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Lin Xia - Zorro montés.

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Xia, de la familia Lin

 

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  • Nombre:
    • Lin Xia
  • Raza:
    • Pandaren
  • Sexo:
    • Mujer
  • Edad:
    • 24 años 
  • Nacimiento:
    •  2 de Juéwàng (24 Feb) del año 10.008 D.d.S.
  • Altura:
    • 2,08m
  • Peso:
    • 164 KG
  • Lugar de Nacimiento:
    • Okai-Mashu, Montañas de Kun-Lai
  • Ocupación:
    • Espada errante.
  • Historia completa.
  • Índice:

 

 

 

Descripción física:

Lin Xia es una pandaren alta, de cuerpo fibroso y entrenado y complexión atlética que destaca , construida sobre la estructura osea ancha habitual de su pueblo.

Su rostro es de paleje blanco con marcas de un color naranja vivo, con unos ojos a juego cuyos irises arden con un color similar al de la miel o el ámbar. Su expresión tiende a transmitir enfado y molestia, incluso cuando no lo está, fruto de la forma de sus cejas y las marcas de pelaje de su rostro. Deja su pelo largo, normalmente recogido en una larga trenza que deja descender por su espalda.

Su pelaje es de un color ocre intenso, y de sus lumbares nace una característica cola de suave pelaje que siempre intenta mantener impoluta, siendo prácticamente la única parte de su cuerpo que se permite acicalar con regularidad.

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Lin Xia a los 14 años

Descripción psicológica:
 

Criada al estilo de las montañas de Kun-Lai, Xia, de la familia Lin, es una pandaren un tanto cerrada a los desconocidos. De carácter frío y contemplativo, se ha criado bajo la dureza del entorno de las heladas montañas, la violencia de la fauna nativa y la carencia regular de recursos básicos, comida incluida.

Así mismo, la estricta disciplina del Shado-Pan le ha sido inculcada por vía paterna, lo que la ha convertido en cierto modo en heredera de los modos de la sagrada orden de monjes protectores, incluso sin pertenecer a ella.

Su sentido del respeto y el honor es inquebrantable, y ha sido criada en un entorno estricto de obediencia absoluta a las tradiciones. Pese a esto, no deja de ser una Pandaren joven, siendo sus acciones dominadas a veces por un fuego impetuoso que no ha acabado de templarse del todo.

De la misma manera, pese a su cerrazón superficial, siente gran amor por su familia, su gente, y en caso de hacerlos, sus amigos, llegando a grandes sacrificios personales por mantener su bienestar.

 

 

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Historia

Los crujidos de la nieve bajo las zarpas de Xia resonaban por las cordilleras nevadas como si fuese un alud de proporciones cataclísmicas, o eso era lo que sentía la pandaren mientras intentaba caminar de la manera más sigilosa posible.
Arco en la espalda, avanzaba sujetándose con las garras a las heladas rocas de las paredes para evitar resbalar por los estrechos pasos montañosos. Daba igual cuantos años llevase uno transitando semejantes caminos. Hozen, Pandaren o Grúmel, un paso en falso era todo lo que hacía falta para acabar con los huesos quebrados al fondo, en las afiladas rocas que aúllan con los gritos del viento.

Hacía ya tres horas que Xia había abandonado su hogar. Entonces ,el sol veraniego aun no había salido, y había contado con llegar a las trampas que había puesto la noche anterior antes de que el astro rey apareciese sobre el cielo, sus cálidos rayos golpeando los picos nevados con intensidad.

Pese a lo que creían muchos pandaren del sur, era en las épocas del deshielo donde más peligrosas se volvían las montañas. La nieve comenzaba a derretirse y su solidez daba paso a una inestabilidad capaz de causar alúdes ante la más mínima perturbación, que arrasaban todo a su paso, fuese un viajero incauto, una caravana de Yaks o incluso aldeas enteras.
Xia maldecía para sus adentros, pues había tenido quedar un gran rodeo por una zona mucho más peligrosa cuando el paso principal que debía de recorrer lo había encontrado totalmente obstruid por un corrimiento de tierra que no podía sortear. Había intentado acelerar el paso, pero el Sol le había ganado la carrera, y ahora su viaje por las montañas se había vuelto aun más difícil, pues las rocas estaban húmedas, la nieve inestable, y la tierra embarrada por el agua que discurría a chorretones por los cursos de agua forjados por los siglos gracias al discurrir del líquido elemento.

Maldiciendo, no su mala suerte, sino su falta de previsión, pues probablemente podría haberse ahorrado esto de haberse levantado un par de horas antes, en plena noche, acabó por llegar al pequeño claro montañoso donde unos arbustos de hojas afiladas como cuchillas y unos árboles de troncos gruesos y baja altura daban cierto contraste en sus tonos verdes apagados al blanco virginal que cubría la región.
Se aproximo a las trampas de madera, rezando para haber capturado a alguna perdiz nívea, pues era en estas fechas cuando nacían sus huevos y los progenitores salían a buscar alimento para sus insaciables polluelos.

Una maldición que habría sido quitada de su boca por una bofetada de su abuela salió de sus labios cuando vio que las pequeñas jaulas de madera no solo estaban vacías, si no que habían sido totalmente destruidas.

No tardó ni diez segundos en descubrir quienes habían sido los culpables, pues los rastros de heces y el hecho de que al parecer alguien hubiese escrito con orín un insulto en la nieve dejaba claro que habian sido los Hozen. Criaturas pulgosas, más de una vez Xia había preguntado a su padre porqué el Shado-Pan no había acabado con todos ellos, al menos, con los que viven en las montañas.
Obviamente, comentarios tan radicales y poco reflexionados eran respondidos con un severo corte de su padre, por osar siquiera mencionar semejante idea de Mogu.

Podría haberse quedado un rato maldiciendo, pero la pandaren sabía que no encontraría respuesta alguna en dejarse llevar por su enfado. Inspirando el gélido aire de las cumbres, se tranquilizó, antes de comenzar a recoger las trampas que por lo menos podrían ser reparadas con relativa facilidad, limpiándolas con nieve de la “suciedad” que los Hozen habían … echado por encima.
Cuando el sol estaba en lo más alto de su viaje por el cielo, Xin llegó por fin a su aldea, cargando las trampas a la espalda. De apenas doce casas, escondida bajo un saliente rocoso que la protegía de aludes y otros corrimientos de tierra, Okai-Mashu no salía en prácticamente ningún mapa, ni siquiera los de la región. ¿Y porqué iba a hacerlo? Era una aldea irrelevante de cazadores, fundada según transmitían los más ancianos de la aldea por un Monje del Tigre hacia un par de siglos, que se casó con un espíritu de las montañas, siendo sus hijos los primeros habitantes de la aldea.

Como hacía siempre, se detuvo y se inclinó ante la estatua de roca del Gran Tigre que se encontraba en la entrada de la ciudad, observando de manera permanente, con sus ojos de zafiro, la inmensidad de los valles ocres que a cientos de kilómetros más abajo se extendían hasta donde alcanzaba la vista.
Saludó con la cabeza a la Vieja Chou Chou al pasar por delante de ella, que estaba sentada delante del descansillo de su hogar cosiendo un tapete mientras sus dos nietos retozaban en la nieve.

-Desciendes de los picos con una sombra muy larga, pequeña. - Su tono amable era enmarcado por una sonrisa casi sin dientes y unos ojos con unas cejas tan pobladas que parecía que nunca se habrían, en una expresión entrañable.

-Lo lamento Chou Chou. Hoy no he sido capaz de mantener la compostura del Gran Tigre – Respondió Xia con un tono un tanto apático, que fue respondido por los dos nietos de la anciana pandaren, Mu y Fao corriendo hacia ella para abrazarse a sus piernas sonriendo.

-Mi vista ya no es lo que era, pero escucho en tu espalda el ruido de la madera vacía y no los gorjeos de las perdices. No ha habido fortuna en tu caza. - Respondió con cierto rintintín la anciana, sin dejar de coser, alzando su rostro hacia la pandaren embutida en pesadas ropas de cuero de abrigo.

-No, Chou Chou. Los Hozen de las montañas las han encontrado y de nuevo las han roto y profanado, comiéndose el cebo. - Xia intentaba impregnar su voz del enfado que le había causado por dentro la pérdida de la caza, pero tras tantas horas de viaje, el frío de las montañas había calmado su ánimo, y ahora no podía si no sonreir levemente mientras con su mano sujetaba la cabeza de uno de los cachorros pandaren que intentaba infructuosamente derribar a la mayor, mientras su hermano se sujetaba la pierna de la cazadora.

-Bueno, el Tigre Blanco proveerá, pequeña. Recuerda, cuando el Hozen baja de la montaña... -Comenzó a decir la anciana pandaren, pero no llegó a acabar.

-La buena fortuna tras ello acompaña. Sí, lo se anciana Chou Chou. -Con un tono entre la formalidad y el cansancio, Xia acabó el refrán de la abuela pandaren, respondiendo esta con una leve sonrisa.

 

Dando a los gemelos pandaren un pequeño guijarro de forma curiosa que había recogido para distraerlos lo suficiente como para huir de su agarre, Xia inclinó la cabeza ante la vieja Chou Chou y empezó retomó su camino hacia su casa. No llegó a ver como la afable expresión de la anciana se cambiaba por una de tristeza mientras veia a la joven pandaren marchar a su hogar.
La casa de la familia Lin era la más alejada de la aldea. Mientras que todas las demás se abrazaban unas a las otras alrededor de la pequeña plaza del pueblo, para mantener el calor en los meses más helados del invierno, la de la familia Lin se encontraba a unas pocas decenas de metros, alejada, algo más escondida entre las montañas. Desde su puerta se podía ver toda la aldea y la entrada a la misma, con la estatua del Gran Tigre al fondo, y esa era la posición que su padre, Lin Zhou, solía ocupar, fumando de su pipa en soledad.

Pese a que hacía más de treinta años que había dejado el Shado-Pan para irse a vivir a las montañas y forjar una familia, en el fondo jamás había dejado de vivir en el monasterio. Cada mañana, sus rituales eran los mismos, su entrenamiento los mismos, y su mente, la mismo. En la aldea le conocían como el Viejo Lobo, pues pese a que su carácter era arisco, regido por tradiciones estrictas que para el resto de la afable aldea resultaban ajenas, desde su posición privilegiada vigilaba constantemente a sus vecinos, y que nada pasase al pequeño remanso de paz donde vivían.
Hoy su padre no estaba ahí, cosa que no le extrañaba a Xia, pues en su retraso había llegado a la hora de la comida. Ya podía visualizar la regañina de su anciano padre por haber perdido tanto tiempo en las montañas, pero para su sorpresa, no hubo tal.

Cuando abrió la puerta, dejando las trampas y su vara de viaje apoyadas en el descansillo, y se inclinó en señal de saludo, vio a su padre y a su madre, sentados en la mesa, esperándola. La comida en la mesa era escasa, como de costumbre. No solo porque vivían de las pocas reservas que quedaban tras un largo invierno, sino porque su padre siempre había mantenido una estricta dieta para su familia donde no había el más mínimo margen para la indulgencia.
Pese a que durante los primeros años la joven Xia siempre se había quejado, deseando comer tanto como los otros niños de la aldea, cuando la dureza de Kun-Lai hizo que su mente se templase ,acabó por percatarse que era por este estricto régimen que su padre había logrado que aunque hubiese épocas donde la aldea pasase algo de hambre, esta nunca llegase a sufrir una hambruna con consecuencias fatales.
Se sentó, flexionando las rodillas, y apoyando ambas manos en la mesa. Tanto su padre como su madre miraban sus platos en silencio, con cierto tono sombrío. El ambiente estaba cargado de una tensión, pero no la habitual que avisaba de que su padre iba a proferir una de sus reprimendas, si no una distinta que nunca había sentido, que incluso parecía envolver a su madre.

-Lo lamento padre, pero las trampas han sido asaltadas por los Hozen. No he podido traer ninguna perdíz. - Comentó con la cabeza gacha, esperando la respuesta fría de su padre. Para su sorpresa, esta no vino, más allá de un asentimiento leve.

-Los pasos montañosos se deshielan y los Hozen bajan hambrientos de sus aldeas. La caza será más difícil las primeras semanas, hasta que la vida animal comience a resurgir y podáis descender a los valles. Pero por ahora, come. - Y con eso, cogió los palillos con su mano derecha. Pese a que ya tenia casi setenta años, la firmeza con la que manipulaba los palillos era envidiable. Pese a todo, Xin había visto como los años pasaban factura para el veterano guardián, y notaba los leves temblores de su pulso.

-Sí, padre. - Xia pensó en responder algo, pero la tensión que notaba en el ambiente era cargante, y en cierto modo, ahogaba las palabras en su garganta antes siquiera de que estas pudiesen salir.

Durante largos minutos comieron el arroz salvaje de las montañas, acompañado con una espesa salsa hecha de grasa de yak, en silencio absoluto. Xia lanzaba breves miradas a su padre, pero en su adusta tez de pelaje ocre asaltado por los mechones blancos de la edad, no se reflejaba nada.

Pero esto era habitual. La sorpresa e inquietud en la joven pandaren venía de que su madre, Fa Muei, de carácter mucho más afable y alegre, mantenía las orejas gachas mientras comía en silencio. En un momento que sus ojos se cruzaron, esta sonrió a Xia, pero no fue tranquilidad lo que transmitió a su hija, pues esta notó al instante lo forzado del gesto.

Cuando, en su radio visual, se percató de una misiva que reposaba sobre una mesilla de madera a un lado de la entrada, todo quedó claro. Pudo ver el sello de color naranja intenso en la misiva abierta. El emblema del Shado-Pan.

Rápidamente, con un tono de voz algo agitado, miró a su padre, que habiendo acabado ya de comer esperaba a que su mujer e hija hiciesen lo mismo.

-Padre. ¿Esa misiva... es del Shado-Pan? ¿Cierto? ¿Qué desean? Hace décadas que no te escriben nada... - Comenzó a hablar, pero la voz grave como una montaña de su padre la interrumpió.

-Los asuntos del monasterio con tu padre son solo suyos, niña. - Su sequedad, que en otras ocasiones había bastado para que Xia agachase la cabeza, no bastaron esta vez, principalmente porque pudo ver la tensión en las orejas de su madre cuando comenzaron a hablar del tema.

-Padre, con todo el respeto, soy lo suficiente adulta para saber que esa misiva no trae buenas nuevas, pues puedo notar en vos y en madre como una losa de piedra os ensombrece el ánimo.

Por primera vez en muchos años, hubo varios segundos de silencio, y la respuesta de su padre no fue agresiva y seca. Si no grave y firme.

-El Maestro del Wu Kao me ha reclamado, niña. El Enjambre mántide se acerca, y han solicitado que vuelva para ayudar a instruir a los nuevos acólitos y prepararnos para hacerle frente. En dos semanas marcharé al Monasterio.

Los ojos de Xia se abrieron como platos, con la boca abierta, incapaz de articular palabras durante varios segundos. Cuando lo hizo, no se dio cuenta de como su tono, alterado, se alzaba a unos niveles que pocas veces se usaban bajo ese techo.

-¡P-pero padre, tú ya serviste más de veinte años en el Shado-Pan, les diste tu juventud y tu sangre, tu deber ya ha sido cumplido! ¡No pueden reclamarte para ir a la guerra! - Acabó, casi gritando.

-No sabes nada del deber, niña. Hice un juramento, que protegería Pandaria hasta el final de mis días, y no lo incumpliré mientras tenga fuerzas. - Respondió con seriedad su padre. Su madre, juntaba las manos, retorciendo los dedos, tensa.

-Por favor, Xia, ya he hablado con tu padre de esto y... - No acabó de hablar, pues su hija se incorporó dando un golpe con las piernas a la mesa en su impetu.

-¡NO! ¡Eres un anciano, padre! ¡No puedes abandonarnos y marcharte a una muerte segura, hay muchos otros que podrán luchar y...!

Se calló de golpe cuando un golpe seco de su padre en la mesa hizo crujir la madera, fracturándola levemente. Xía se tensó, de las orejas a la punta de su cola, su cabello erizado ante la amenaza que transmitía la silueta de su progenitor.

-¡Vigila tu tono, niña! No te he educado para que antepongas tus intereses egoístas al cumplimiento del deber. No se hablará más en esta casa respecto a esto.

Pese a que su madre intentó incorporarse para evitarlo, Xia no pudo si no responder girándose con violencia y saliendo de su casa con un portazo, sus pasos agitados alzando al nieve mientras cruzaba en apenas unos segundos la plaza central de la población para salir por el torii que guardaba la entrada de la aldea.

Sus pasos la llevaron hacia un claro algo apartado, donde los brotes verdes de la hierba se dejaban ver entre los retazos de la nieve que se derretía bajo el gentil sol. Allí Lin Xia se derrumbó, entre gritos ahogados de frustración, descargando su furia contra los inocentes árboles cuya madera se astilló cuando los puños de la pandaren impactaban en ellos.
Fue tras más de una hora de violencia descontrolada, con las manos llenas de astillas y heridas, que Xia se desplomó boca arriba y cerró los ojos, inspirando en ejercicios que había aprendido desde niña, buscando que las emociones negativas abandonasen su espíritu, aclarando su mente.

No fue hasta que el sol se había puesto ya y que las dos lunas comenzaron a recorrer el cielo, que se encaminó de nuevo hacia Okai-Mashu. Era de noche cerrada, y en la lejanía comenzaban a escucharse los truenos de la tormenta que resonaban con un eco grave entre las montañas.
Se detuvo en la entrada de la aldea, bajo el torii de madera pintado de colores ocres, con la estatua de roca del Tigre Blanco a su lado.

Desde su posición, podía ver su casa, al fondo y apartada del resto de los hogares. Ahí parada durante varios minutos, pudo ver sombras moverse reflejadas en las ventanas, recortando la luz anaranjada del fuego, antes de que esta se apagase quedando su hogar a oscuras.
Los truenos, más intensos, transmitían un ominoso presagio y la electricidad que se cargaba en el ambiente hacía que los pelos de su espalda se erizasen. Lin Xia alzó la vista, viendo en los ojos zafiro del Gran Tigre su propio reflejo.

El destello de un rayo cercano hizo que algo en su interior conectase, y el trueno que lo siguió arrancó de su espíritu cualquier ápice de duda que pudiese tener en su alma.
Con la convicción reflejada en el rostro, avanzó con velocidad por la plaza desértica de la aldea, dirigiéndose al pequeño santuario que excavado en una pequeña gruta, contenía las tablillas de mármol ceremoniales con los nombres de los antepasados de los habitantes de la aldea.

Con ceremonia, Xia encendió una vara de incienso que dejó como ofrenda sobre un plato de bronce, juntando ambas zarpas para pedir sabiduría y fortaleza a sus ancestros. Tras esto, y con los dos Cachorros de Xuen recorriendo los cielos con violencia, se dirigió hacia su casa con pasos decididos.
Con sigilo, abrió la puerta, observando a su padre y a su madre durmiendo en el fondo tras el biombo de papel que separaba los habitáculos de la casa. No sin cierto reparo, cogió la misiva con el sello del Shado-Pan que reposaba en una mesilla al lado de sus padres, echándoles un último vistazo, antes de salir por la puerta.

Rodeó su hogar antes de llegar a un pequeño cobertizo de madera, tras cuya puerta no había otra cosa que un armario. Este, a diferencia del resto de la casa, estaba tallado con maestría, y lucía el emblema del gran Tigre Blanco en sus puertas.
Con reverencia, Lin Xia lo abrió, mostrando la vieja armadura de su padre, su lanza, y su hoja corta de batalla.

Pese a que le quedase ligeramente grande, fue capaz de ponérsela, pues su padre había lucido esta armadura hacía muchos años, cuando su forma física era mucho mejor y su cuerpo estaba entrenado , esbelto por la firmeza de la juventud.
Echándose el arco de caza a la espalda, y cogiendo las pocas provisiones que pudo reunir sin dejar a sus padres sin comida, echó a caminar hacia la salida de su pueblo. Le llevaría varias semanas solamente llegar hasta las grandes planicies ocres de Kun-Lai, y de ahí otras pocas hasta llegar a tierras más fértiles, pero era necesario.

Se detuvo por última vez al lado de la gran estatua de Xuen, en la entrada de su aldea, mirando hacia atrás.

¿Regresaría a su aldea, podría volver a ver a su padre y a su madre? Lo desconocía, pero si algo tenía seguro es que no lo haría hasta haberse asegurado de proteger a su familia y a toda la gente que quería de la amenaza que crecía en el Oeste.

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