cabeza con incredulidad.

 

- ¡No! Intente volver por ella. Juro que lo intenté -respondí desconsolada.

 

-La odiabas -dijo quien menos esperaba que hablará en ese momento. Mi hermano me miraba con espanto. - ¡Odiabas a Asiel y la dejaste morir!

 

- ¿Qué? Es mi hermana, ¿Cómo iba a hacer yo algo tan despreciable?

 

-La envidiabas, te molestaba que la pusieran sobre ti. No la ayudaste. Ella murió por tu culpa.

 

Me quede sin aliento por la acusación. Mire a mis padres, ellos no dijeron nada. Ni me condenaron ni me defendieron, lo cual dolió mucho más.

 

La herida de mi brazo se recuperó, pero no recupere el perdón de mi familia. Me culpaban, aunque yo jurase y volviese a jugar que hice cuanto pude. ¡Yo no la mate! Me repetí muchas veces, y aun así me sentía como si así lo hubiese hecho. ¿Cómo iba a llegar antes de que ella recibiera la estocada final? ¿Qué iba a lograr al buscar su cuerpo si no era morir?

 

El tiempo paso, la sed comenzó a cobrarse muchas víctimas. Nadie sabía donde fue el príncipe. Poco a poco comenzaron a llegar “soluciones paliativas” para nuestro problema más acuciante. Yo me abstuve de seguirlo. Mis familiares me veían esperando a que un día fuese una desdichada. Sí, seguramente pensando que eso era lo ultimo que me faltaba para decepcionarlos una vez más.

 

Lo último que vi de mi familia fue la vergüenza mezclada con resentimiento. Me fui sola, desamparada de aquellas tierras que me vio crecer. Me convencí de que no debía sentir vergüenza por mis decisiones. Algunas las habré tomado por el capricho y la vanidad. Otras, las decidí porque eran lo correcto en el momento. El soportar la abstinencia se sentía como una penitencia.

 

 

Editado por Zora
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