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SwordsMaster

Anthony Lewison [Humano, no-furro]

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Nombre de personaje: Anthony Lewisonsuzanne-helmigh-dorian-born-perfect-portrait.jpg?1513527755
Raza: Humano
Edad: 34 años
Nacimiento: 03 de Octubre del año 3 antes del Portal Oscuro
Altura: 1'78 metros
Peso: 67 kilogramos
Lugar de nacimiento: Hacienda Lewison, sur de Gilneas
Ocupación: Ex-comerciante, desocupado a causa de la guerra
Descripción física: Anthony es un hombre de piel oscura y un cabello igual de oscuro. Se ha dejado la barba por debajo de su nariz y por encima de la boca, en lo que comunmente se conoce como "bigote", acompañado de un cabello bien recortado y prolijo. Su altura no destaca demasiado ni tampoco su peso, pero al menos parece resistir bien el esfuerzo físico ante años de largos viajes, tanto a pie como montado, a lo largo de Gilneas. 

Descripción psicológica: Anthony es un hombre serio y educado, pero honesto y contundente al cual no le suele temblar el pulso a la hora de decir la verdad que todos saben pero nadie quiere oir. Jovial e incluso algo temerario en su juventud, los años han templado su temperamento hasta convertirle en un hombre arrojado, emprendedor y curioso, pero astuto y cuidadoso que sabe en donde debe pisar en donde no.


 

Capítulo 1El joven emprendedor

El sol se colaba con cierta calidez por entre los ventanales de la hacienda de la familia Lewison; nobles en poco más que el nombre que poseían una minúscula cantidad de tierras en las zonas más montañosas al sur del territorio gilneano. Habían estado allí durante generaciones, aunque nadie parecía saber a ciencia cierta exactamente cuantos siglos.
Con un total de tan solo 50 hombres ligeramente armados, suficiente para vigilar la hacienda y a un par de criadores de ovejas cercanos de cuyos impuestos suponían la totalidad de los ingresos de la casa noble.

Era el año 15 luego de la apertura del Portal Oscuro. La nación gilneana acababa de quedar aislada al resto de Azeroth, y con los jefes de la revuelta bajo prisión parecía que esta estaba condenada a morir.
En la hacienda construída con la oscura y gruesa madera de los pinos gilneanos, a un par de kilómetros de cualquier gran foco de civilización, se respiraba un aire calmo y una leve fragancia de inciensos, del gusto de la Señora a cargo de la hacienda, inundaba el aire.
Allí residían junto a Lady Mia Lewison su esposo, Lord Edric Rooswelt con quien había contraído un matrimonio matrilineal bajo la bendición de las leyes Gilneanas y de la Iglesia de Gilneas. Bajo el techo residían además un cocinero, una limpiadora, un mayordomo, encargado de las finanzas y de cobrar las tazas a los criadores de ovejas cercanos, un comandante encargado de asegurarse que el puñado de hombres mal armados supiesen por donde sujeatar una pica y un iniciado de la Iglesia de Gilneas que había solicitado voluntariamente para actuar como capellán de la familia luego de que falleciese el último sujetándose el corazón, del cual entre sus nuevas tareas se encontraba aconsejar a la Señora en temas espirituales y educar a sus hijos en la doctrina de la Luz.
Y finalmente, desde luego, no podían faltar los hijos de Lady Lewison: Siendo la mayor y heredera de la casa Aliane Lewison y su hermano 6 años menor, Anthony Lewison, que en aquel entonces había cumplido ya los 18 años.

-No puedo creer que de verdad estés pensando hacerlo- Comentó Aliane a su hermano desde la puerta de su habitación, mientras dentro de esta se encontraba el propio Anthony preparando una mochila de viaje. -No tengo nada mejor que hacer. Si me quedo aquí simplemente acabaré siendo tu mayordomo y tendré que dedicar el resto de mi vida a cobrar tazas a un puñado de criadores de ovejas- El joven tenía en aquel momento una pequeña melena que alcanzaba a cubrirle la nuca, y mantenía la cara bien afeitada. Se colgó la mochila de viaje a espaldas y se dirigió a la salida de la habitación, mientras su hermana se apartaba para dejarle salir. -Madre no está satisfecha, sabes. Esperaba que te quedases- Anthony sabía perfectamente a que se refería su hermana. Desde pequeño había sido educado en matemáticas, invención y toda clase de ciencias, aunque la única que realmente le había calado había sido la alquimia, de la cual le fascinaba especialmente la teoría de la Panacea Universal de Rodrick Kyle, postulada hacía más de un siglo pero que nunca pudo ser desarrollada. Quizás su interés por un compuesto capaz de sanarlo todo había sido cultivado, en parte, debido a la enfermedad terminal con la que su madre cargaba desde hacía ya varios años, y de la cual era poco probable que le quedasen más que unos meses por delante. Pero viendo la relación de rebeldía que Anthony poseía ante su madre, cualquier podría haber deshechado la idea como una locura. -Bueno, es mi decisión, Ali- Comentó el joven, ya habiendo llegado fuera de la hacienda donde el comandante había preparado su caballo personal, "Señor Pepino". La verdad, se lo habían regalado a sus 14 años, cuando el caballo aún era una cría, y su madre esperaba que le colocase un nombre serio y a la altura de un noble, pero su hijo en su infinita rebeldía simplemente había optado por... Señor Pepino. Cuatro años más tarde se arrepentía un poco al pensar en lo ridículo que sonaba el nombre, pero se aseguraba de no hacérselo saber a nadie.
-¿Ni siquiera te quedarías por mí?- Preguntó finalmente su hermana, mientras Anthony se subía encima de Señor Pepino, que poseía un pelaje marrón especialmente oscuro. La pregunta de su hermana no le atrapaba con la guardia baja, pero incluso así le había costado varios segundos responder. -Ni siquiera así. Es algo que debo hacer- -Pero han alzado una muralla enorme, Anthony. ¿Cómo se supone que piensas comerciar?- Mientras su hermana formulaba la pregunta Anthony dirigía una mirada rápida a la entrada de la hacienda, cada vez haciéndose más claro que ni su madre ni su padre saldrían a despedirse de él, pero bueno... Al menos el comandante y su hermana estaban allí.
-Encontraré un modo. El reino seguirá nacesitando que alguien mueva los bienes de un lado al otro- Respondió Anthony aferrando las riendas, y claramente preparándose para partir -Eso es trabajo de campesinos- Respondió su hermana frunciendo el ceño, pero comprendía que no iba a cambiar el parecer de su hermano, el cual no le dio una respuesta. Ya se habían despedido antes, por lo que no hubo muchas vueltas que darle cuando Anthony finalmente puso al animal en marcha, alejándose lentamente por el camino que descendía por entre las colinas, alejándose de la hacienda Lewison y adentrándose en los bosques a los pies de las colinas -¡Ven a visitarme a veces!... ¡¿Me oyes?!- Gritó Aliane, pero o bien su hermano ya estaba demasiado lejos para oirle o sencillamente se había negado a mirar atrás. El caballo siguió su camino, hasta que finalmente había desaparecido en el bosque a lo lejos. Y aunque compartirían varias cartas a lo largo de los años venideros, aquella sería la última vez que Aliane vería en carne y hueso a su hermano menor...


Capítulo 2: El negocio del dolor

Los años no habían sido amables con el joven comerciante, que se había embarcado en una misión de riqueza determinado a forjar su propio destino lejos de los beneficios y, especialmente, deberes que su sangre acarreaba en medio del peor panorama que Gilneas enfrentaría probablemente jamás en su historia. Los primeros años habían sido caóticos y difíciles por sí solos, con las gigantescas tazas aplicadas al comercio y a la gente de a pie pesándole en su espalda como un segundo equipaje, y con el tiempo Anthony fue dándose cuenta de cuan difícil era realmente la vida para aquellos sin los beneficios de haber nacido con su sangre más azul que la del resto, pues lejos de su familia y autoexiliado el joven no poseía más derechos que el ciudadano medio, pero las cosas recién habían comenzado.

 


Apenas 5 años luego de haberse marchado de su hacienda la guerra civil había estallado con fuerza en Gilneas, y pronto el joven comerciante ananjo-art-doriandepp.jpg?1486906989había acabado atrapado al otro lado de Gilneas solo acompañado de Señor Pepino e incapaz de comuniscarse de alguna forma con su hermana, pues toda carta que intentaba enviar nunca era respondida, lo cual le dejaba claro que los mensajeros eran interceptados regularmente por ambos bandos intentando obtener migajas de información el uno del otro. Anthony, dentro de lo que cabía, había sido  afortunado; no ligado a un juramento hacia ningún noble pudo evitar durante los más de 2 años que duraría la guerra civil el ser reclutado por un bando ni el otro, pero a menudo huyendo de patrullas tanto de uno como de otro. Fue en ese tiempo de caos, y en donde el comercio prácticamente estaba dado por muerto, que Anthony se había visto obligado a hacerse con un arma de fuego en condiciones para defenderse en los caminos de la ingente cantidad de bandidos que habían aparecido de la noche a la mañana con el despertar de la guerra civil. Intentaba vender sus productos entre los distintos pueblos, pero a menudo los soldados y levas hacían su tarea imposible y, cuando lograba obtener permisos para vender algo, los precios a los que debía vender sus artículos eran desorbitados si quería sacar ganancia. No era algo, sin embargo, que el comerciante estuviese dispuesto a hacer y muchas habían sido las noches que había dormido en un callejón y sin nada que comer por haber acabado vendiendo sus artículos a un precio menor en un intento de no destripar a los habitantes con precios inflados por la guerra.
Afortunadamente, pasados dos años se había firmado un alto al fuego y Anthony creyó, en su ignorancia, que finalmente podría volver al negocio. Compró varios bienes a los productores locales de unas granjas a varios kilómetros de la capital gilneana y se encaminó a la gran ciudad, dispuesto a vender los artículos. Aunque la capital no era el mejor sitio para obtener grandes ganancias, era siempre dinero seguro y luego de que la guerra civil vaciase sus bolsillos no podía permitirse inversiones arriesgadas.
Señor Pepino cargaba con varios sacos a sus costados y encima de su lomo, acostumbrado y familiarizado ya con su jinete, con el que había vivido toda clase de persecuciones de bandidos durante la guerra civil. O, al menos, a Anthony le gustaba creer que se trataban de bandidos, y no levas nobles.

Sin embargo, al llegar a la capital Anthony se chocó con la terrible verdad; aquello que basado en rumores creía no era más que una plaga poco más molesta que los grupos de bandidos ocasionales resultaba que era tomado, por la gente de la propia capital, como una auténtica crisis. Hasta donde sabía, era un milagro que hubiese logrado llegar siquiera a la capital sin ser asaltado y degollado en el camino, o algo peor. Fue entonces, en ese momento, que Anthony supo que no iba a poder salir de allí a comerciar nada en ningún momento pronto.
Con todo hombre y mujer en una fiebre de caza de aquellas ciraturas, saliendo y entrando constantemente de la capital, pocas opciones le quedaban. Se encaminó a la Iglesia de la Luz más cercana y allí pidió asilo, donde al menos podrían darle algo de sopa todas las noches mientras el comercio estuviese en ruinas. A cambio por la generosidad de la Iglesia, se había ofrecido a limpiar diariamente algún sector de la enorme catedral.

Otro largo tiempo había pasado desde el momento que había decidido asistir voluntariamente a la Iglesia, movido en parte por un espíritu voluntarioso y en parte por pura necesidad de supervivencia. Pasados unos meses uno de los sacerdotes se había enterado de los conocimientos en la alquimia, las matemáticas, la historia y otros conocimientos en los que Anthony había sido educado, y tras correrse la voz antes de que se pudiese dar cuenta la Iglesia le había otorgado acceso a su biblioteca ante la promesa de intentar ayudar en la incansable búsqueda de una cura para la maldición. La biblioteca de la Iglesia era un constante ir y venir de toda clase de sacerdotes, voluntarios y alquimistas de la Iglesia a los que se les había concedido acceso de emergencia a la biblioteca. Anthony sabía que no podía hacer mucho más que nadie allí, pero no echaría a la basura la confianza de la Iglesia sin al menos haberlo intentado, y pronto comenzó a revisar cada libro y tomo de la biblioteca. Al comienzo eran libros de teología y religión, luego fueron libros de tradiciones y costumbres actuales y antiguas, historia, mapas de toda clase. A medida que más leía, más polvo tenían los libros que escogía, pero por mucho que lo intentó nunca encontró libros de conocimientos más esotéricos que meras tradiciones antiguas.

Cansado y frustrado, Anthony se alejó de la biblioteca aquella tarde. Había llegado a un callejón sin salida en su investigación. La biblioteca de la Iglesia no tenía nada de utilidad, nada de información que pudiese ser útil, nada que se alejase del campo tradicional de investigación divina. Tenía la ligera premonición, un presentimiento recorriéndole la espalda de que ese era el motivo por el cual nadie lograba dar con una cura: Estaban mirando en el único sitio que conocían, pero no era donde debían mirar. Sin embargo, como cada ciudadano o noble medianamente normal de Gilneas, tampoco conocía muchas alternativas. Sus opciones eran indagar en el paganismo de los brujos de la cosecha, herencia de las antiguas tribus de Gilnea, o indagar en aquellos asuntos prohibidos para las almas mortales, aquellos asuntos más alejados de la Luz. Se encontraba ante una encrucijada en la que debía decidir en qué dirección continuar su investigación, si estudiar a los benévolos brujos de la cosecha... O ir más allá. La decisión no fue difícil: Iría a donde nadie había ido antes con su investigación.

Completamente decidido en que tenía la clave para acabar con la maldición, necesitaba profundizar en los temas de la sangre y las artes prohibidas, lo que fuese, debía ir allí donde ningún fiel de la Luz se había atrevido a ir. Era el único modo, ¿cómo si no se explicaba que, tras casi un año y medio de intenso trabajo de investigación, ningún estudioso sacerdote o alquimista hubiese llegado a una cura o solución? La solución tenía que estar en un sitio en donde nadie estuviese mirando.
Con eso en mente Anthony comenzó a reunirse con una serie de contactos en la capital de sus tiempos como comerciante, solo los de mayor confianza y dispuestos a adentrarse en búsquedas por fuera de la ley por algo de dinero.
Un mes luego, tras una reunión en un callejón por la noche, Anthony finalmente se había hecho con los tomos necesarios para continuar su investigación, pero lo hizo lejos de la Iglesia, en una de las posadas de los barrios pobres de la ciudad. Luego de todo lo que había pagado para hacerse con los libros, tampoco se habría podido permitir otra cosa, y era un sitio sutil en donde era menos probable que la Iglesia de Gilneas le colgase por herejía.

Con el paso de los meses el joven comerciante profundizó sus conocimientos sobre la detección y manipulación de la sangre por medio del vacío, energía antes totalmente desconocida para él. Había llegado ya a un punto en el que creyó que su investigación había llegado a un punto muerto ante la falta de especímenes vivos con los que experimentar, pero entonces el gran anuncio se hizo en toda la ciudad de Gilneas: Una cura había sido finalmente encontrada por nada más ni nada menos que el mismísimo Krennan Aranas, mayor alquimista de su generación. Con una cura finalmente encontrada supo que era mejor detener su investigación, pues no había razón para continuarla. Pero Anthony nunca se deshizo de los libros que tanto le había costado obtener, ni nunca había parecido arrepentirse de haber ahondado en aquellos temas. Y, una parte de él, quizás sabía que aquellos que se adentran en la oscuridad nunca salen realmente de ella, y lo cierto es que sabía que su alma quedaría a partir de ese momento marcada hasta su muerte por haberse atrevido a experimentar con aquellas artes.

El tiempo continuó pasando, lento y agónico, en la capital de Gilneas. Era ya el año 26, llevaba 4 años encerrado en aquella ciudad y sobreviviendo de la caridad de la Iglesia de Gilneas, y el panorama no parecía mejorar ni indicar que aquello fuese a cambiar pronto. Siendo un solo hombre, con poca más defensa que un trabuco y un caballo que, aunque aún un adulto resistente entre su especie, los años comenzaban a pasarle factura. Salir a comerciar por un reino en crisis y repleto de criaturas que podrían convertirle en una de ellas no era una opción, incluso con una cura. No tenía ninguna intención de acabar junto a los Marcados, confinado entre cuatro murallas como si se tratase de un animal. Tampoco había tenido aún noticias de su familia, específicamente del destino de su hermana, que era aquello que más le preocupaba. No llegaban noticias. No tenía nada.
O, durante un tiempo, eso creyó. Durante el año 27, llevando ya 5 años encerrado en la capital, Anthony solía mantener los ojos atentos a todo Marcado que hacían entrar a la capital, con la esperanza de... Quizás, algún día, ver a su hermana. Lo que le dejó la sangre petrificada, sin embargo, fue lo que nunca esperó ver, incluso aunque era el motivo por el que estaba allí: Encadenada junto a otros varios, marcada, sucia... La reconocería en cualquier sitio... Era Aliane. Inconsciente y apelotonada en una jaula junto a otros tantos. Intentó correr hacia el carromato, pero fue sujetado rápidamente por varios milicianos que lo alejaron. No había sido el único, y de hecho sabía que esas cosas sucedían siempre que traían Marcados a la capital. ¿Pero sucederle a él? ¿Cómo podía Aliane...? ¿Por qué?. Durante un segundo, mientras los milicianos le sujetaban y el carromato se alejaba en dirección a la barriada el mundo se desmoronó a su alrededor. Entendió que, incluso si aquellas bestias no eran un producto del Vacío como inicialmente había teorizado, su maldad había quedado probada ante sus propios ojos.

En los meses siguientes Anthony se había convertido en otro de los tantos ciudadanos dando sermones por las calles, explicando una postura u otra. En el caso de Anthony, lo tenía claro: Todos los Marcados debían ser erradicados. Le pesaba en su alma cada palabra de aquellos discursos que pronunciaba mientras su hermana tenía la Luz sabía qué vida detrás de las murallas de la barriada, pero sabía que el único modo de asegurar que nadie tuviese que vivir la desgarradora imagen de ver a un familiar siendo arrastrado como un animal, de verlo CONVERTIDO en un animal, era la completa erradicación. Eran criaturas infecciosas, que transmitían una condición increíblmente difícil de controlar.
Cuando un año más tarde se corrió la noticia de que había aparecido una flota de un "Imperio humano" de más allá de Gilneas, solicitando la inmediata anexión de Gilneas, Anthony se dedicó también a correr la voz sutilmente en pos de la anexión al Imperio, siempre atento a no acabar ejecutado por traición y midiendo sus palabras. La Muralla de Cringris no había traído más que sufrimiento, había destrozado su vida, les había llevado a todos a la ruina. Y, cuando el doble asedio a Gilneas comenzó, no estuvo sorprendido. Siguió alegando sutilmente y lejos de los oídos de los milicianos por la anexión al Imperio y contra la tiranía de Cringris, así como la erradicación de aquellas criaturas que habían desgarrado el reino.


Capítulo 3: La caperuza bermellón y el lobo feroz

Había pasado un año. Era el año 31. Tenía 34 años. Su nombre era Anthony Lewison, ex-comerciante arruinado por la guerra y el mal liderazgo del reino del Rey Genn Cringris, quien en su arrogancia había aislado Gilneas y permitido que sus propios problemas fracturasen y destrozaran el reino. Alegaba por la erradicación completa de los huargen, como se había arraigado el nombre ya entre los habitantes, pues su condición era demasiado peligrosa, inestable y dada a la propagación como para correr el riesgo de tenerlos vivos. Si alguna vez había compartido puntos de vista en común con la Iglesia de Gilneas, eso se encontraba en el pasado: Eran blandos y en su arrogante búsqueda de la amabilidad suprema, solo habían logrado debilitar una y otra vez un reino necesitado, desesperado de medidas contundentes. Su apellido noble, aunque con algún peso en algunos círculos, ya no valía nada. No tenía noticias de la hacienda Lewison, y sabiendo que quien probablemente era su señora se encontraba ahora encerrada a varios metros tras una muralla, tenía la certeza de que su pequeña dinastía se encontraba poco más que extinta.

Aunque en los últimos dos años había descuidado su aspecto, creciéndole una larga barba y melenas que denotaban una completa dejadez en su vida, en los últimos días había decidido volver a cortarse el cabello, la barba... Se dejó su antiguo bigote, el que usaba cuando aún era un comerciante. Acarició el hocico de Señor Pepino, su fiel caballo ya envejecido por los años, pero que aún se aferraba a la vida. Ya comenzaba a ser difícil costearle comida, agua y alojamiento en un establo, pero no podía abandonarlo, incluso si a veces suponía pasar hambre él. Era su compañero. Era lo que le quedaba.
A su espalda, recientemente, había comenzado a cargar una vez más el viejo trabuco que había comprado al estallar la guerra civil gilneana.

La hora de los discursos no había acabado, pero ahora era el momento de apoyar sus ideales con algo más que palabras.

Editado por SwordsMaster
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