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Psique

Fariyah

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Fariyah

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Le pesaban los párpados. Ese tupido telón caía cada vez con más insistencia, y más dejadez, despistándole del espectáculo del firmamento. No podía echarle la culpa eternamente a las estrellas por moverse como gotas contra el vidrio de los ventanales, en algún momento debía parar y aceptar que el cansancio llegaba a términos insostenibles. Y es que, ¿cuanto tiempo llevaba ahí? Esa pregunta se repetía cada noche cerrada después de haber comenzado a vislumbrar el firmamento con las últimas luces de la tarde.

 

Separó la vista del telescopio y se sobó los párpados con los dedos, descansando la vista. Las pupilas le tiraban como una cuerda en tensión. Dos parpadeos vagos y se encontró mirando los infinitos apuntes que reposaban sobre la mesa de sus estudios autodidactas -más o menos- sobre los astros y los cuerpos celestes. Y pensar que todas aquellas aburridas y grises fórmulas y anotaciones a pie de página habían empezado por la necesidad imperiosa de buscar como a una vieja amiga la belleza del espacio y su inconmensurable amalgama de luces y colores bajo los cuales nació y se crió. Las tormentas fluctuantes que arremolinaban constantes flujos dispersos de energía, los campos de meteoritos, las estrellas nacientes y también las moribundas… Se recordaba frente a los grandes ventanales del Genedar, aquel castillo entre las nubes cuya belleza no tenía parangón, durante horas y horas maravillándose de la belleza cósmica, el frío del vidrio contra su mano… Porque parecían estar tan cerca que podría deleitarse con su grumoso tacto.

 

Hoy, se contentaba con mirarlas desde lejos a través de una mirilla en el piso superior de su pequeña casa, la que juntos construyeron.

 

Poner “los pies en la tierra” era mucho más difícil para ella que simplemente levantarse de aquella silla. Porque significa volver a intentar digerir muchas ideas que no estaba preparada para tolerar. Ensoñarse con los recuerdos del Genedar era como volver a un tiempo en el que sus enemigos no eran más que el encabezado de los cuentos que los adultos enseñaban a los niños, como un monstruo invisible al que esperas nunca ver salir de las historias. Nunca llegaron a ver a ninguno hasta muchos años después, y fue entonces cuando valoró la diferencia entre ser perseguidos y ser cazados.

 

Al final, aprendías a asumir que aquellos a los que valoras desaparecerían de tu vida a un ritmo inclemente. Los dejabas ir, en un tiempo en el que ni los muros de Auchindoun los albergarían. O temerías a la palabra “traición” cuando significaba ver a aquellos que decidían dejar de huir de las llamas bramando que la fe es sinónimo de desesperación.

 

Le costó mucho deshacer el camino que estaba tomando su mente en aquel momento. Siempre de la misma manera.

 

Sobre la mesa resplandecía como un astro moribundo un fragmento de arkonita, un pequeño pedacito estabilizado de los restos del Exodar. Era la estrella brillante de los dos que tenía. El primero, lo estabilizó ella misma durante sus primeros ensayos en la escuela de artificieros en Valle Sombraluna. El segundo, fue un regalo de Arkeon, cuando después de años de lucha, de haber estado separados, de superar tiempos difíciles pudieron detenerse, respirar, y jurarse que nadie más volvería a separarles. Las islas de la bruma eran una promesa de estabilidad, al menos, temporal, donde poder por fin tener una vida… Digna, tal vez. Él era la estrella brillante de los dos, el protector. Siempre había habido algo que la mantenía segura. No fue hasta que faltó él que se planteó siquiera el dejar de ser una indefensa civil. Ni siquiera cuando se escondían en los baldíos tormentosos de Tormenta Abisal. Ni siquiera había parecido alguno entre ese lugar y lo que en su día fue Talador. ¿O acaso pertenecía a Gorgron? Y aún así, quedaba la certeza de estar a salvo, entre el resto de refugiados, de sus hermanos. Aquello era todo lo que les quedaba.

 

Dejó un tímido beso contra el cristal, y lo depositó sobre la mesa mientras se dirigía hacia la cama. Cada gesto era simbólico, y le repercutió hasta el alma. Y en el fondo, se aborrecía por eso mismo. Quería que fuese fuerte, y muchas veces le decia que lo era. Mentía. Era tal el vacío que ni siquiera era capaz de discernir hambre, era parte de su sentir diario. Sopesó sobre su mano un fruto dulzón, que llevaba días abandonado en el cuenco de la mesa, a un solo paso de ponerse malo. Daba igual, mañana haría un puré, o tal vez lo confitaría… Siempre hay tiempo para solucionar las desavenencias a pesar de la mirada de urgencia que le dedicaba el sacerdote cada vez que la visitaba.

 

Apenas quedaban un par de luces dispersas en la avanzada cuando abrió los ojos al día siguiente, desvelada por el helor estacional. El otoño estaba siendo fresco de más, pero no podía ser peor que la primavera. Llevaba toda una semana replanteándose el retomar el ritmo normal de su vida, su vida en general. Por suerte o por desgracia, no acababa donde él. Y debía hacerlo por los dos. Muchos de sus compañeros se alegraron de volverla a ver acudiendo al edificio de los ingenieros para retomar sus enseñanzas, algunos de ellos ya habían partido a alguna de las avanzadas exteriores para seguir estudiando las anomalías de la radiación de los cristales, o para ayudar a planificar y organizar la construcción de viviendas y puestos. Hacían falta manos en todas partes a pesar que en el territorio circundante al Exodar habían conseguido asentarse satisfactoriamente, aún había mucho que hacer, y todavía aún más daño que reparar.

 

Tal vez sería un buen momento para empezar a elaborar algo de trabajo de campo que compaginar con sus estudios académicos.

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