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Galas

Ludoveca Zamenhoff - De la Espesura

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Ludoveca Zamenhoff

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  • Nombre: Ludoveca Zamenhoff
  • Raza: Humano
  • Sexo: Mujer
  • Edad: 28 años
  • Altura: 1,83 M
  • Peso: 56 Kg
  • Lugar de nacimiento: Brehmen, sur de Gilneas.
  • Ocupación: Saqueadora

 

 

  • Mísivas

 

Descripción física

Ludoveca, también llamada Ludovica, Lula, Lulu, es una mujer enfermiza, de complexión fibrosa, estirada, de costillas y homoplatos marcados, rostro consumido y pómulos prominentes, no por estructura ósea armónica, si no por los huesos que se marcan. Carece prácticamente de carne en cualquier parte del cuerpo.

Su cabello es de un color rubio desgastado, feo, que deja crecer hasta los hombros, desgreñado. Carece de cualquier clase de brillo o belleza pues no tiene ni tiempo ni recursos para ello. Sus uñas suelen estar manchadas, rotas y con tierra bajo ellas, de manos callosas y dedos largos, finos y huesudos, de nudillos desgastados.

Su rostro conserva cierto porte regio, roto por numerosas pecas en las mejillas y sobre la nariz, que enmarcan unos grandes ojos de un color azul intenso, que se mantienen siempre en un estado de cansancio, entrecerrados bajo unas cejas de un color más oscuro, casi marrón, en contraparte a su pelo. Su dentadura se mantiene blanca, y por suerte conserva todas las piezas, aunque sus dos dientes frontales superiores, las paletas, son más grandes que la media, y para más inri, se encuentran sensiblemente separadas, razón por la cual suele evitar enseñar los dientes, que esconde tras unos labios finos, pálidos como su piel, y cortados por el frío. Su piel está limpia de marcas, salvo por una horrible cicatriz de zarpazo en el vientre.

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uDbWeaA.jpgDescripción psicológica

Esta mujer carece de educación superior y de escrúpulos intrínsecos. Criada como mujer de campesino, no sabe leer ni escribir, y se ha ganado su vida cazando ratones y liebres en los bosques. Su carácter es bastante apático y ácido, no suele empatizar mucho con los demás, y tiende a valorar su propia y mugrienta supervivencia.

No es especialmente cobarde, pero carece de cualquier clase de motivación que la lleve a ponerse en peligro, por lo cual tiende a evitarlo siempre que es posible.

Pocas virtudes tiene esta mujer, o al menos, rara vez se ve dispuesta a hacerlas públicas.

Su acento es fuerte, y habla mal, razón por la cual se esfuerza en mantener cierto porte y ocultar su acento con una marcada forma de hablar,muy formal, que la obliga a hablar lentamente, a veces aparentando cierta estupidez que contrasta con su rápida agudeza mental, su única cualidad destacable.

 

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Historia

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¿Mi historia? Mi historia no podía ser más irrelevante, muy parecida a la de otras tantas mujeres gilneanas cuyos huesos acabaron sirviendo de abono para los hongos en los húmedos bosques, sin que nadie las recuerde.

Pero asumo que me obligarás a contarla para poder pasar. ¿Verdad? De acuerdo, de acuerdo, procedamos entonces. Iré por partes, intentemos estructurarla para que sea más fácil de entender, pero ya auguro que aquí no leerás de grandes epicidades, de habilidades extraordinarias, o de hazañas de guerra, todo ello convenientemente olvidado justo antes del punto final de mi relato.

No, mi historia empieza con una madre desangrándose como una mala puerca cuando me dio a luz, enterrada antes de que su hija pudiese ser siquiera bautizada. Eso dejó a un padre solitario a cargo de una hija, al menos tuvo suerte, y solo tenía que ocuparse de una boca.

Pero la vida en las cordilleras del sur, en la península de Gilneas, no es tan sencilla. A mi padre apenas lo ví hasta que cumplí los siete años. Él vivía en el bosque, en una cabaña, y cazaba en los bosques de la ciudad pagando los impuestos pertinentes. No podía estar cuidando de una recién nacida , así que me crié junto a otros tantos muchachos , en comunidad, junto a las matronas de una aldea cercana llamada Brehmen.

No recuerdo mucho de esa época, salvo que solíamos corretear por las calles embarradas, tirar piedras a los gatos, y hacer carreras sobre los gorrinos antes de que el ganadero, un anciano de muy mala uva nos cogiese y nos zurriagase las posaderas con su palo como si fuésemos uno de sus cerdos.

En cuanto cumplí los siete años mi padre vino a recogerme. No es que no me visitase antes, solía venir un par de veces por semana, pero ahí fue cuando me llevó a vivir con él en la choza del bosque. Al principio estaba muy triste, dejé mi vida y mis amigos atrás, pero al final me acostumbré, pues solía regresar una o dos veces a la semana a la aldea a por enseres o para vender lo que íbamos cazando.

Claramente al principio no hacia nada más que corretear detrás de él por los bosques, poner trampas de mala manera e intentar aprender lo que pudiese, fue ya con doce años aproximadamente, pues si he de serte sincera no recuerdo cuando nací, que empecé a tener fuerza suficiente para usar un arco.

O eso quería pensar yo, verás, siempre he sido bastante debilucha, y me pasé más tiempo enferma que sana, aunque a mi padre nunca le dejó de sorprender que siempre sobreviviese a todas esas enfermedades, pero claro, pasaron factura, tengo entendido que un niño tiene que comer bien y estar calentito para desarrollarse como debe, pero bueno. ¿Qué soy, una señorita de ciudad?

En resumen. La vida era dura, simple, jodida, vamos. Pero tampoco era la gran cosa, no podía quejarme, poca gente al menos que yo conociese vivía mucho mejor que yo, así que, ya ves tú. Lucecita Lucecita déjame como estoy.

Por desgracia la Santa Luz no parecía con ganas de dejarnos como estábamos y entonces pues que te voy a contar, empezó la guerra civil. Por suerte en las regiones del Sur no es que llegase mucho conflicto, al menos no que yo me enterase, y nuestra vida siguió más o menos normal, lo único que cambió fue que algunos chavales jóvenes y amigos míos marcharon al norte, a buscarse los cuartos en la guerra para dejar de ser granjeros, panaderos o recogeboñigas. No volvió ninguno, no se si porque murieron o porque encontraron ya pareja allá al norte y se quedaron a vivir. Me gusta pensar que fue lo segundo.

Pero eso no fue el problema. Por aquella época yo ya llevaba sangrando un par de años asi que ya me iba tocando hacer algo útil y empezar a parir la siguiente generación, que cada año los inviernos eran más duros y hacían falta más manos que poner a trabajar, así que mi padre con premura y mucho avispamiento arregló un matrimonio junto a su hermano, y sin más que unas tres o cuatro citas, para al menos hacer el paripé de un cortejo, pues me casé con mi primo.

No es que yo fuese un bellezón, pero la verdad es que el mamón parecía una zarigüella que había aprendido a caminar, menudos morros que se gastaba, y vaya dientes pequeñitos y afilados. Que poco le gustaba que le llevase casi dos cabezas, pero bueno, he de decir que una vez empecé a conocerle, pues bueno, tampoco estaba tan mal. ¿Sabes? No es que nos casásemos por amor ni nada de eso, pero ya que nos íbamos a pasar toda la vida juntos, pues mira, al menos intentar llevarnos bien.

Nos mudamos a una cabaña allí en el bosque, algo lejos de donde nuestros padres, y nos ganamos la vida pues como siempre habíamos hecho, cazando pequeños animales, con trampas y esas cosas. El único problema es que eso de poner a caminar a la siguiente generación pues era un tanto difícil. Ya os he dicho que mi salud era como era, y digamos que su longaniza parecía de esas baratas que tienen más serrín dentro que carne, así que fue bastante complicado.

Tampoco es que ninguno de los dos estuviésemos compelidos a intentarlo muy a menudo, el hambre ,el frío y el trabajo quitaban mucho tiempo.

Al menos, y esto lo descubrimos unos meses tras habernos ido ya a vivir solos, cerca de donde nos habíamos asentado resulta que había una choza de... eh... Brujas de la Cosecha, sí. Gente bastante siniestras, de hecho más de una vez me dijeron que yo me parecía a una, siempre tan descuidada y uraña, pero yo me reía, menudos palurdos, como iba a ser yo una de esas Brujas. Alguna que otra vez les llevamos pieles o carne y nos dieron algún potingue, y sinceramente, rara vez me encontraba tan bien como cuando me bebía sus pócimas, así que por mi parte me alegraba de su presencia ahí. No tanto mi marido, que siempre se santiguaba y se pasaba el día quejándose y diciendo que algún día se vendrían por la noche a nuestra casa a sacrificarnos y beberse nuestra sangre, pero yo le decía que a él ni muerto en mitad del bosque los animales se le acercarían pa' comérselo.

Ay que equivocada estaba.

Fue hará unos cuatro años , no voy a olvidarme. ¡Alegría, alegría! Al final el renacuajo había encontrado el camino por la ciénaga y se estaba convirtiendo en rana. Y voy a serte sincera, se sentía bien. Hasta parecía que tenia más salud, empecé a coger algo de carne, y oye, hasta el ánimo de mi marido había cambiado, que servicial, parecía todo un caballero de ciudad, reconozco que en esa época hasta le veía con otros ojos, y bueno, digamos que en nuestra casita la temperatura solía estar más alta.

Pero ah. Las cosas buenas no están destinadas a durar, eso es algo que mi padre me enseñó bien, la vida es una carrera de fondo, los tiempos felices son los pequeños descansos que nos da, pero escasean.

Fue una noche, yo ya tenía una buena barriga, lo cual probablemente me hiciese aparentar un palo con una uva pegada, pero oye, yo me veía estupendísima. Mi marido se había ido a cazar, pero no volvió. Ni esa noche, ni la siguiente, ni la siguiente. Volvió al tercer día, más limpio venia, y con ropa nueva. Y yo. "¿Pero oye y eso, pero de donde vienes?" y él que no, con evasivas, preguntando por mi, cambiando de tema. Aunque se le veía muy nervioso. Pero bueno, yo me alegraba de que hubiese vuelto porque ya me estaba temiendo que se hubiese despeñao por un barranco o que se hubiese encontrado a un Ettin y se lo hubiese zampado, que ya era invierno, y bajaban de las montañas heladas a buscar comida a los bosques.

Pero no, no era nada de eso. Ya por aquel entonces venían rumores del norte, y no de tan al norte, y la verdad es que desde hacía unas dos semanas que habíamos empezado a escuchar unos gritos en la noche, en el bosque, como perros pero más graves y fuertes. A mi no me sonaban a nada que hubiese escuchado nunca, en el pueblo dijeron que eran una clase de animal muy peligroso, pero bueno. Teníamos más bien poco sentido y pensamos que con repartir antorchas alrededor de la cabaña no se acercarían.

Relativamente hablando pues teníamos razón. No iban a entrar animales de fuera. Pero eso no significaba que el peligro no se metiese dentro.

Lo recuerdo perfectamente, fue al segundo día de haber aparecido, ya el anterior se había pasado más tiempo en el bosque que en la cabaña, pero estaba muy loco, recuerdo que como estaba ya alto torpe se me cayó una sartén mientras hacía la comida y se puso como una fiera, incluso me levantó la mano, cosa que no había hecho nunca. No me golpeó claro, porque sabía que si lo hacía le iba la otra sarten a la cara, pero que se fue corriendo pidiendo perdón.

Ay, pero al segundo día. Estaba yo cenando tranquila cuando de golpe entra, ni abrió la puerta, se tiró contra ella. Estaba gritando, con las manos en la cara, y yo claro me levanté con la cuchara de la sopa en la mano, asustada. Intenté acercarme a él para ayudarle pero solo me empujó, diciéndome que me fuese, que corriese, que estaba mal, que me iba a hacer daño. Y yo claro, pues en esos momentos una no reacciona y estuve ahí más tiempo del que debí, pensando en ayudarle. Cosa de la que nunca dejaré de arrepentirme.

Mi marido estaba ahí, y un momento después, ya no. Vi como empezó a retorcerse y a gritar, vi como se rompía su ropa, como se le salían los huesos de la espalda, y no vi más porque en ese momento algo hizo crack en mi cabeza y tuve la suficiente inteligencia para echar a correr. Corrí, corrí, corrí por el bosque, tropecé, apenas veía por donde iba porque no paraba de llorar y las ramas me golpeaban la cara.

Lo peor es que lo escuchaba. Escuchaba eses ruidos que había escuchado durante semanas, pero mucho más cerca. Escuchaba la madera crujir bajo sus garras, escuchaba su respiración, pesada. Mi corazón latía, tanto que pensé que me iba a explotar, y por una vez sentí lo que debían de sentir los conejos cuando iba detrás suya, con el arco.

Pero que iba a hacer yo, con mi vestido, ya roto, embarrado, corriendo, llorando. Pues al final pasó lo que tenía que pasar, tropecé y apenas siquiera llegue a ver como se me tiraba encima la bestia que antes fue mi marido. Rode por el suelo, y sentí un dolor enorme, más del que había sentido nunca, pero en ese momento no identifiqué lo que era. Escuché un disparo creo, pero la verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó en ese momento, yo solo me levanté y seguí corriendo, y mi marido dejó de perseguirme.

No se si suerte, instinto, u alguno de los espíritus de los que tanto hablan, pero corrí y corrí, sin saber a donde me llevaban mis pasos. Cuando no pude correr, caminé, y cuando no, gatee. Ya se me habían pasado las fuerzas del miedo, y ya hacía unos minutos que me retorcía de dolor, y no era yo la única, con la mano en mi vientre hinchado, que sangraba a mares, el malnacido de mi marido, ay, qué había hecho.

Llegué a ver como se me acercaba una figura envuelta en plumas y pieles, pero tras eso perdí la consciencia. Las brujas me salvaron la vida esa noche. Por desgracia, solo pudieron salvar una.

Tras eso estuve varias semanas allí. La verdad es que en ese momento solo me quería morir, y por poco lo consigo, pero si yo era terca, mi curandera aun más, y no dejó que se me llevasen los malos pensamientos. Ella me hablaba, me contaba sus cuentos y sus historias, yo ni le hacía caso, pero mientras me concentraba en ignorarla reconozco que no pensaba en lo que me acababa de pasar.

Al final conseguí recuperarme, aunque el último regalo de mi marido lo llevaría siempre conmigo en el vientre, el cual se había quedado plano. Horriblemente plano.

Me fui de la cabaña de la Bruja, pero realmente no me alejé mucho durante demasiado tiempo. ¿Qué iba a hacer? No iba a caerme muerta, pero sinceramente, la idea de volver a los bosques no me atraía mucho, pero no sabía hacer otra cosa.

O bueno, sí. Verás, la guerra, los monstruos estos, huargen... muchos años de desgracia, pero sobre todo de muerte. ¿Y sabes que ventaja tienen los muertos? Que no necesitan nada. Sí, lo se. Que sacrilegio, pero mira. Una tiene que vivir de algo, y la caza había prácticamente desaparecido, así que... empecé a viajar. Cometí el error de novata de esperar a que acabase una de esas batallas campales que tenían los... rebeldes contra los que no eran rebeldes, para luego acercarme a robar botas y cosas así de los soldados, pero claro, no fui la única que pensaba tal cosa, y por poco no salgo viva de ahí. Así que cambié de idea, y me fui a por otros objetivos más sencillos. Los muertos que ya estaban enterrados y santiguados. Reconozco que las primeras veces lloré, lloré mucho, y vomité. Pero cuando empezaba a ver más dinero del que había visto en mi vida, y hasta comprarme ropa buena, pues bueno. Algo ayudó.

Aunque si he de serte sincera, tratar con los muertos te cambia. Aun no lo se bien, pero lo se.

Pero con el tiempo la verdad, es que volví al sur. Había aprendido a hacer unas cuantas cosas más, pero lo que me seguía llamando eran los bosques. Ahora hay guerra, dicen.

Bueno, más sufrimiento, no es nada nuevo. Al menos dicen que los soldados de más allá del mar tienen botas de buena suela.

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