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Murdoch

Aiden, del Callejón del Cuchillo.

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• Nombre: Aiden.
• Estatura: Un metro y setenta y ocho centímetros.
• Peso: Setenta quilos.
• Edad: Veinticuatro inviernos.
• Raza: Humano del Norte.
• Origen: Reino de Gilneas.
• Ocupación: Ladrón, agitador-bandido.

• APARIENCIA:

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Es todavía mozo joven, que no ha alcanzado el cuarto de siglo. Gracias a haber tenido un plato caliente las más de las ocasiones no ha quedado raquítico ni esmirriado como tantos otros pilluelos de arrabal. Tiene talla decente y aspecto sano: quizá un pelín delgaducho, mas de carnes torneadas y fibrosas. Piel pálida y rostro agraciado, bendecido todavía por la virtud de la juventud; luce una larga melena parda, algo revuelta, y castaña barba de un mes en la faz.

Los ojos son de un azul vívido y cristalino, bonitos; de mirada pícara y sagaz. Su otra virtud es la dentadura: la conserva entera y razonablemente cuidada. Tal vez por ello acostumbra a dibujar sonrisas con tal facilidad que hay quien diría que lleva semejante gesto, altanero y locuaz, esculpido en los labios.

Apenas alguna cicatricilla menor salta a la vista, y carece de marcas o tatuajes. La voz es corriente y moliente, ni ronca ni chillona, aunque conserva el acentillo cantarín y osado de la jerga natural de los bajos fondos de la Ciudad de Gilneas.

Acostumbra a vestir harapos humildes; camisolas holgadas, gambesones ajados, y botas viejas con remiendos. Del cinto cuelgan alfanje y puñal, cerca de la pistola; y a la espalda en el arnés la vieja ballesta.

• CARÁCTER:

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Se ha criado con el aire de las callejuelas toda la vida; entre pillastres, pordioseros y maleantes, de suerte que es digno hijo de arrabal. Las miserias que han aderezado su corta existencia no han bastado para agriar del todo su humor, aún fresco, burlón y satírico. De lengua ingeniosa y engatusadora, siempre se ha aprovechado de todas las ventajas que le ofrecía ese don de gentes que desde mocoso comenzó a explotar. Es bravucón, osado y algo pendenciero; quizá hasta bordear la insolencia.

Razona rápido y razona bien (aunque para su desgracia demasiado a menudo comete la imprudencia de obrar por impulso con aún mayor presteza), con el ingenio propio de quien desde muy rapaz tuvo que poner la mollera a discurrir trampas, mentiras y argucias para ganarse unos cobres. Aunque la vida lo ha llevado a enfangarse y mancharse las manos desde muy temprano en los tumultos que sacudieron la ciudad, Aiden no tiene mal corazón.  Ya ha tenido que arrebatar más de una vida en el fragor de la liza, pero evitará hendir su hoja en la carne de un inocente siempre que pueda. De cuando en cuando piensa en la Luz, en las Virtudes, y todo eso; al fin y al cabo la beneficencia de la Iglesia fue bálsamo para la miseria que reinaba en los aciagos días de su bisoñez.

Con todo, las ideas de su mentor lo han impregnado hasta el tuétano: aborrece al tirano Genn Cringris y a su cohorte de leales. Siempre juzgó correcto quitarles a los que se habían lucrado con las miserias de la guerra para nivelar un poquito las cosas; si entregar el botín a los desposeídos por la derrota o dejarlo en sus propios bolsillos es ya otra cuestión más peliaguda que merece sus matices. Es un agitador pertinaz, criado en un tiempo de barricadas, mosquetes y cuchillos, y los discursos grandilocuentes y enardecidos hacen vibrar su corazón. Ha sido y es absolutamente leal como un perrillo fiel a su segundo padre, a la hermandad que capitanea y a la causa que pregona, y aunque en más ocasiones de las que pueda recordar ha mentido o engañado por calderilla, para averiguar tal o cual rumor, o para llevarse al huerto a alguna moza prometiendo el oro y el goblin para que se abriera de piernas, pocas cosas desprecia tanto como los traidores.  

• HISTORIA:

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Nuestro muchacho tuvo la escasa fortuna de venir al mundo en un tiempo que ya se anunciaba turbulento, y lo hizo bajo el cielo áspero y gris de la Ciudad de Gilneas. Una urbe antigua, colosal y orgullosa, a la que algunas de las mentes más lúcidas del reino tenían por costumbre dedicar títulos y honores grandilocuentes: Corte del ReinoAlma y Corazón de GilneasCuna de Artes y Ciencias, Perla de los Reinos del Norte. Aquel juego de adulaciones y agasajos podía parecer una auténtica mofa de mal gusto si uno tenía los arrestos de descender a los rincones más humildes de la ciudad.

Así era. Lo único que brillaba en las calles que criaron a Aiden eran la miseria y la inmundicia; los montones de basura pudriéndose al capricho del tiempo, el olor a meados que impregnaba los rincones, y que casi era gentil si se osaba compararlo con la peste fecal y penetrante que arrastraban los canales. Las únicas artes y ciencias que se conocían por allí eran la picaresca, el pillaje, la estafa y la violencia fácil; y desde luego ni los más necios se atreverían a afirmar que esas callejuelas fueran la cuna de nada. Allí los teatros y corrales de comedia habían sido usurpados por vulgares reñideros donde cada noche entre aguardiente y apuestas peleaban los perros, o los mismos hombres a mano desnuda; y el lugar de salones, clubes y casas de placer (que tanto abundaban por otros rincones más dignos de la urbe), había sido vilmente ocupado por mugrientos lupanares, antros de mala estampa y mesones ruinosos.  Esos miserables parajes habían acogido a gentes llegadas de la campiña desde hacía generaciones; a aquellos campesinos que para su fortuna (o a menudo desgracia) se decían libres, por carecer de ataduras respecto a feudos y señores.

De tal condición era el padre de nuestro Aiden, que respondía al nombre de Toddard, y no lo era por riqueza, ni por mérito alguno, sino por la vana casualidad de haber sido engendrado en alguna recóndita aldeucha de las montañas que carecía de señor legal. Había sido pastor de cabras y ovejas en su más temprana juventud, pero cuando alguna peste diezmó al menguado rebaño, resolvió malvender cuanto le quedaba para llevar a su nueva esposa (la primera apenas le había durado un año, pues fue arrancada de esta vida por obra y gracia de algunas fiebres de primavera) y a su incipiente familia mas allá de las altas murallas de la capital, que se rumoreaba próspera y segura. Para su infortunio, pudo comprobar de primera mano que los rumores (como acostumbra a suceder) solo eran rumores. No halló una tierra de oportunidades, ni paraíso del que manaran la leche y la miel. Y el desgraciado Toddard no pudo (o supo) encontrar por allí mejor oficio que el de estibador en los almacenes, cargando y descargando por una miseria y como un mulo la mercancía que traían las barcazas que navegaban aquel río.

Por eso Aiden, mediano de tres hermanos, supo desde muy crío lo que era el suplicio de un día o dos sin comer, o el tormento de una fría noche de invierno en la destartalada casucha que hubo de llamar hogar.  Aquello era, aún así, más de lo que otros muchos podían soñar: un techo, una familia, y suficiente comida para llenar el buche la mayor parte de las veces. Los bajos fondos daban cobijo a un montón de pordioseros, miserables, enfermos y tullidos que no podían sino envidiar el tesoro que el muchacho tenía entre las manos. Así, el joven rapaz se crió con el aire de las calles, ajeno a la certeza de que las cosas, por muy negras y ásperas que parezcan, siempre tienen la cualidad de empeorar.

Sonaban tambores de rebelión en el Norte, y callejas de la capital hervían en un marasmo de agitación. El Muro y la insurrección en las comarcas de los confines estaban en boca de todos. Cuando algún tiempo después los tumultos se extendieron a la propia capital, todos los distritos se tiñeron con sangre. Y cuando Lady Lorna, de la Casa Crowley, cayó presa, y la insurrección se dijo sofocada en un arrebato de orgullo y necedad, estalló la guerra. Una guerra fratricida que marcaría el destino de todos los hijos de Gilneas, una guerra mil veces maldita y mil veces recordada por aquellos que tuvieron la fortuna de ver su final. Toddard, patriarca de la humildísima familia, se unió a la causa rebelde, pero no fue de esos agraciados. Los soldados del Rey Genn lo pasaron a cuchillo junto con otros milicianos insurrectos tras caer sobre ellos mientras se escondían en una pequeña granja a las afueras de la urbe; echaron sus cuerpos a una fosa y los sepultaron con fango.

Fueron años muy duros para la familia. Viuda, pobre, y señalada como esposa de un rebelde, la madre de Aiden hubo de rebajarse a cualquier menester con tal de procurar el futuro de sus hijos. Los escasísimos cobres que de cuando en cuando ganaba por zurcir, remendar y coser la ropa de los modestos vecinos no eran ni de lejos suficientes para procurar tal sustento. Y así acabó mercadeando con lo único que tenía: el agujero entre los muslos. Quienes se dedican al oficio más antiguo de la Humanidad en suntuosos burdeles y casas de placer acostumbran a llamarse a si mismas meretrices, o damas de compañía. La pobre Edna, apaleada por los infortunios de la vida, no podía a aspirar a más sofisticación que el ser tachada de vulgar zorra o ramera que se deshonraba a si misma y a su familia al yacer con conocidos y extraños en el mismo lecho que meses atrás había compartido con un esposo traidor. Tampoco ella alcanzaría a ver el final de la guerra: acabaría enfermando y muriendo en las últimas semanas de la contienda.

Entretanto Aiden, que aún era poco más que un mocoso, se ganaría el pan como un pilluelo más. Mendigando, robando y engañando a sus vecinos; correteando por las sombrías y agitadas calles de la urbe con otros bisoños granujas de medio pelo, en busca de cobres y peleas. Las casas de los caídos o exiliados por la guerra eran un botín suculento a ojos de estos pillos, que sin discernir de bandos o lealtades, no dejaban pasar la más mínima ocasión de colarse en alguna y desvalijar los escasos enseres que toparan.

Los rumores de los hombres-lobo merodeando por los campos de batalla del norte eran aún un eco lejano y cuestionado en el corazón del reino cuando Lord Darius, patriarca de la Casa Crowley, Protector de las Marcas del Norte, y cabeza de la Rebelión intentó su movimiento más ambicioso y desesperado: llevar la guerra a las entrañas de la capital, a las mismísimas puertas de la Corte del Rey.  Cuando los disturbios estallaron, aún más sangrientos y estruendosos que aquellos que Aiden recordaba de años atrás, el muchacho no contaría más de quince o dieciséis otoños. Enardecido por el fervor de los discursos, y alentado por el odio y el rencor que lo atenazaban desde la muerte de su padre a manos de los leales, Aiden se unió aquella noche a las refriegas que se extendieron por la ciudad. Su hermano Roderic lo siguió. Ambos estuvieron en las improvisadas barricadas, labradas con muebles y trastos que cortaron callejas y plazas. Jamás pudo olvidar el rugido de los disparos y cañones esa infausta noche, los gritos inundando cada recoveco y la sangre tiñendo adoquines y paredes. Durante una salva, algún perdigón alcanzó a su hermano en la tripa, y el pobre muchacho murió desangrado en los brazos de Aiden en cualquier mugriento callejón. Su madre jamás lo superaría: murió pocos meses después. De pena, se dijo Aiden.

Cuando la carnicería fratricida tocó a su fin nada quedaba para Aiden y Meredith Lynch, huérfanos de padre y madre. La casucha donde en tiempos moró la familia fue desvalijada y luego ocupada. El pánico ante la plaga de hombres-lobo (ahora ya demostrado real, tan tangible como temible) inundaba el reino por los cuatro costados. Nuestro mozo continuó delinquiendo y rapiñando por las calles, pero se afanó en procurar un futuro más halagüeño para su hermanita, lejos de los bajos fondos. A través de conocidos y caras amables procuro que la joven Meredith fuera acogida en calidad de criada por una adinerada casta de aristócratas de tercera fila para atender los quehaceres diarios en la casona familiar. Todavía no sabía que su vida estaba a punto de dar otro tumbo.

Conoció a Duncan Degore en una taberna de mala muerte. Había oído un par de chismorreos sobre aquel hombre y cuando supo que un amigo en común podía hacer los honores no dudó en pedirle el favor. Duncan era, en palabras de las autoridades del reino, un proscrito sobre el que pesaba la condena de muerte. La lista de cargos de los que se le había encontrado culpable era tan abultada que no merece siquiera ser detallada en estas líneas. Para Duncan y sus escasos seguidores la guerra nunca había terminado; eludían a las autoridades (por otro lado, demasiado ocupadas con otros gravísimos problemas) bajo nombres falaces y se movían a capricho por las tierras de un reino asolado por la guerra mientras instaban a villanos y campesinos a retomar la lucha contra el tirano Cringris y aplicaban su particular justicia (que más tenía de venganza o vulgar saqueo) a algunos de los súbditos leales del Rey. La chusma rebelde de Degore venía huyendo de un norte cada vez más atenazado por las bestias lupinas, con rumbo a las comarcas meridionales del país; donde si bien el apoyo a la causa rebelde era mucho más tímido, también había menos ocasiones de acabar entre las fauces de cualquiera de estas viles criaturas.

Aiden se unió a ellos y puso toda su pasión y su fervor (también su rencor y su rabia) en la causa que este nuevo heraldo de la rebelión pregonaba entre los suyos. Lo cierto es que a simple vista nada diferenciaba a Duncan de otros muchos cabecillas desesperados que se habían negado a acatar el Tratado de Paz, y lideraban exiguas milicias y guerrillas que se movían en los márgenes de la marginalidad. Pero los hombres de Duncan solo respondían verdaderamente ante él, y no a los intereses de algún aristócrata descontento que con un mano firma la paz y con la otra alimenta veladamente tal clase de aspiraciones. Eran pocos, es cierto. Nunca más de dos docenas. Desarrapados y harapientos, vagabundos por bosques y caminos cual comuna errante. Llevaban consigo mujeres y algún crío, dos o tres carros, y montones de falsos pretextos y e identidades irreales: una caravana de artistas errabundos, un hatajo de refugiados huyendo de las plagas de licántropos, o humildes trabajadores de la feria del condado vecino.

No eran los más temibles, ni los más belicosos. Pese a lo encendido de los sermones de Degore, gastaban la mayor parte del tiempo yendo de aquí para allá. Asentándose en algún rincón seguro durante un par de semanas mientras buscaban cómo exprimir beneficio para la hermandad y para la causa por los alrededores para después volver a ponerse en marcha hacia otra parte. Hurtos, estafas, alguna pelea… pero nada demasiado escandalosos. No al menos en aquellos primeros tiempos. Algunos incluso rumorearon que el hatajo de inadaptados que seguían al tal Degore no eran otra cosa que una vil estratagema de este para mantenerse oculto y respaldado entre la turba mientras vendía humo y ofrecía en vano la clase de palabras que los corazones quebrados de la chusma anhelaban escuchar.

Varios años pasó Aiden en su compañía. Duncan lo enseñó a leer y a escribir siendo ya casi veinteañero. Lo ilustró y lo moldeó a su imagen y semejanza, como un padre con su retoño. A cambio, nuestro mozo se entregó en cuerpo y alma a los designios de la banda: sus habilidades para el robo, el merodeo y el engatusamiento fueron cosa bien apreciada por sus camaradas. Tuvo ocasión de ser educado entre ellos; incluso el díscolo y libertino arcanista Gilard de Trevel, mano derecha de Degore, y huido de la ciudad-estado de Dalaran muchísimos años atrás, supo encontrar cierto potencial en el muchacho, instruyéndolo en tal o cual truquillo.

Pero las cosas se torcieron poco a poco. Como cualquiera podía presagiar acabaron siendo desenmascarados y reconocidos. Y el hostigamiento de las tropas y milicias leales al Rey se saldó con sangre. Algunos (empezando por aquellos que viajaban con familia, mujeres e hijos al cargo) se dispersaron tras los primeros encontronazos violentos. Otros pocos cayeron víctimas del perdigón y el acero. Para cuando las tropas imperiales posaron sus pies en las playas del Reino, y las huestes de la Reina Alma en Pena derribaron la Muralla, la situación no tenía vuelta atrás. Los pocos que quedaban junto a Duncan se fueron replegando hacia parajes cada vez más salvajes, despoblados e inhóspitos hasta acabar adentrándose en los bosques y montañas del Norte. Quizá con la ciega esperanza de que con la tan presente amenaza de las manadas de licántropos salvajes que aún moraban la espesura y la sombra del temible ejército no-muerto los perseguidores renunciaran a su captura. Aiden siguió a su líder como el más leal de los sabuesos, soportando frío, hambre y penurias.

Algunos de los hombres que lo seguían eran partidarios de viajar al sur y ofrecerse en calidad de amigos y colaboradores al Imperio. Duncan desoyó tales opiniones. Y cuanto más se alejaban de la civilización más ásperos eran los días. Todos sabían que no verían el final del invierno. De tal suerte que, como acostumbra a suceder, la traición se gestó en el seno del menguado reducto: tres desgraciados se confabularon para entregar a sus hermanos ante la milicia de un señor feudal local. Las huestes del lord cayeron sobre la banda con nocturnidad y alevosía y lo que sucedió entre las níveas colinas de Setoviejo solo merece el apelativo de matanza. Casi todos los seguidores de Degore murieron o se dispersaron esa noche, entre disparos, gritos y tinieblas. Pero su líder (aún malherido) pudo eludir la muerte en una ocasión más. Aiden permaneció a su lado; lo arrastró entre la extenuación y el desvarío por el lóbrego bosque junto con otros poquitos supervivientes. Hallaron cobijo en una destartalada cabaña de leñadores donde la vida de Duncan se hubiera desvanecido de no ser por la inesperada y desinteresada ayuda de una de esas parias gentiles conocidas como brujas de la cosecha.

Permanecieron en esa cabaña, ocultos y hacinados como ganado, en los más crudo del invierno. Y cuando el inclemente frío y las crueles ventiscas remitieron un pellizco, Duncan, todavía maltrecho y postrado, ordenó a Aiden ir tras la pista de los traidores que los habían vendido por una bolsa de miserables monedas.

Y así partió una vez más, camino de la ciudad que lo vio nacer…

 

Editado por Murdoch
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